Efraín Jaramillo Jaramillo
Colectivo de Trabajo Jenzera
Los colombianos son personas sui géneris en América. Lideraron las guerras de independencia en América del Sur, hicieron temblar al Virreinato de la Nueva Granada con el Levantamiento de los Comuneros, desarrollaron las luchas campesinas más importantes de América del Sur. Sin embargo estuvieron postrados ocho años ante el “embrujo autoritario” de Álvaro Uribe Vélez y hoy, seis años después, se encuentran atrapados en el laberinto de un Plebiscito, para definir si quieren volver al pasado y ponerse de nuevo el yugo que empobrece la democracia y coarta las libertades ciudadanas, en aras de vencer a una guerrilla, que aunque maltrecha goza todavía de buena salud y tiene, sobre todo, una enorme capacidad e implacable voluntad para hacerle daño al país. O, la otra elección, de aventurarse a tomar un rumbo nuevo, lleno de incertidumbres, pero nuevo al fin y al cabo. Hablo de incertidumbres, pensando sobre todo en los habitantes del campo colombiano —afrocolombianos, campesinos e indígenas—, que no tienen para nada garantizado un futuro promisorio.
En las negociaciones de la Habana, las dos partes entendieron hasta donde podría llegar el adversario: El gobierno entendió que las FARC no accederían a desmovilizarse sin una rebaja substancial de penas y un ingreso con garantías a la vida política del país. Esto ha sido interpretado por los detractores del proceso de paz como un ruta a la impunidad, pues dejaría una puerta abierta a futuros movimientos armados ilegales, o como coloquialmente lo dicen: “ser pillo paga”.
Las FARC por su parte entendieron que el modelo neoliberal no estaba en discusión. Era la línea roja puesta por el gobierno, que no podían pasar. Esto ha sido considerado por sectores de izquierda como una capitulación, cuando no traición, a los ideales por los cuales pelearon medio siglo. Dónde quedaron —se preguntaban campesinos del Cauca— la demanda de realizar una reforma agraria integral con base en la expropiación de los latifundios. O dónde se quedó —se preguntaba un líder nasa— aquella propuesta del antropólogo Alfonso Cano de preservar el desarrollo autónomo de las comunidades indígenas y afrocolombianas y respetar sus territorios ancestrales?
Y es aquí donde surge la gran incertidumbre para el futuro de los pobladores rurales, incluidos los pueblos étnico-territoriales. Como lo ilustra Eduardo Sarmiento,([1]) en La Habana se llegó a un diagnóstico acertado del sector agrícola, que se caracteriza por la mayor exclusión de la población y la mayor concentración de la riqueza. Sin embargo la incertidumbre se manifiesta, cuando se evidencia la imposibilidad de superar esta situación, ya que un cambio real se ve impedido por la exigencia del gobierno de restringir el diálogo económico y social a la agricultura, dejando por fuera otros cambios y reformas en el resto del sistema. Esto impide una transformación económica de la agricultura, que requiere de acciones complementarias en la industria y en el sistema fiscal, pero sobre todo en materia comercial y cambiaria, donde la apertura y los TLC inhiben su desarrollo.
Peor aún, todo indica que los espacios que va a dejar el conflicto armado en Colombia terminarán siendo ocupados por una creciente conflictividad por la presencia de diversas formas de actividad extractiva: formal, informal, de pequeña, mediana y gran escala. La apuesta por la paz parece estar acompañada entonces por la paralela apuesta por profundizar el modelo extractivista, que significa un mayor control de los territorios y sus recursos. Este tipo de conflictos, que con mayor precisión pueden ser denominados conflictos eco-territoriales, se vienen presentando en varios territorios colectivos de afrocolombianos e indígenas que han sido ocupados por el conflicto armado. La expansión territorial de actividades extractivas, minería formal e informal y de agricultura de plantación (incluida la coca) es un dato clave para entender esa conflictividad social en los territorios colectivos de estos pueblos en las dos últimas décadas.
El punto aquí es que el Estado colombiano seguirá además impulsando las actividades de exploración y explotación minero-energética (la llamada “locomotora minera”) y la ampliación de los cultivos de palma aceitera, para contribuir a la financiación de los planes y programas del posconflicto. Para el caso del Pacífico esta tolerancia con la minería aurífera, augura contaminar todas las cuencas fluviales de la región, afectando todos los territorios colectivos de afrocolombianos e indígenas. Esto ya se veía venir de tiempo atrás, pues mientras en La Habana se suscribía el primer acuerdo en materia de tierras, el gobierno presentaba un proyecto de ley (PL 133-2014c-), por medio del cual se anulaba el sentido social de la ley de tierras vigente, para darle prioridad a la entrega de baldíos de la Nación a macro proyectos agroindustriales en Zonas de Interés de Desarrollo Rural y Económico (ZIDRES), que en la región de la Altillanura, principalmente, afecta la territorialidad de varios pueblos indígenas semi-nómades, algunos de ellos sobrevivientes de las masacres del Llano de los años 60.
A esto se añade que la presencia del Estado en las regiones étnicas es débil, por lo cual prosperan los cultivos ilícitos, el despojo de tierras, la destrucción ambiental, las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario. Son estas las regiones donde los grupos de poder y los actores armados han impedido que las comunidades se organicen autónomamente, de acuerdo a patrones culturales propios.
El proceso y el contenido de los acuerdos debe tender entonces a revertir esta situación. Actuando en consecuencia, surge el reto para los pueblos y organizaciones étnicas de apropiarse del contenido de los acuerdos y hacer las propuestas pertinentes y necesarias para lograr el objetivo de que sus comunidades sean (o recuperen la capacidad para ser) sujetos de su propio desarrollo.
De no darse una apropiación de los acuerdos, se corre el riesgo de que el proceso sea cooptado por aquellos sectores que están acostumbrados a decidir los procesos y a imponer su voluntad por encima de la voluntad de las comunidades; son sectores que no les interesa mucho las necesarias y reales transformaciones que se requieren; por el contrario, quieren mantener la desigualdad y la exclusión, o quieren seguir decidiendo sobre que es lo mejor para las comunidades. Este es un proceso entonces, que por definición debe ser democrático, o no será.
En los acuerdos ganó consenso entre las partes, de que el proceso de transición del conflicto armado a la paz tiene que ser pensado territorialmente. Aquí cobran importancia los territorios étnicos, porque es allí donde los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos, se juegan su futuro, pues es a través del territorio que entran en contacto (y en colisión!) con otros actores sociales y económicos —colonos, mineros, cocaleros, terratenientes, empresas extractivistas, cultivos de plantación (palma aceitera, banano, caña de azúcar) y próximamente con desmovilizados de los grupos armados—, pero también porque es en el territorio donde se materializan muchos de los derechos de estos pueblos al gobierno propio, a la participación y a la autonomía.
“El territorio más favorable, sin contradicción,
es aquel cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad
para la independencia del Estado,
porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar
toda clase de producciones.
Poseer todo lo que se ha menester, y no tener necesidad de nadie,
he aquí la verdadera independencia”
Aristóteles
“La Política”
Los indígenas y los afrocolombianos han manifestado reiteradamente que le apuestan a la paz, pues saben que si no hay paz en Colombia, ellos tampoco la tendrán. No obstante estos pueblos no están dispuestos a aceptar cualquier tipo de paz. Algunas organizaciones (que no todas!) tienen claro que en aras de conseguir la paz, tendrán que aceptar hechos amargos, dicho metafóricamente, tendrán que ‘tragarse algunos sapos’. Para ejemplificar esto valga una analogía: En las guerras napoleónicas, los mariscales rusos, impotentes de contender al ejército francés, entregaron territorios, porque el bien supremo a defender era Moscú. Conservar a Moscú era fundamental para evitar la caída de su imperio. De forma análoga, los pueblos indígenas y afrocolombianos en aras de permitir la reconstrucción de la Nación colombiana, tendrán que dilucidar de que cosas pueden prescindir, que cosas deben aceptar, pero también a que cosas no pueden renunciar([2]). En otras palabras, lo que está en juego es poder conservar lo fundamental de sus vidas como pueblos, para después reconstruir sus sociedades. Ese “Moscú” no es otro que sus territorios. Con la frase “Conservar el territorio para recuperar todo” resumía esta idea el dirigente histórico y ex presidente del CRIC, el guambiano Álvaro Tombé, cuando reflexionaba sobre este tema en la Escuela Interétnica.
Somos del convencimiento de que el futuro de los pueblos étnico-territoriales —y en buena medida el de los sectores campesinos— dependerá de la capacidad de sus organizaciones para insertarse en un proceso democrático de transformación y reconstrucción del Estado y la sociedad.
Si el escenario de las negociaciones en La Habana fue un espacio excluyente del Estado y las FARC, que no admitía la participación de terceros, el escenario del posacuerdo para construir un nuevo país es un espacio abierto y democrático a todos los sectores de la sociedad colombiana, en un contexto en el cual las FARC —o el partido o movimiento que funden— deberán respetar la actuación política, social y decisiones colectivas de los diversos sectores de la sociedad civil. Esto es de una importancia capital para los pueblos indígenas y afrocolombianos, pues por primera vez desde que fue promulgada la Constitución de 1991, estarían haciendo uso de lo que constitucionalmente significa ser parte orgánica de la Nación colombiana (definida como multiétnica y pluricultural) para participar en la construcción de la Nación. Y este es un derecho natural inalienable que deberían ejercer directamente los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos, sin ningún tipo de mediación o condicionamientos. Se trataría de ampliar y cualificar la participación en la etapa de implementación y seguimiento al cumplimiento de los acuerdos de paz a un nivel territorial donde se encuentran las comunidades.
El Acuerdo de La Habana, trae una propuesta de participación política que implica la creación de nuevos partidos, nuevos canales de acceso al Estado y la garantía de la no exclusión. No sólo es la creación de un espacio político para las FARC, sino para todos los demás ciudadanos. En este sentido el éxito de una paz territorial para los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos dependerá de la capacidad que desarrollen para organizarse políticamente y juntar sus fuerzas y voluntades para participar en el proceso de implementación del posacuerdo y evitar que de nuevo, algunos sectores poderosos decidan por los sectores minoritarios.
Analizando los diferentes documentos y pronunciamientos de las organizaciones étnicas, podemos concluir que para alcanzar una gobernanza territorial en el posacuerdo, sus organizaciones requieren desarrollar las siguientes estrategias:
1. Control y direccionamiento de todas las actividades económicas, pues estas deben responder a los principios de una sostenibilidad múltiple.([3])
2. Fortalecimiento de las instituciones espirituales y culturales de sus comunidades para que no se siga deteriorando la identidad que existe entre un pueblo y su territorio. Por el contrario para que en el marco del cumplimiento de los acuerdos de paz apoyen la restitución de derechos territoriales lesionados.
3. Fortalecimiento de sus autoridades y desarrollo de jurisdicciones propias en sus territorios, como medio para dirimir los conflictos y tensiones internas características de cada pueblo y como vía para ordenar y orientar el cambio social y las relaciones interétnicas.
4. Búsqueda, en el marco del posacuerdo, de un adecuado nivel de coordinación nacional que les permita una interlocución directa con el Estado para concertar políticas territoriales, educativas, de salud y en materia de atención a la problemática de derechos humanos que viven estos pueblos.
En estas estrategias se encuentran gérmenes de un proyecto con particularidades propias que riñen con los fundamentos de un sistema neoliberal. Sobre todo al gobierno (y también a las FARC) le ha faltado ‘sensibilidad’ para entender la integralidad de un territorio propio para la permanencia sociocultural de un pueblo étnico-territorial. Pues parten de una concepción de territorialidad areolar (de área) que define el Estado para delimitar la soberanía de un poder político. A esta territorialidad sin embargo se superpone una territorialidad no-areolar, que llamaríamos territorialidad alegórica([4]), que es definida por los referentes culturales propios de un pueblo étnico-territorial y que no es negociable, pues es un derecho originario, previo a la existencia del Estado.
No obstante, lo importante a tener en cuenta es que este proyecto autonómico que se deriva de las particularidades culturales de los pueblos étnico-territoriales debe ser discutido y concertado entre todos para no incurrir en discordancias que los separen, peor aún, que los alejen de una oportunidad histórica de poder construir una sociedad y un país donde quepan todos, con sus diferencias culturales, históricas políticas y sociales. Y en verdad, Colombia por su historia de errores y nuevos aprendizajes, es el país multiétnico de América que más oportunidades tiene de volverse un modelo de democracia pluriétnica y multicultural para la región.
En una conversación de casi tres horas y luego de muchos tintos, les consultaba a varios dirigentes nasa del Cauca si ellos votarían NO prefiriendo el autoritarismo de Uribe o preferían votar SI, abriéndole con ello un espacio a las FARC para que pudieran llegar por medio de las urnas a los cuerpos colegiados del Estado y desde allí soportar también su autoritarismo. Es decir si estarían condenados a la servidumbre, a la que se refiere el epígrafe de Étienne De La Boétie.
“¡Vamos por la paz,
vamos por la vida,
vamos por nuestros territorios!”
(Consigna Nasa)
La conclusión a la que llegaron fue de una agudeza proverbial: Votarían SI para sacar a los guerrilleros de sus territorios y frenar al autócrata de Uribe. Pero de ahí para adelante decidirían NO votar por fariano alguno a ningún cargo de elección popular, pues esa sería la forma de hacerles saber que rechazaban toda su historia de imposiciones; y despreciaban su también comportamiento autocrático. Mantenían estos dirigentes indígenas, como aconsejaba De La Boétie, una minuciosa vigilancia a los procesos políticos, teniendo a la libertad como punto de mira. Manifestaban esa negación claramente, poniendo la cara y asumiendo las consecuencias de su decisión, como siempre lo han hecho en el pasado.
Los colombianos no quieren más servidumbre y aspiran a que las FARC aprendan esta lección y superen rápido —para su propio bien y por su futuro político— esa arrogancia que se respira en el ambiente donde “hacen pedagogía sobre los acuerdos de paz” algunos de sus ex comandantes. Es muy ilustrativo escuchar a alias “Romaña” respondiendo a preguntas sobre sus secuestros —las ya legendarias “pescas milagrosas”— que ‘no se acordaba de nada’, o de “Marcos Calarcá”, que en el marco de los encuentros pedagógicos del acuerdo de La Habana y ante 8.000 indígenas en el resguardo de La María-Piendamó, no abordó los temas del acuerdo —como lo había hecho Sergio Jaramillo—, sino que invitó a los indígenas a unirse a la (su) lucha popular de la organización política en la que van a convertirse, en su X conferencia. Fastidia a los indígenas, como se lo hicieron saber, esa ya habitual y malhadada pretensión de las FARC de hacernos creer que no son culpables de nada, pues siempre han sido expertos en trasladar las responsabilidades a los supuestos enemigos externos e internos, e incluso a los comuneros y guardias indígenas que los confrontaron.
Bogotá, septiembre 23 de 2016
[1] “Sí al acuerdo por la paz”, El Espectador, 17 Sep. 2016
[2] Los acuerdos de la Cumbre agraria, étnica y popular de marzo de 2014, son un punto de partida para iniciar a dilucidar un recorrido en esa dirección.
[3] Sostenibilidad económica (que sea rentable en el largo plazo), sostenibilidad social (que no genere diferencias sociales), sostenibilidad ambiental (que conserve el patrimonio natural), sostenibilidad cultural (que este de acuerdo con sus culturas y cosmovisiones) y sostenibilidad política (que no altere la gobernanza propia de los pueblos).
[4] Tenemos dificultad para ponerle un nombre a esta forma de entender el territorio. Podría también llamarse territorialidad ‘figurativa’ o ‘simbólica’.