Sergio Ramírez
La revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 fue la última del siglo XX en América Latina. Y fue, también, una revolución corta, de apenas una década, que tuvo la singularidad de terminar en 1990 con unas elecciones que sacaron al Frente Sandinista del poder conquistado con las armas.
Durante esos 10 años Nicaragua fue una vitrina y un espejo. Una vitrina porque muchos querían observar los pasos de una revolución que se proclamaba distinta desde el comienzo. Y un espejo porque el rostro de aquella revolución principiante podía ser en el futuro el rostro de otras revoluciones novedosas en el continente.
Jamás en tan corto tiempo se escribieron tantos artículos de opinión, ni tantos libros, ni se abrieron tantos debates en los medios de comunicación y en las universidades, acerca de lo que ocurría en un país tan pobre. Y jamás ningún otro hecho histórico, desde la Guerra Civil Española, atrajo tanto la presencia de intelectuales, artistas y escritores, porque el desmesurado enfrentamiento entre Estados Unidos y Nicaragua recordaba la lucha de Goliat contra David, y querían ver con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo.
Por Nicaragua pasaron, entre tantos, cuatro premios Nobel de Literatura, Günther Grass, Harold Pinter, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa; algunos que debieron serlo, como Graham Greene, William Styron, Julio Cortázar y Carlos Fuentes; y otro que podrán llegar a serlo, como Salman Rushdie.
Venían a ver cómo trabajaba un modelo que debía convivir, entre contradicciones, sobresaltos y concesiones, con una realidad que no se amoldaba fácilmente a un implante de esquemas ideológicos, y que debía responder a los rigores impuestos por la guerra, a las penurias económicas y al entorno internacional; es decir, responder a las necesidades de la propia supervivencia.
Pero para un observador extranjero, por mucho poder analítico que mostrara, y por mucha perspicacia que tuviera, había muchas preguntas que necesariamente se quedaban sin responder. Concepciones y estrategias se hacían y deshacían en el camino, y el gran debate oculto se estaba dando entre ideología y realidad. Es decir, entre lo pretendido y lo posible. Y es un debate que terminó ganando la realidad.
Salman Rushdie, que vino en 1986, expresó la gran pregunta alrededor del destino de la revolución en un epígrafe anónimo de su libro La sonrisa del jaguar, resultado de la experiencia de ese viaje: Había una muchacha nicaragüense/ que cabalgaba sonriendo a lomo de un jaguar./ Volvieron del paseo/ la muchacha dentro/ y la sonrisa en el rostro del jaguar. El jaguar podía terminar devorando a la muchacha y quedarse con su sonrisa, ése era el gran riesgo, y la gran pregunta.
Cuando Carlos Fuentes vino por segunda vez en enero de 1988, casi al borde del desenlace de la guerra de los contras, acompañado de William Styron, y cuando se daban más intensamente las últimas negociaciones de paz entre los presidentes centroamericanos, ya firmados los acuerdos de Esquipulas el año anterior.
El periodista Stephen Talbot recuerda en un reportaje de la revista Mother Jones esa visita de los dos novelistas amigos: “fueron en jeep a la sierra plagada de contras al norte de Matagalpa. En un helicóptero soviético sobrevolaron campos recién irrigados; cruzaron una y otra vez un lago en una embarcación tan desvencijada y oxidada como The african queen; visitaron cooperativas agrícolas en lucha y una fábrica de calzado baldada por la escasez; hablaron con los heridos en tristes salas de hospital… y hablaron durante horas con los dirigentes sandinistas Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Tomás Borge, Ernesto Cardenal y Jaime Wheelock”.
En una de esas conversaciones acerca de las posibilidades que tenía la contra de derrotar a los sandinistas, Tomás Borge “dijo decididamente que algo así era imposible, porque los contras van a contrapelo de la historia”. Fuentes interrumpió para preguntar: ¿Y cuál fue la experiencia de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973? ¿No se demostró que la izquierda puede ser derrotada? No, respondió Borge, cortante. Ellos no armaron al pueblo, por eso perdieron.
Después, recuerda Talbot, se discutió sobre el tema de los partidos de oposición. Borge dijo que su opinión personal era que ningún partido de oposición podía llegar a ganar a los sandinistas en las urnas. Ahora no, asintió Fuentes, pero en el futuro, ¿por qué no? Sólo si son antimperialistas y revolucionarios, proclamó Borge, si un partido reaccionario ganara, yo dejaría de creer en las leyes del desarrollo político. Yo no estaría tan seguro de estas leyes, advirtió Fuentes. A veces, los novelistas se vuelven profetas de la historia.
Günter Grass vino en mayo de 1982, acompañado del escritor Johano Strasser. Su pregunta, la de un socialdemócrata convencido, partidario firme de Willy Brandt y testigo de primera fila del conflicto este-oeste que había dividido Berlín, era, al llegar a Nicaragua, la misma de Salman Rushdie: ¿Empezaría la revolución a devorar a sus propios hijos? ¿Se comería el tigre a la muchacha? Lo escribió en su reportaje El patio trasero, publicado a su regreso a Alemania.
Me asombro de estar hablando de acontecimientos tan lejanos, cuando siento que aún puedo tocarlos, ver a Vargas Llosa en mi despacho de la Casa de Gobierno grabando frente a la cámara las entradas de la entrevista que acababa de hacerme para su programa La torre de Babel que se pasaba en Lima por Panamericana de Televisión.
La historia que empezó a escribirse después tuvo pocos testigos, y la que se escribe ahora ya nadie viene a verla. Todo el encanto de entonces se hizo humo. En aquellos tiempos de esplendor, Noam Chomsky daba cursos en la Universidad Centroamericana en Managua, Joan Baez cantaba en el Teatro Nacional, uno podía toparse en las calles con Allan Ginsberg o con Lawrence Ferlinghetti, dos de los grandes poetas de la generación beat. O ver a García Márquez leyendo en una plaza ante miles.
Ahora son tiempos cuando ya sólo queda el jaguar que se pasea con la muchacha dentro de la barriga.
Masatepe, julio 2016