Terminaba de redactar este texto cuando recibí la noticia de la muerte de Pablo Tattay, un compañero de luchas de quien aprendimos muchas cosas. Sobre todo a comprender el sentido de la solidaridad, al enunciar en su propia historia, como “blanco” que era, la causa de los pueblos indígenas. A él van dedicadas estas notas.
¡Hasta siempre comandante Braulio!
Efraín Jaramillo Jaramillo
Colectivo de Trabajo Jenzera
Pablo Escobar: “¡Si se aprueba la extradición se muere hasta el hijueputa!”
García Marquez: “¡…y se aprobó la extradición y se murió hasta el hijueputa!”
El atentado a un senador de la República, candidato presidencial y acérrimo adversario del presidente de Colombia, Gustavo Petro, ha suscitado toda suerte de conjeturas en el país. La más notoria es que se trataría de un retorno a la violencia vivida dos décadas atrás. Lo dudo, pues la verdad es que la realidad que vive hoy Colombia es diferente a ese 1989, en que fueron asesinados varios candidatos presidenciales, renombrados jurístas, altos mandos militares y notables políticos, tanto del gobierno como de la oposición.
Lo cierto es que los actos de terror generalizado de 1989 y años subsiguientes, que sacudieron los cimientos del Estado, no tenían que ver con diferencias políticas o ideológicas y, aunque colocaron en serios aprietos al gobierno, no pusieron en riesgo la institucionalidad del país, como si puede estar sucediendo ahora. Esta tesis enunciada por el negociador del gobierno en los diálogos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Humberto de la Calle, irritó a un reconocido analista político de izquierda, que contradiciendo a De la Calle aseveró, que tanto la violencia de antaño como la de ahora, tendrían una, y quizas la misma fuente política, la de siempre. Esto no es exacto.
Empezando, porque el crecimiento de la violencia de finales de los 80 y comienzos de los 90, se relacionó con lo que De la Calle llamó “retaliación de unos bandidos contra el Estado…”, cuando el gobierno de Virgilio Barco, presionado por los EE.UU, rechazó el proyecto de indulto y plan de desmovilización elaborado por los llamados “Extraditables”. Ese fue el inicio de una cadena de crímenes ejecutados por el cartel de Medellín, que indignaron a toda la sociedad, como vaticinó el rústico epígrafe de este texto. No se trató “stricto sensu” –y en eso De la Calle tiene razón– de una violencia política. Aunque hay que admitir que a la par que se desarrollaba esta asonada criminal contra el país, ya se presentaban una serie de crímenes contra La Unión Patriótica –hace poco recordábamos a Bernardo Jaramillo Ossa, el talentoso inmolado líder y candidato presidencial de esta organización[1]–, un partido político de izquierda, fundado por las (FARC) y el Partido Comunista Colombiano (PCC) en 1985, en el marco de las negociaciones de paz, que esta guerrilla sostuvo con el gobierno de Belisario Betancur. Esta violencia cobró también la vida de militantes del desmovilizado grupo guerrillero Movimiento 19 de abril (M-19), entre ellos también su candidato presidencial Carlos Pizarro León Gómez. Evidentemente esta violencia sí era altamente política, pues con ella se trató de silenciar a los recién fundados movimientos políticos de oposición al bipartidismo tradicional.
Los hechos políticos violentos de hoy, que distan mucho en su virulencia con los de finales de los 80, son diferentes y tienen otro origen y propósitos. Aunque todavía es temprano para emitir una apreciación más juiciosa sobre su evolución, lo más perceptible es que se trata de un fenómeno que viene vulnerando las reglas democráticas del juego político y limitando la independencia del Poder Judicial, sobre todo empobreciendo la calidad del debate político-intelectual, que ha alcanzado el nivel más bajo en muchas décadas. No es que hubiesen desaparecido las violencias criminales del narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión y otros agravios infligidos al país. Pero simultáneamente con estas infamias, ha surgido esta nueva expresión de la criminalidad, menos tangible y más definida ideológicamente. Es una violencia que enrarece el ambiente político y turba su fundamento democrático. La aparición en la escena política de esta nueva manifestación de violencia y la aspereza de su alarmante desarrollo, se ve favorecida por técnicas avanzadas en la industria de las comunicaciónes, que perversamente utilizadas, generan secuelas negativas sobre la conducta política y cultural del país, suscitando procesos sociales irracionales que “intoxican” a las comunidades y alteran el orden democrático de cualquier Nación.
Ya el mundo había experimentado a lo largo del siglo XX, como el desarrollo de estas técnicas de comunicación habían sido utilizadas por avezados políticos iliberales para apuntalar regímenes totalitarios, tales como el nazismo, el fascismo y el estalinismo. Y es que, como todo aprendiz en técnicas de comunicación –y todo pertinaz embustero– sabe, una opinión falsa, a fuerza de repetición, llega a ser admitida como verdad, aún por personas ilustradas.
El punto es que, autócratas de toda índole crean escenarios propicios, con la intención de generar un impacto que legitime un determinado orden político o posicione una ideología. Para tales fines confeccionan finamente un lenguaje con la finalidad de seducir a una opinión pública poco dispuesta al pensamiento. El objetivo es lograr que trasciendan al imaginario colectivo, ideas que desafían costumbres y creencias arraigadas en la sociedad. Se trata a veces de “montajes” pérfidos como el escenificado por el payaso austriaco, magistralmente descrito por el filólogo alemán Victor Klemperer, en Lingua Tertii Imperii, sobre la ideología del Tercer Reich.[2]
Escenarios de esta naturaleza se han presentado repetidas veces en el mundo y es usual encontrarlo en países con regímenes autocráticos. Colombia no ha sido la excepción. Para muestra un botón: Rafael Núñez, con ardides, embustes, intrigas y conspiraciones, logró “sepultar” a finales del siglo XIX a la Constitución liberal de Rionegro, instaurando con la Constitución de 1876 unas ideas y principios que se opondrían durante todo el siglo XX al progreso político de Colombia. Y para no ir tan lejos en la historia, veamos como se gestó a mediados del siglo pasado un régimen fascistoide que condujo al magnicidio del más notable líder popular de la época, Jorge Eliecer Gaitán, desencadenando una década de persecución a campesinos liberales, un periodo conocido como “La Violencia”, que costó la vida de más de 200.000 campesinos. Laureano Gómez, influenciado por Benito Mussolini –fundador del Partido Nacional Fascista italiano– y admirador de Francisco Franco, había reaccionado así contra la República liberal de los años 30 del siglo pasado. Según la retórica de Laureano Gómez, acogiendo la narrativa nazi, el ascenso de los liberales al poder se debía a un complot judío-masónico-comunista, de nivel mundial, contra la Iglesia. Fue una opinión falaz que aún no ha terminado de disiparse en el país.
Para Hannah Arendt existen dos tipos de verdades políticas: las “verdades de hecho” y las “verdades de opinión”. Las verdades de hecho son realidades que no se pueden desconocer; son hechos, y como tales no se pueden refutar sin falsear la realidad. Mientras que las verdades de opinión son variables y cambiantes, lo que depende del sujeto que las emite. Decir por ejemplo que los colombianos son la gente más feliz mundo, es una verdad de opinión. Decir en cambio que una quinta parte de los colombianos vive en la pobreza y que, como producto de la violencia hay cerca de 6 millones de desplazados internos, son verdades de hecho. Para Hannah Arendt era propio de mentes autoritarias, asignarle un carácter de hecho a opiniones espurias. Opiniones, que como anotámos antes, a fuerza de repetición terminan siendo aceptadas como verdades probadas.[3] Y es precisamente la revolución de las comunicaciones la que ha profundizado y expandido el alcance de las verdades de opinión, lo que sonaría democrático pero que no lo es, ya que son opiniones viciadas, que traen como resultado –quizás es su objetivo– empobrecer el debate político, destruyendo razonamientos contrarios.
Un enrarecido ambiente intelectual creado por opiniones falaces, se torna aún más nebuloso, cuando a la par que confundimos verdades de opinión con verdades de hecho, es común que se presenten en los seres humanos “lapsos cognositivos” –que le ocurren a menudo a nuestro presidente–. Un ejemplo de este tipo de ocurrencias, lo trae Marc Saint-Upéry en un texto sobre las paradojas de la trayectoria histórica del pensamiento de Karl Marx. Para ello Saint-Upéry cita a Stephan Hermlin[4], quien en un bello relato autobiográfico titulado Abendlicht (Luz crepuscular) había mencionado que estuvo conviviendo durante 40 años con un “lapso cognoscitivo” que le había impedido asimilar la formulación correcta de una famosa frase de Marx: “El libre desarrollo de cada uno, es la condición del libre desarrollo de todos.” Inconscientemente y de forma sistemática, su mentalidad, forjada por el culto estalinista del colectivo orgánico encarnado en el Partido-Estado, lo había llevado a leer esta sentencia de Marx, al revés: “El libre desarrollo de todos, es la condición del libre desarrollo de cada uno.”
¿Qué enseñanzas podemos extraer de estos enunciados para tratar de entender lo que sucede en nuestro país? Podríamos puntualizar, que diferente a 1989, estamos viviendo una situación cercana a lo que Hannah Arendt describió como la “alianza entre las masas y la elite”, que para nuestro caso sería una alianza entre sectores sociales de escasos ingresos y bajos niveles de educación, con un líder carismático y prepotente, que jamás se ha puesto en duda a si mísmo, como es un principio del pensamiento liberal cartesiano. Es un líder que con una retórica elocuente surca espacios terrenales y siderales, pero que es tan humanamente predecible: tiene el prosaico objetivo –por supuesto no manifiesto– de captar adherentes a su causa. Con un lenguaje agreste para calificar a sus adversarios –reales o imaginarios– este líder, investido de una pureza política a prueba de fuego, ha venido “construyendo a su enemigo político”, al cual busca derrotar, incorporando en sus filas a personajes impresentables, groseros y de poca reputación moral y política.Y aquí nos topamos con el meollo de este asunto.
El notable jurista alemán Carl Schmitt sitúa el término de “enemigo político” como el concepto fundamental de la esfera de la política.[5] Para Schmitt una política sin enemigos no es política. Y en política, recalca, es imperioso derrotar al enemigo.
Según Schmitt, “lo político” se entiende como un tema público, alrededor del cual se construye la relación binaria amigo-enemigo. [6] Para el caso de regímenes autocráticos es revelador la manera como se construye esta identidad amigo-enemigo. El impetuoso regimén nazi identificado con esta traza schmittiana, no dudó en crear a sus enemigos, definiendo a judios, gitanos, comunistas y otras infortunadas minorías, como los enemigos a derrotar.
El pensar en antinomias binarias excluyentes ha dominado históricamente a todas las sociedades. No obstante, la popularidad de la cual gozan algunas doctrinas que polarizan a la población con esta contraposición amigo/enemigo, no es garantía de su validez intrínseca. Tampoco puede ser una justificación para las tenebrosas doctrinas totalitarias del siglo XX, que actuando en nombre de una “raza”, nacionalidad, religión o ideología, ocasionaron el genocidio de millones de judios, rusos, armenios, tutsis, rohingas chinos, camboyanos y una larga lista de desventurados seres humanos. [7]
Esto está sucediendo en el mundo actual. Gobiernos de cuño autoritario, como los de Estados Unidos, Rusia, Irán, China, Corea del Norte, Venezuela, Nicaragua y un largo etcétera, comparten la imperiosa característica de “construir sus enemigos”, que son concretos –tangibles y visibles–, pueden ser identificados facilmente en cualquier esquina. Para Trump los latinos, los negros, los inmigrantes, los islamistas serían colectividades al interior del país, cuya sola existencia es un amenaza para los Estados Unidos y por supuesto para su administración MAGA (Make America Great Again). Para Putín es la OTAN y su “cabeza de playa”, Ucrania, que estaría gobernada por Nazis. Para el régimen de los Ayatolas sería Israel y el mundo infiel de Occidente. Para el partido izquierdista español “Podemos”, su enemigo declarado es “la casta” (los políticos), y para Chávez es el imperio.
Para un país como Colombia, donde todo es tan predecible (¿recuerdan el epígrafe?) ese enemigo tiene muchas aristas. De acuerdo a la retórica del presidente serían el imperio, una raza –“los blanquitos del Norte de Bogotá”–, la codicia, el capitalismo, las mafias, los medios de comunicación, la ideología nazi, “diferentes formas de pensar” y otras línduras abstractas. Pero cuando se vuelve más prosaico y hace tangibles a los enemigos de la Nación, son los ricos, los empresarios, los banqueros y los partidos de derecha, o las periodistas “muñecas de la mafia”[8], todos sin falta, tildados de enemigos de la Nación, cuando no de “nazis o fascistas”. La lista de enemigos crece y la retahila de epitetos es larga.
No obstante, debemos advertir que mientras más abstracto sea la configuración del enemigo, menos probable es la voluntad manifiesta de derrotarlo. Pongamos por ejemplo el caso del anti-imperialismo de Maduro. El sabe que no puede derrotar al imperio. Pero sabe que mientras exista el imperio, su poder se justifica. El imperio por lo mismo no es su enemigo, sino la razón que necesita para justificar y prolongar el ejercicio de su poder. Sucede igual a la inversa. El autócrata enemigo del socialismo, lo necesita para legitimarse en el poder.
Algo diferente es cuando se configura el enemigo de manera más concreta. Cuando el enemigo es tangible, visible en cualquier esquina o parque, más alto es el grado de encono que puede desencadenar el conflicto y más peligroso es para el investido enemigo. Voltaire ya lo había intuido cuando afirmó que es “peligroso tener razón, cuando el gobierno está equivocado”.
Y ¿Quiénes clasifican como amigos? Muchos. Los que están en el lado opuesto: obreros, campesinos, desempleados, marginados, los indígentes, minorías étnicas víctimas del racismo[9], “la señora de los tintos”, y en general los humildes y menesterosos del campo y la ciudad. No obstante el inventario de sus amigos disminuye en la medida que cobra fuerza el desconcierto frente a una locuacidad retórica sobre la superioridad moral de su corriente política, más proclive a combatir a sus declarados enemigos con “verdades de opinión” y no con “verdades de hecho” y sobre todo datos verídicos, como le reclamó Emmanuel Macrón recientemente a Petro. Sobre todo es un gobierno que promulga grandes cambios[10] para salvaguardar a la sociedad colombiana de los apuros existenciales, causados por estructuras económicas, que sostienen la desigualdad, y de prácticas ambientales que amenazan los territorios, pero cuyos resultados han sido mediocres. Y es que lo más deleznable de esta corriente política que hoy gobierna al país, es que abundan en ella los “impresentables” disfrazados de izquierda, intelectualmente mediocres, que se comportan como adolescentes anímicamente ardorosos, que abrazan condescendientemente a indígenas tal como si fueran sus mascotas.
Para finalizar, me asalta la duda, de si la Nación colombiana tiene –deambulen por ahí muchos patriotas que lo pregonan–, un tejido social fuerte y resiliente que blinde al país de tanta charlatanería. Pues considero que tenía razón Octavio Paz cuando advertía que, “una de las características distintivas de América Latina es la falta de una tradición crítica, moderna, abierta al análisis y al cuestionamiento de las propias premisas.”
[1] El ministro de Gobierno de entonces (1990), Carlos Lemos Simmonds dijo en una entrevista con Colprensa que “el país ya está cansado y una prueba de ese cansancio es que en estas elecciones votó contra la violencia y derrotó al brazo político de las FARC, que es la Unión Patriótica. Se van a enojar porque les estoy diciendo esto, pero ellos saben que es así”. Cinco días después de ese comentario, el 22 de marzo de 1990, fue asesinado Bernardo Jaramillo Ossa.
[2] “La lengua del Tercer Imperio”. En este afamado texto, Klemperer estudia e ilustra la forma en que la propaganda nazi alteró el idioma alemán para inculcar la ideología nacionalsocialista en la población.
[3] Decía Hannah Arendt que “La característica esencial de la propaganda fascista nunca fueron sus mentiras, que es algo más o menos común a la propaganda en todas partes y en todo tiempo. Lo esencial estaba en que explotaba el secular prejuicio occidental que confunde realidad con verdad, y fabricaba esa ‘verdad’…”
[4] Seudónimo de Rudolf Leder (Chemnitz 1915 – Berlín 1997), quien fue uno de los autores más conocidos en la antigua República Democrática Alemana.
[5] De hecho, su obra más conocida lleva el titulo de “El Concepto de lo Político.”
[6] Fernando Mires tratando el tema señala que, “Schmitt, es un ser profundamente cristiano, que sitúa a la enemistad política en el espacio de la agonía, es decir, de la lucha entre contrarios que, en el cristianismo, como en toda religión, se da entre las representaciones del bien y del mal, pero que en política, se presenta entre entidades que se niegan entre sí.”
[7] Fernando Mires ilustró lucidamente este aspecto: “Cuando alguien por ejemplo afirma actuar en nombre de la humanidad, sitúa al enemigo fuera de la humanidad y así obtiene un pasaporte para asesinarlo… “Humanidad dictaminó Schmitt es bestialidad.”
[8] No sorprende a nadie que los autócratas –de derecha o izquierda– no toleren a medios que los critiquen.
[9] Creo que fue a mi sobrina Marcela Velasco que le escuché decir que aunque hoy sabemos con certeza de que en el género humano no existen las razas, hay personas que conceptúan –y la vicepresidente Francia Márquez no es la excepción– que pregonar que los indígenas y los negros son razas superiores, los gradua de paladines del antiracismo. Una insensatez igual o mayor que conceptuar que todos los indígenas o los negros son buenos, ya que ni tienen más credenciales morales que cualquier otro colombiano, ni mucho menos, son la principal fuente de sabiduría. Eso es no solo un abuso, es también una valoración justamente racista. Algo similar sucedió el 1º de mayo en la Plaza de Bolivar, cuando el presidente ante miles de manifestantes, desenvainando la espada de Bolivar y enaltecido por la bandera de “Guerra a Muerte” del ejército libertador, prometió llevar la batalla contra los enemigos de la patria hasta sus últimas consecuencias.
[10] De hecho, el lema de la administración de Gustavo Petro ha sido “El Gobierno del Cambio”.