Efraín Jaramillo Jaramillo / Colectivo de Trabajo Jenzera
Soy consciente que el texto que a continuación leerán ustedes no está dirigido sólo a un público conocedor de la problemática étnica del país. Eso hace más difícil su redacción, pues se deben abordar matices de la historia indígena no suficientemente conocidos o tratados. No obstante lo escribo así porque muchos como yo desean que se abra una discusión en el país sobre el devenir de los pueblos indígenas, discusión que es más acuciosa, ahora que se verán abocados a resolver muchos problemas que emanarán de la implementación de los acuerdos de paz, sobre todo del acuerdo agrario que los involucra directamente. Espero tener suerte en este propósito. No pido a nadie que comparta estas opiniones, o incluso que esté de acuerdo con el supuesto central de este ensayo. Sólo pido que se establezca un diálogo sobre las ideas aquí expuestas, con el fin de apoyar a los pueblos indígenas a delinear sus agendas políticas para que salgan de este extravío en que se encuentran y evitar que terminen de disolverse organizaciones que tantas glorias y satisfacciones le trajeran al país.
Nada más útil para empezar estas notas que recordar lo que Hannah Arendt distinguía como las dos enemigas de la política: la des-politización y la sobre-politización. Para Arendt la despolitización, significaba una total indiferencia por la política, lo que comúnmente conducía a la desintegración de una sociedad. A diferencia de esta apatía por la política, la sobrepolitización convertía en política todas las manifestaciones de la vida (la cultura, el arte, la religión, la historia, la moral, los sueños, el amor,…), lo que acababa no sólo por desnaturalizarlas, sino por suprimír las diferencias de lo político con lo no-político, creando así las condiciones para toda suerte de totalitarismos, que invariablemente han conducido a la liquidación de la política, pues contradicen la esencial condición humana de la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que es la condición de existencia de todas las formas de organización política. Como reacción a los abusos ideológicos de los sistemas autoritarios, emerge también —no siempre surge rebeldía— un rechazo, por la política, una apatía, una despolitización de las sociedades. Se termina ‘tirando al niño con el agua sucia de la bañera’.
Ahora bien parece que actualmente el movimiento indígena de Colombia([1]) y sus organizaciones viven un avanzado grado de despolitización que las está llevando a su desintegración. Generalmente se ha buscado la explicación para este fenómeno por fuera de las organizaciones indígenas. Pero aquí, a diferencia de lo que suponía Platón, la verdad no está fuera de la caverna, sino adentro, en las entrañas de las organizaciones indígenas. No es el Estado el que está desintegrando a las organizaciones, ni los partidos políticos que las han seducido o cooptado (otros hablan de infiltración). Son los liderazgos despolitizados los que las están disgregando, causando un gran malestar en sus pueblos y creando un caos organizativo que hace inviable cualquier programa político coherente, que vaya más allá de demandar recursos al Estado y a las agencias internacionales de desarrollo.
Una pregunta salta a la vista: ¿Cuáles serían las razones de esta despolitización de las organizaciones indígenas? Para encontrar esas razones es necesario hurgar en la historia reciente del movimiento indígena: ‘arrojar luz en la caverna’ para encontrar la verdad que allí está oculta. ‘En lo oculto vive la verdad’, decía Heidegger. Para ello resulta útil remontarse a la época cuando en el Cauca y el Tolima se produjeron los alzamientos indígenas liderados por Manuel Quintín Lame Chantre en la primera mitad del siglo pasado, alzamientos que buscaban impedir la disolución de los resguardos; y a la movilización indígena por la recuperación de las tierras de resguardo que siguió a estos alzamientos, varias décadas después, con la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), en el marco de las luchas campesinas por la tierra a finales de los años 60.
En el Cauca, con características históricas de lucha particulares —insubordinación y rebeldía— se gestó un movimiento indígena que se expandió por toda la zona andina. A los indígenas de estas regiones de los Andes, sus diferencias culturales no fueron obstáculos para unirse en defensa de sus tierras. Por el contrario estas movilizaciones generaron una asombrosa identidad política, que los aglutinó organizativamente. Fueron años de ascenso organizativo y cualificación política que condujeron a la fundación de la mayoría de organizaciones regionales y zonales que hoy existen en el país. Allí están los orígenes de lo que hoy se conoce como ‘movimiento indígena colombiano’.
Ni los campesinos ni los indígenas en esos años de rebelión se plantearon como finalidad expresa de sus levantamientos derrocar al gobierno y cambiar el sistema social que los oprimía. Como lo señalara George Lefebvre para el levantamiento francés de 1789 “cuando los hombres del pueblo recibieron la convocatoria para el levantamiento no sabían a punto fijo lo que eran, ni lo que podía resultar de esa convocatoria, pero por lo mismo tenían más esperanzas.” Para los indígenas caucanos fue igual. Su rebelión no fue el producto de una acción deliberada de una vanguardia. La esperanza de poseer la tierra fue el ímpetu de su rebelión. Por eso ese ímpetu de su movilización no decayó, como sí sucedió con el movimiento campesino, cuando su dirección política revolucionaria decide transformar al naciente movimiento de “La tierra p’al que la trabaja” en la “Organización Revolucionaria del Pueblo”, preparándose para la toma del poder. Fue el fin de la rebelión. La ‘razón revolucionaria’ había transmutado a estos campesinos sin tierra en agentes del cambio social revolucionario, echando a perder (que horror!) su ímpetu rebelde. Se trató de la usurpación de una voluntad popular por una vanguardia. El autoritarismo rayano en totalitarismo de su dirección política llevó a que los indígenas se separaran del movimiento campesino([2]). La sobrepolitizacíon que sufrió el movimiento campesino condujo a su desintegración y paulatinamente a su disolución. Ahondemos un poco más en esto:
En el origen de esta rebelión indígena no se dieron mayores reflexiones, sobre todo no se discutía hacia donde conduciría la recuperación de sus tierras. Y menos pretender con su alzamiento cambiar el orden social que había impuesto el opresor. Sí buscaban, por supuesto, apropiarse otra vez de sus tierras, para lo cual tenían que derrotar a los que las habían usurpado, negándoles con ello una vida digna. Y lograron su propósito. Su éxito se debió a que no estaban ‘ideológicamente perturbados’ y en vez de abrazar causas utópicas, unieron sus voluntades y concentraron sus fuerzas para derrotar a sus detractores. Estos indígenas no actuaban de acuerdo a aquella lógica que justifica cualquier medio y desvaloriza la existencia en nombre de un imaginario designio, como si la historia tuviera un camino previamente delineado por lógicas estructurales. Poseían la sensatez de no pretender en aras de ese designio sacrificar el presente. Sobre todo “no se creían dueños —¿con qué derecho?— de la razón de la historia”([3]).
La desintegración del movimiento campesino, llegaría más tarde al movimiento indígena por dos vías: la sobrepolitización y la despolitización.
En el Cauca, como desarrollo de sus luchas, se dieron procesos políticos muy particulares, que le dieron una impronta especial al movimiento indígena que allí surgió: Cuando los terrajeros indígenas del Credo en Toribío, de San Fernando y el Gran Chimán en Guambía y de Loma Gorda en Jambaló —los más pobres y desposeídos, los más humillados y ofendidos de los indígenas—, decidieron a finales de los años 60 impugnar el poder de los terratenientes para recuperar las tierras de sus resguardos, nadie podía presagiar que estaba surgiendo un movimiento que le daría un giro radical a la historia del Departamento del Cauca, puesto que este movimiento fue el barreno que amplió los espacios de participación política a muchos sectores populares del Cauca. Y no es exagerado decir que esta brecha abierta por el CRIC, fue el camino para la modernización política y el progreso social del Cauca.
Se trató pues de un movimiento que ostenta el mérito de haber derrotado a una clase terrateniente excluyente y rentista, cuyo poder se basaba en el control de la tierra. Este movimiento no sólo recuperó la tierra, también despertó el orgullo y el interés por continuar con el proceso de rescate de la identidad cultural, a la cual se le atribuía la fuerza que impulsaba a sus comunidades y sostenía su movimiento. En un proceso que caracterizaron de ‘descolonización’, buscaron en su historia aquellos elementos emblemáticos de su cultura (mitos, leyendas, símbolos) que no sólo eran el cimiento de las estructuras políticas, ideológicas y jurídicas de su movimiento, sino que proveían de contenido filosófico propio a sus luchas.
Así entró este movimiento en una nueva fase que al decir de Varesse, comenzó a desenterrar a sus dioses… “sacando a la utopía del subsuelo, de la clandestinidad a la cual había sido relegada por siglos de opresión” ([4]). A la par que continuaba la lucha por la tierra, se ampliaba también el horizonte de esta contienda. Ya no era sólo la tierra para cultivar, sino el territorio ancestral el que tenía que recuperarse, y con él todos los atributos culturales que a este se le asignan. Cuando comenzó a insinuarse, de forma más explícita, una identidad cultural propia vinculada al territorio, comenzó a superarse un ‘reduccionismo económico’ en la concepción de la tierra, que dejo de ser un mero recurso económico, para ser concebida como ‘el hábitat’ donde también medraban una cultura y una identidad propias. La ‘recuperación de la tierra’, se convierte en un sinónimo de ‘recuperación cultural. Pero también al revés: en el cruce de caminos del imperativo de fortalecer la identidad propia y de la necesidad de darle un sustento ideológico y político a sus luchas por la tierra, los indígenas rescatan al territorio como el espacio para el desarrollo económico y construcción de un proyecto de vida propio. Hasta allí las cosas andaban bien.
Nadie sabe sin duda alguna, qué motivó a cierto tipo de liderazgo a distinguir con un lenguaje etno-populista, la búsqueda de una ‘causa final’ como un nuevo horizonte de lucha para sus organizaciones. Buscarían con ello implantar un orden histórico diferente —según ellos superior—, y no importaba si ese orden era la concreción de dictados de la tradición, como es la restauración de un orden social que según esa tradición, una vez fue grande, o era producto de la ‘razón revolucionaria’ comunista, para alcanzar una sociedad sin clases.
Algunos amigos atribuyen la emergencia de este lenguaje etno-populista a la necesidad de un discurso “cultural contestatario” para sustentar la autonomía de su movimiento frente al Estado. Otros ven en este lenguaje la necesidad de disminuir distancias ideológicas con sectores populares en busca de alianzas políticas. Otros sugieren que es un discurso prestado de aquellos movimientos Quechuas y Aymaras de Perú y Bolivia, que tienen como horizonte de lucha la restauración del Tawantinsuyu([5]). Pueden ser las tres cosas a la vez. Da igual, pues lo importante de decir aquí es que este nuevo lenguaje conllevaba rasgos fundamentalistas que sobrepolitizaban las organizaciones.
Resumiendo: Cuando en la década del 70 los terrajeros indígenas se lanzaron a recuperar las tierras de sus resguardos, no pensaban. Tumbaban las cercas obedeciendo a un impulso corporal de quienes no desean otra cosa que entrar en el espacio común que legal y legítimamente les pertenecía. Se trataba de “recuperar las tierras de los resguardos” —el primer punto del programa del CRIC—. La diferencia con las acciones revolucionarias es que estas obedecen a un plan y a unas estrategias diseñadas y calculadas políticamente, donde designios imaginarios guían la acción. Cuando “recuperar las tierras de los resguardos” entra en una órbita teleológica, esta sorprendente imaginación indígena la convierte en la “liberación de la madre tierra”. Mientras que las acciones de la rebelión o insubordinación de los indígenas contra sus opresores eran actos que no comprometían sistemas ni razones, la acción revolucionaria tiene el propósito — “necesidad histórica”— de insertar la acción en un programa ideológico([6]) diseñado para la consecución de esos fines supra-históricos. Los indígenas sobrepolitizan su movimiento al enmarcar las acciones en cánones y estrategias de movimientos políticos de izquierda, sacrificando[7] por demás el presente de las comunidades en aras de alcanzar esas metas suprahistóricas.
Paradójicamente hoy estos dos discursos, el de la izquierda revolucionaria y el indigenista, conviven en una argamasa a veces alucinante, que combina símbolos culturales étnicos con categorías ideológicas de izquierda([8]).
Hay más razones para explicar la desintegración de las organizaciones indígenas. La sobrepolitización es una de ellas. La otra causal para la desintegración de las organizaciones se presenta cuando estos mismos liderazgos indígenas —ahora modernizados y más ilustrados— pierden, “…de vista las negociaciones políticas de fondo en favor de interlocuciones técnicas, …replican patrones clientelistas, volviéndose susceptibles a la corrupción, o …centralizan su liderazgo a nivel nacional y se desentienden de sus comunidades…” como se desprende de las investigaciones de Marcela Velasco, profesora de Ciencias Políticas de la Colorado State University([9]).
Algunos analistas encuentran la explicación para la despolitización y la consecuente desintegración de las organizaciones indígenas, en los vicios, pérdida de valores y deterioro ético que también trajo una modernidad —tan ‘liquida y extraviada’ como la caracterizó Zigmunt Bauman—, que igualmente alcanzó a los indígenas. El aspecto llamativo de esta despolitización en los indígenas es la apatía e indolencia que registran por la dimensión real de la problemática de sus comunidades, muchas de ellas agobiadas por la falta de alimentos, agua potable y medicamentos. Pero algo perverso es que estas dirigencias utilizan los movimientos, alianzas, partidos políticos indígenas y a sus amigos, más como vehículos de promoción personal y menos como herramientas para forjar instituciones económicas y políticas dinámicas que viabilicen el mejoramiento económico y social, y aumenten la capacidad para defender los bienes comunes de sus pueblos. El drama que viven algunas comunidades del Amazonas, la Orinoquia, el Pacífico y la Guajira por falta de alimentos no sucede sólo a causa del conflicto armado, sino porque tienen organizaciones e instituciones mal constituidas (¿les suena los niños Wayúu de La Guajira?).
Aunque la intención era no ejemplificar y mantener el texto en la generalidad, no puedo dejar de mencionar lo que está ocurriendo en Antioquia con la Organización Indígena de ese departamento, la OIA. Lo hago no sólo porque es la región de mis ancestros, no sólo se porque me une con Cristianía (hoy resguardo Karmatarúa) un vínculo muy especial, desde que allí empezó la lucha por la tierra, hace más de 30 años. Como todo el mundo lo sabe la administración actual de esa organización viene desintegrando un movimiento que en su época de ascenso político y organizativo tuvo grandes ejecutorias en beneficio de los resguardos indígenas, sobre todo en materia de dotación de tierras, y supo sortear con éxito la difícil época de violencia que vivieron sus comunidades y que costó la vida a valiosos dirigentes. Hoy sin embargo, como lo comentaban en la Gerencia Indígena de Antioquia y en la Contraloría Departamental, esta organización está siendo investigada por la apropiación personal de cuantiosos recursos suministrados por el Estado, que tenían como destino programas de salud y educación en las comunidades. Obnubilados por los dineros de la cooperación internacional, esta dirigencia no sólo se rehúsa a entregar la dirección de la organización, sino que procura conservarla a como de lugar, bloqueando procesos internos de cambios institucionales que pongan en riesgo sus intereses. Todo esto se lleva a cabo sin ninguna consideración por la organización, de cuyo buen funcionamiento dependen mucho las comunidades. Estas indecentes actuaciones se realizan con connivencia de líderes y personas allegadas a las organizaciones, que voltean la cabeza con asco, para no ver como le tuercen la garganta a la gallina que van a cenar más tarde. Lo principal a señalar aquí, es que esta lamentable situación está conduciendo a la desintegración de la organización: El pueblo tule se ha retirado y varios cabildos embera adelantan conversaciones para abandonar la organización. Una ausencia gradual de representación —y sin representación no hay democracia— que conduce a la disolución. No era por supuesto un objetivo, sino la consecuencia indeseada de una despolitización y la consiguiente corrupción.
En fin, podría objetarse que la corrupción es diferente a la despolitización. Pues no, la corrupción es la consecuencia inmediata y la cara que adopta en Colombia esta despolitización que viene disolviendo al movimiento indígena colombiano, no sólo el social, también el político en sus varias versiones.
Ahora lo que se vive allí y en casi todo el resto de las organizaciones es el acostumbrado tire y afloje de las transacciones entre inescrupulosos; el ‘doy para que me des’ requerido para forjar nuevos acuerdos. Sin duda buscando cambiar algo las cosas. La patética política del gatopardo, para que todo siga igual.
Para finalizar, pienso que hay personas muy integras y serias que conforman la mayoría de las organizaciones indígenas del país. Son personas dispuestas al pensamiento que hasta ahora lo han ejercido libremente. Son personas en fin, que han hecho suyo uno de los lemas más felices de Rosa Luxemburgo: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente”. Esta libertad se va a mantener. Quiero además creer, que va a ser así. Porque si no fuera así, no valdría la pena seguir apoyando a organizaciones vaciadas de sentido.
Bogotá, enero 20 de 2017
[1] El movimiento indígena colombiano como tal es una abstracción. Lo utilizamos aquí para englobar todo lo que se mueve alrededor de los indígenas y sus organizaciones sociales y políticas. La realidad es que hay dos organizaciones centrales a nivel nacional que agrupan a organizaciones regionales y locales de los pueblos y comunidades indígenas: La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y las Autoridades Indígenas de Colombia (AICO); a nivel macro-regional existe la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (OPIAC); a nivel regional encontramos cerca de 60 organizaciones que agrupan a pueblos y comunidades locales de un departamento, de una región o de un río.
[2] El movimiento indígena caucano hacía parte de la ANUC como secretaría indígena.
[3] Fernando Mires: ‘Camus después de Camus’.
[4] Stefano Varesse: “Los dioses enterrados”.
[5] Una “utopía arcaica” (Vargas Llosa) poéticamente planteada en el mito del Inkarri (contracción de “Inka Rey”), según la cual serán derrotados los españoles y se restaurará el orden del mundo quebrado por la invasión. Según el historiador Franklin Pease el mito viene difundiéndose en los Andes de Perú, Bolivia y Ecuador desde el siglo XVIII.
[6] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.
[7] Característica sobresaliente de una izquierda impaciente e impetuosa, cuyo poder para destruir solo es comparable con su impotencia para construir.
[8] Asombra ver también como algunos intelectuales de izquierda combinan de forma extravagante, conceptos marxistas con arcaísmos ruralistas y doctrinas esotéricas de dudoso origen.