Abril 22, 2017
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Territorialidad en un contexto interétnico

 

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

Hacemos público este texto inédito de unas notas preparadas para un  conversatorio con estudiantes de Geografía Raizal, pues hacen parte de la memoria histórica de una convulsionada región del Cauca, conocida como el Alto Naya, que fue objeto de una violencia atroz. Esta violencia culminó con la masacre de cerca de 50 indígenas nasa, perpetrada por un grupo paramilitar en abril del 2001. En esa ocasión fuimos  invitados al Naya para hacer parte de un equipo de trabajo para acompañar a los pobladores de la región en la búsqueda de salidas a la difícil situación que estaban atravesando. Esa experiencia de trabajo dio origen a la Escuela Interétnica que desde entonces viene desarrollando el Colectivo de Trabajo Jenzera en varias regiones del Pacífico para seguir promoviendo relaciones interculturales entre comunidades étnicas, diferenciadas culturalmente, pero unidas por la agresividad con que la alianza entre el Estado e inversionistas ha afrontado la oposición indígena a la ocupación de sus territorios, generando situaciones extremadamente difíciles que han afectado aspectos fundamentales para la vida en comunidad como la tranquilidad, la integridad social, la seguridad alimentaria y el derecho a un territorio propio. Consideramos que lo vivido en esa corta pero ilustrativa experiencia de trabajo, ofrece insumos para seguir pensando las posibilidades de construir territorialidades interétnicas,  más cuando en estos momentos se habla de que la paz debe construirse territorialmente.

Apreciados estudiosos de la geografía que vincula a su objeto de estudio la problemática social y cultural. Aquí no voy a abordar el tema sólo desde una perspectiva teórica;  la idea es tratar de plantear la problemática interétnica partiendo de una situación concreta que se vivió en una región del Pacífico colombiano, cuando los pobladores de la cuenca del río Naya (límites entre Cauca y Valle) buscaron construir un territorio interétnico. Vamos entonces a mostrar esta experiencia, señalando a) los momentos más importantes del proceso; b) las estrategias que sostienen la lógica de los actores que participaron en el proceso; c) los discursos geopolíticos de estos actores; y d) las relaciones de poder que se presentaron por el  dominio de los espacios al interior de  este territorio.

También queremos discutir las razones por las cuales este proceso se encuentra estancado, aunque no liquidado, y espera mejores tiempos (ojalá no vaya a ser muy tarde) para seguirlo desarrollando.

Algunos datos significativos sobre la región del Naya

  1. Cuenca emblemática del Pacífico, con una extensión de aproximadamente 300.000 hectáreas. Tiene aproximadamente 27.000 habitantes: (22.000 afrocolombianos, 3.500 indígenas nasa, 1.000 campesinos y 400 indígenas eperara siapidaara.
  2. Es una Colombia en miniatura: Allí se presentan muchos de los aspectos naturales y sociales que caracterizan al país (los buenos y los malos):
  • · Variedad de climas y sistemas de vida: desde los páramos hasta los manglares.
  • · Asombrosa biodiversidad con alto grado de endemismo.
  • · Región multiétnica.
  • · Con excepción de los indígenas eperara siapidaara, el resto de pobladores no tienen títulos ni individual, ni colectivamente sobre las tierras del Naya, y la universidad del Cauca les ha venido disputando el derecho de propiedad.
  • · En la parte alta del río la economía depende del cultivo de la hoja de coca y procesamiento de pasta. Los pobladores de esta parte de la cuenca son importadores netos de alimentos. La entrada se realiza por un camino de herradura que atraviesa la cordillera occidental, por donde cerca de 200 mulas entran diariamente  transportando víveres e insumos para la producción de la base de coca.
  • · Cultivos de uso ilícito que inicialmente se encontraban en la zona alta y que ahora se han apoderado de toda la cuenca.  Fumigaciones. Contaminación. Deforestación.
  • · Presencia de grupos armados ilegales. Corredor geográfico para la movilización de tropas y transporte de drogas. Tiene zonas inexpugnables, que permitieron que un reducto del ELN ocultara durante meses los secuestrados de la iglesia la María y los del kilómetro 18 de la vía al mar.
  • · Disputa por el control económico, político y territorial.
  • · Violencia y asesinatos. En el Alto naya tuvo lugar en abril del 2001 una de las últimas y más cruentas masacre, donde perdieron la vida cerca de 50 personas, entre indígenas nasa (la mayoría) y campesinos.
  1. Existen muchos diagnósticos sobre el Naya y muchas ideas sobre lo que debería ser ese territorio para los pobladores. Sobre todo existen muchos intereses económicos, políticos y militares sobre esta región: Intereses del Estado, de la academia, de comerciantes, narcotraficantes, empresas extractoras de recursos, grupos armados y, naturalmente, de los pobladores indígenas, negros y campesinos. Paradójicamente son los intereses de estos pobladores los que menos cuentan a la hora de buscar soluciones a la problemática territorial.

El proceso de construcción social del territorio del Naya tuvo tres momentos: a) Un momento constituyente, en el cual se buscó configurar el sujeto social que iría  a desarrollar las acciones necesarias para esta construcción del territorio, una construcción que es social. Lo fundamental aquí es que el  sujeto es plural; b) Un momento de definiciones y acuerdos para conducir el proceso, para el cual se realizaron cuatro encuentros interétnicos con 10 delegados de cada uno de los sectores sociales del Naya sobre los temas de territorio, uso y manejo de recursos, convivencia intercultural y gobernanza territorial interétnica; y, c) Un momento de construcción de agenda estratégica y movilización: Economía propia, como mecanismo para apropiarse del territorio. Desarrollo de las organizaciones de base de los pueblos (Consejo Comunitario, Cabildos Indígenas, Juntas de Gobierno Campesino) y de UTINAYA (Unión Territorial Interétnica del Naya), como medios para apropiarse políticamente del territorio y presionar la titulación.

Estos tres momentos se dieron simultáneamente, si aquí los separamos es por razones didácticas para tratar de entender mejor el proceso. Este proceso está plenamente documentado y lo podemos poner a disposición de ustedes los geógrafos que como ustedes, vinculan la geografía con procesos sociales y económicos.   Los componentes de estos tres momentos son: a) Todos los sectores sociales del Naya, independientemente de su fuerza o capacidad de acción, poseen un discurso geopolítico, es decir, tienen una serie de ideas (individuales o colectivas) acerca del espacio que habitan; b) Los afrocolombianos, los indígenas nasa, los indígenas eperara siapidaara y los campesinos tienen un conocimiento de los espacios que les pertenecen. Pero ya venían advirtiendo, mucho antes de la masacre del 2001, que sobre el Naya se agitaban intereses económicos que no siempre respetaban ese dominio de hecho que tienen sobre sus tierras. Afirmaban entonces que mientras no tuvieran títulos, cualquiera podría disputarles su dominio.  De allí es que surgen las demandas por una protección legal sobre sus predios. Los indígenas nasa emprenden la lucha por la constitución de un resguardo indígena en el Alto Naya. Los afrocolombianos exigen la titulación colectiva del territorio que pueblan en el Bajo Naya. Los campesinos, cuyos predios están intercalados en un territorio habitado fundamentalmente por indígenas, piden la titulación individual de sus fincas, una reclamación que tiene la oposición de los indígenas nasa, pues esto haría inviable la constitución de su resguardo; y, c) La lucha por la legalización de sus posesiones llevó a estos pobladores a solicitar apoyo a varias organizaciones sociales y ONG amigas o conocedoras de la problemática. Ese fue el momento en que hicimos presencia en la región un equipo interétnico e interdisciplinario para acompañar este proceso.

Sabíamos por experiencia en otras regiones del Pacífico que no teníamos mucho tiempo para organizar largos estudios y análisis rigurosos y objetivos sobre esta problemática. La información relevante para desbrozar el camino a seguir la íbamos obteniendo en las reuniones informales y charlas con los pobladores, y en los encuentros interétnicos, donde se expresaban los temores y deseos, pero también las formas particulares que tenían de ver el territorio, las relaciones sociales y económicas entre vecinos y sus historias particulares. Nos sirvió también de referencia para entender lo que estábamos tratando de construir con la gente en materia territorial, otras experiencias, que aunque efímeras, fueron muy significativas  en eso de construir territorialidad en el Pacífico: El territorio Wounaan negro en el sur del Chocó. Pero también de la experiencia vivida en Chiapas, donde indígenas y campesinos mestizos habían emprendido una lucha común por el territorio. Esa fue la forma en que nos fuimos aproximando al problema.

Los paradigmas centrales los aportaron las comunidades. Para entender el territorio se partió de una analogía que los indígenas y los negros hicieron sobre la cuenca del río Naya y el cuerpo humano, una metáfora que caló bien en la población y poco a poco fue haciendo escuela en la región.

  • · El territorio del Naya es un cuerpo con vida. Lo que le da vida a este cuerpo es el río Naya y sus 46 afluentes. En el Naya viven comunidades diferentes, con culturas diferentes, con historias diferentes. A estas comunidades las une el río, que es la columna vertebral de este cuerpo. Sin este cuerpo estas comunidades no tendrían vida.
  • · De esta metáfora implícitamente se derivaba la responsabilidad de los habitantes con ese cuerpo-territorio: Su integridad física debe mantenerse. Desmembrarlo sería matar este cuerpo. Debía haber un manejo integral del territorio con responsabilidades compartidas.
  • · Esta analogía entre territorio y cuerpo humano  dio lugar a otra metáfora, esta vez tomada de la cultura eperara siapidaara: La Casa Grande, donde se reúne el pueblo sia para aconsejarse mutuamente y junto con la líder espiritual , la Tachi Nawe, tomar las decisiones más importantes para su futuro.  De esa forma surge la idea de que había que conformar una organización-techo, donde estuvieran representados todos los pueblos. Una organización que coordinara y ayudara a fortalecer a todas y a cada una de las organizaciones de los pobladores: cabildos, consejos comunitarios y juntas de gobierno campesino.

El reto que teníamos por delante era enorme y lleno de incertidumbres, pues como veremos más adelante, en la decisión que se tomó de proteger los suelos bosques, y ríos de la depredación y la propuesta de una Unión Territorial Interétnica se encontraba también el germen de los conflictos que viviría más tarde el Naya, para decirlo en términos gramcianos, los grandes intereses, propiciaron también que emergieran los pequeños intereses.

Los pobladores del Naya atravesaban una de las situaciones más difíciles de su historia. La penetración en su vida social de una economía basada en el cultivo y procesamiento de la coca, había quebrado la columna vertebral de su economía tradicional y desestructurado su sociedad y su cultura. La conclusión de que solo frenando la expansión de esta economía, que estaba también destruyendo bosques y ríos, podría iniciarse un proceso de reconstrucción territorial, social, económica y cultural, comenzó a abrirse paso.

Aquí y allá, encontrábamos familias y comunidades de colonos e indígenas  que utilizaban sus antiguas estrategias de trabajo y aprovechamiento de la oferta ambiental de su territorio, adaptadas a las condiciones de este ecosistema, que les había permitido vivir bien y ofrecerles a sus hijos las mismas condiciones que ellos recibieron de sus padres, sin causarle daños sensibles al territorio. Como resultado de estos análisis que se propiciaron con los pobladores surgió lo que se llamaron “cinco tesis para que el Naya continúe con vida”:

1. Sin acuerdos sobre su manejo, el Naya no tiene perspectivas de seguir existiendo como cuerpo-territorio. En la parte alta se está destruyendo el bosque primario y se están contaminando las aguas con desechos tóxicos. La parte baja está recibiendo las consecuencias (por ejemplo escasea el pescado).

2. Sin convivencia, las culturas no tienen la fuerza para sostener con vida a este cuerpo-territorio. Dicho en otras palabras: El Naya para existir como territorio necesita la convivencia intercultural.

3. La interculturalidad es vida, es práctica. No sólo saber (teoría) sino proceder (acción): La multiculturalidad es la realidad que se da. La interculturalidad es una realidad por construir.

4. Construir interculturalidad no es un camino fácil. Tomando lo que decía Bachelard para la educación, que para “aprender hay que desaprender”, para construir interculturalidad, para entender al otro y llegar a convivir con él, hay que despojarse de muchos prejuicios aprendidos.

5. No se estaba hablando de biculturalismo: esquizofrenia, ser dos personas al mismo tiempo. Se estaba hablando de interculturalidad: Una cultura que se apropia de/y se enriquece con elementos de otras culturas,  y que en aras de construir la convivencia, prescinde de aquellos elementos circunstanciales y no esenciales de su cultura, que afecta a los otros.

Sobreestimamos la generosidad de la gente con su territorio. La inserción de la región a la economía de la coca, el impacto permanente de representaciones y señales provenientes de la sociedad regional y nacional, nos indicó tardíamente la necesidad de relativizar esa sobreestimación. Ante todo entendimos que los apremios económicos, políticos y sociales que coartan voluntades, también dificultan los diálogos interculturales que son fundamentales para la construcción social de un territorio interétnico.

Reclamos territoriales y particularidades étnicas

Para iniciar un proceso intercultural se requiere un diálogo entre iguales sin que medie algún tipo de coacción. Y no se construye interculturalidad si no se acepta como igual al interlocutor o si se tiene una visión simple del otro: los indios y los negros son los que poseen culturas auténticas. Los esencialismos conducen a oposiciones que inhiben o bloquean cualquier proceso intercultural.

Las organizaciones indígenas y negras, debido al desconocimiento y la exclusión autoritaria que han sufrido sus pueblos, responden a menudo con fundamentalismo. El esencialismo y el fundamentalismo no son buenos  consejeros para establecer diálogos interculturales.

El auge de las luchas indígenas por la tierra y la conciencia de delimitar áreas de especial importancia ecológica condujo al Estado a partir de los años 70 a crear resguardos indígenas y parques naturales en la Amazonia, la Orinoquia y el Pacífico. Este ordenamiento territorial bajo los conceptos de etno- y ecodesarrollo, estuvo acompañado de fuertes controversias. Por un lado se reducían las expectativas de ganaderos de ampliar latifundios a costa de “baldíos”. Por otro lado no se tuvo en cuenta la situación social de los campesinos (colonos) que habían emigrado a esas regiones desde la zona andina y valles interandinos.

Con el fin de facilitar la unidad política como estrategia para la construcción de un territorio interétnico, había la necesidad de flexibilizar los reclamos territoriales con base en los rasgos étnicos. Aunque en Colombia esta discusión no se ha dado en profundidad, la apreciación que teníamos es que en el Naya, por sus particularidades de región pluriétnica y por el perfil y desarrollo de las luchas que habían dado los indígenas nasa, se daban condiciones que favorecían una perspectiva política que difuminaba las fronteras étnicas, semejante a Chiapas o Guatemala, donde los campesinos son asimilados o reconocidos como grupo étnico.

Nietzsche decía que la democracia era un asunto para los débiles. Esto lo aplaudió el Nacionalsocialismo para su proyecto de dominación. Sin embargo Nietzsche tenía razón, pues los débiles necesitan practicar la democracia si algún día querían ser fuertes. Ningún grupo puede entonces imponer su voluntad a los otros. Así no se construye interculturalidad ni sociedades democráticas y la democracia es un principio fundamental de la interculturalidad y la convivencia.

Tales propuestas demuestran un vínculo íntimo de la gente del campo con las luchas por la democratización de las sociedades y la creación de unidades de gobierno que sean compartidas por todos. Para el caso que venimos presentando, se trataría de uniones territoriales interétnicas, que son no sólo más democráticas, sino más eficientes en términos de manejo ambiental (permite abarcar unidades geográficas más amplias); sobre todo son más efectivas a la hora de pisar tierra y enfrentar a sus adversarios, que hoy vuelven con más ímpetu por el oro, los hidrocarburos y otros recursos de sus territorios, que amenazan a estos pobladores en transformarlos de propietarios agrarios, en jornaleros y pobres rurales.

Para regiones pluriétnicas en el Pacífico o el resto de Colombia son de gran relevancia estos acercamientos y “mestizajes” culturales y políticos, pues señalan caminos para reducir las tensiones y polarizaciones entre los grupos, que impiden la fusión de esfuerzos y voluntades para construir un proyecto social y político común como es una territorialidad interétnica.

Aparentemente, uno de los obstáculos para conformar un territorio interétnico es que sólo los indígenas y los negros tendrían mecanismos jurídicos para acceder a la titulación colectiva (resguardos y territorios colectivos de comunidades negras), caso contrario es el de los campesinos que  no contarían  con una fórmula legal de acceso a la propiedad colectiva de la tierra. Las reservas campesinas que posibilitaban la defensa de sus tierras y eran un obstáculo para la expansión del latifundio, fueron anuladas por el Estado. Las posibilidades de reclamar títulos para un territorio interétnico es una lucha, que aunque no imposible era por lo menos del largo plazo y en el largo plazo, como decía Keynes todos estaremos muertos.

La idea que surgieron en los debates interétnicos, es que la clave para avanzar en la conformación de un territorio interétnico sería la apropiación del territorio por medio de una economía propia que fundamentara y garantizara la estabilidad de la población en el territorio, una estabilidad que no la aseguraba la coca, ni los títulos sobre el territorio, en una región, donde el Estado no tiene ni la capacidad ni la voluntad de garantizar los derechos de indios, negros y campesinos.

El territorio interétnico del Naya sin modelos productivos propios, sin una economía propia, solidaria, que se parezca a la gente, con rostro humano, como dice Max Neef, no tiene futuro. El Naya requiere una economía que responda a las necesidades y deseos de las comunidades, ante todo que sea controlada por las comunidades, pues la economía es política y expresa relaciones de poder.

En el portafolio del Estado se encuentran una serie de proyectos económicos extractivos, de plantación y de infraestructura) que iban a cercenar el cuerpo y a arrasar con sus comunidades.

No es indiferente el tipo de economía que se decida para el Naya. Aquí, distinto a lo que es la interculturalidad, no pueden estar conviviendo varios sistemas económicos, por ejemplo uno mercantilista extractivo, uno capitalista y uno solidario, pues el más fuerte, el más depredador se ‘traga’ al que menos capacidad tenga para defenderse.

Echar a andar un proceso intercultural de tal envergadura necesita superar dos obstáculos. El primero de ellos es que las organizaciones requieren, lo decimos con franqueza, renovar sus liderazgos. Liderazgos que sean receptivos a nuevas ideas. Liderazgos que le impriman a sus movilizaciones un marco más coherente y más acorde con la realidad que viven sus pueblos.  Los lemas de unidad, territorio, cultura y autonomía son banderas que unieron en un solo haz las luchas indígenas. Empero son hoy insuficientes, para enfrentar los nuevos poderes generadores de desigualdad, que tienen que ver con la transnacionalidad de las decisiones económicas que impone la globalización neoliberal.

El segundo obstáculo es el miedo a perder la identidad y el determinismo de lo propio y autóctono de su historia particular, un miedo que impide entender las condiciones de existencia de los otros, sin lo cual es imposible unirse con los diferentes y compartir con ellos proyectos comunes. Para decirlo en palabras de Michael Taussig, un estudioso de la problemática de indígenas y negros:

“Perder el miedo a enfrentar la tarea de construir una estabilidad en la inestabilidad, que implica el ejercicio mimético de los seres humanos de “danzar entre la similitud y la diferencia”

Febrero 25, 2017
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DESARRAIGADOS

Foto: Danny Mahecha. Informe IWGIA 11:  Los Nükak. “El último pueblo de tradición nómada contactado oficialmente en Colombia”.

Rainer Löwy/Antropólogo

Esta es la segunda vez que estoy en Colombia. La primera fue hace 4 años para escribir unas notas para la revista ‘Der Spiegel’ sobre las negociaciones de paz del gobierno con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la Habana. Esta vez me encuentro en el país indagando sobre el fenómeno –a nivel global creciente– de la migración forzada y en consecuencia del desarraigo de seres humanos asociado a conflictos bélicos. Me sitúo principalmente en Colombia, porque llama asombrosamente la atención, que siendo Colombia un país sin guerra con otra Nación, ocupe el segundo lugar en el mundo —después de Siria— con más población desplazada de sus territorios (alrededor de 6 millones de personas), como producto de un conflicto armado interno que lleva más de medio siglo.

Por sugerencia de un amigo en común, el abogado indigenista peruano-español, Pedro García Hierro —ya desaparecido— visité a Efraín Jaramillo para hablar sobre sus experiencias con el desplazamiento de pueblos indígenas. El objetivo es completar la serie de entrevistas que he venido haciendo sobre este fenómeno en África y América.

Mi interlocutor me solicita expresamente que no le coloque ninguna etiqueta y menos la de ser “especialista” de algo. No obstante aclaro que es una persona que conoce del tema y ha vivido de cerca lo que ha sido el desplazamiento y lo que significa el desarraigo que causa la violencia en poblaciones que tienen una intima relación con la tierra y el territorio, como son los pueblos indígenas y afrodescendientes de Colombia. Un texto en especial es ilustrativo de lo que afirmo: “El Caso del Naya”, una investigación que hizo al alimón con Pedro García Hierro[1]—. Percibo, desde que responde a mi primera pregunta que a mi interlocutor le apasiona hablar de este tema y que allí se encuentra en su elemento. Me causa la impresión que estuviera dictando una charla a neófitos en la materia, por la cantidad de rodeos explicativos y citas rebuscadas algunas de las cuales coloco en este texto. Para una mente poco acostumbrada a este tipo de coloquios, algunas respuestas estarían edulcoradas con relatos —aparentemente anacrónicos— de épocas pasadas que se sabe de antemano que no volverán, pero que se evocan con sentimiento y añoranza. Mi interlocutor interviene en los hechos que relata desde su punto de vista, como alguien que la ha vivido desde afuera, pero que hace parte del relato.

Esta charla hace parte de la investigación sobre el desarraigo de pueblos aborígenes, que me encuentro realizando en el marco de mi tesis doctoral, cuyo resultado se conocerá sólo en un par de años. Estas notas recortadas y editadas no son un avance de mi tesis ni representan una visión acabada sobre la compleja problemática del desarraigo de indígenas en Colombia. No obstante considerándolas de utilidad, –por la actualidad del tema– decidí darlas a conocer a mis amigos de Colombia y Alemania.

*   *   *

“Cuando llegaron los europeos a África,

ellos traían la Biblia y nosotros teníamos la tierra.

Nos dijeron: Cerremos los ojos que vamos a rezar.

Cuando los abrimos, nosotros teníamos la Biblia y ellos la tierra”.

Desmond Tutu (Arzobispo sudafricano)

 

“No es suficiente recuperar la tierra despojada.

Es necesario también devolverles la biblia a los usurpadores,

para restituir la espiritualidad india vinculada a la tierra”.

Manuel Quintín Lame (parodiando a un rebelde)

Rainer Löwy (RL): Antes de abordar el tema quisiera conocer algo más de tu trabajo con poblaciones indígenas. Con Pedro García Hierro o “Perico”, como es conocido por sus amigos, coincidí en Madrid en el año 2009, con motivo de la entrega del Premio Bartolomé de las Casas a la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN). En esa ocasión me comentó que habías trabajado en el Río Naya, a raíz de la masacre de indígenas nasa y campesinos perpetrada por paramilitares del Bloque Calima en abril de 2001, lo que había generado un desplazamiento de buena parte de su población. Mencionó también que con anterioridad a lo del Naya, habías trabajado en el Alto Río Sinú con el pueblo emberá katío, que también había sido desplazado, aunque esa vez por la construcción de una represa. En ambos casos esas experiencias te habrían provocado una gran decepción por los resultados desfavorables de esas mediaciones. ¿En algún momento has sentido frustración por lo que haces como antropólogo?

Efraín Jaramillo (EJ): Seguir de cerca la evolución de las culturas indígenas y en general lo que sucede con poblaciones étnicas, se me ha convertido en una genuina ocupación social e intelectual, a través de todos estos años. Es una actividad que ha estado al margen de toda moda y tal vez por eso no merezca la atención y el interés para mucha gente. Para mi ha sido sin embargo una ocupación muy enriquecedora. No puedo imaginar estar haciendo algo diferente. Naturalmente que cuando esta actividad se ejerce de forma crítica, con entusiasmo y en voz alta, se corren riesgos. Pero nunca me he sentido frustrado. De frustración no se padece nunca, pues lo que se hace con pasión no se sufre. Me aflige por supuesto el silencio que crean a mi alrededor algunas personas y organizaciones que me hacen objeto de su escarnio, por situarme al margen de toda ideología, y temo naturalmente, como cualquier ser humano, ser condenado al ostracismo, una situación que sucede aún en el país con los adversarios políticos. No debes olvidar que aún vivimos coletazos de esa época funesta para el pensamiento crítico, cuando el disentimiento ideológico era un signo de decadencia burguesa. Bueno, esos son los ‘gajes del oficio,’ como coloquialmente se dice.

Pero más allá de eso y en lo personal, debo admitir que me duele la pérdida de amigos como Kimy Pernía, Alonso María Jarúpia, Lucindo Domico, entre muchos otros, durante esas que tu llamas “mediaciones.” A ese sentimiento de aflicción que me acompaña, confundida con cierta dosis de culpa por la pérdida de estas vidas, es tal vez a lo que Perico se refiere como ‘decepción‘ y que tu traduces como ‘frustración’. Pero bueno no estamos aquí para hablar de mis penurias como activista social… (risas).

(Hace una pausa y me invita a comer un durazno que trajo su hija de su finca en Boyacá,  mientras prepara un té ayurveda, a manera de animar el espíritu para “entrar en materia”. Mientras tanto observo una enorme foto de indígenas armados con cerbatanas y machetes que cuelga de su oficina en el centro de Bogotá. Más tarde me entero que se trata de una comunidad emberá katío del Alto Río Andágueda (en los límites de Chocó, Antioquia y Risaralda), que se apresta para recuperar una mina de oro de su territorio, que estaba en poder de una familia ‘paisa’ de Andes-Antioquia.[2] Al cabo de 10 minutos iniciamos el diálogo. Lanzo una pregunta al aire, sin tener la certeza de que sea la mejor manera de iniciar el tema:

¿Qué percepción se tiene en Colombia del desplazado indígena?

Lo primero que siente la gran mayoría de los colombianos ante la presencia de desplazados indígenas, es una especie de indiferencia. Muchos los rehúyen. Pareciera que se sintieran importunados. Pasan de largo al verlos amontonados con sus críos en los andenes y con sus carteles que sólo leen las primeras palabras: “Desplazados por la violencia”… Se niegan –poco les importa– averiguar, quienes son, de dónde vienen y quién los desplazó y por qué. Esas imágenes generan una sensación de inseguridad, pues son simplemente “los otros”, los que no conocemos, los que no quisiéramos ser. Personifican lo que no queremos que nos suceda a nosotros. Y eso genera también angustia. Aunque nadie los rechaza, la gente se acostumbra a verlos, que es una manera de in-visibilizarlos. Para el caso de los desplazados embera de Risaralda y Chocó, hacen parte del paisaje bogotano, pero también de Medellín, y Pereira. Careciendo de cualquier tipo de estabilidad económica, desamparados y excluidos culturalmente, se mueven por varias ciudades, buscando recursos para sobrevivir. Son los nómadas modernos interurbanos.

Puedo entender perfectamente lo que ellos piensan de nosotros, pues viví una situación similar en la época llamada “ La Violencia”, cuando me fui del país. En Alemania, aunque sólo en pocas ocasiones sentí el rechazo, si percibí lo que representa ser un “extraño” en una tierra desconocida, y vivir en permanente ansiedad, provocada por la precariedad material y la ausencia de comunicación por el desconocimiento del idioma… pero bueno, es una situación  que solo la traigo a colación para señalar que empatizo con estos indígenas desplazados en vías de desarraigo y puedo ponerme en los zapatos de esos ‘extraños’ y entender lo que sienten.

En varias ocasiones traté vanamente de entablar un diálogo con estos indígenas  embera que recurren a la mendicidad para sobrevivir. Sólo años después, cuando fui invitado por la antropóloga Julia Marín a trabajar con varias familias embera katío desplazadas del Alto Andágueda, que habían retornado a su territorio en “La Puria” (Carmen de Atrato, Chocó), pude hacerme una imagen más sensible de lo que es un ‘desplazado’ indígena y de las diferentes formas de desplazamiento, que no todas conducen al desarraigo, que es el tema que más te interesa y estás investigando.

RL: Según tu experiencia ¿Cuáles son las  características del ‘desarraigado’?

EJ: ‘Desarraigar’, como lo indica su etimología, significa extraer de raíz a una planta. Separar una planta de la tierra. Pero la sociología la ha acogido en su léxico para denotar que hay individuos que pierden –voluntaria o forzadamente– su territorio, rompiéndose todos los vínculos que lo unen a él. En botánica es más usado el término ‘erradicar’. Para el caso de un indígena, es una situación que sucede cuando a alguien lo separan de su entorno social, cultural y territorial, donde tiene sus raíces y está vinculado a una comunidad a la cual pertenece y que le brinda seguridad. A veces se emplea el término ‘des-territorialización’ para expresar lo mismo; no obstante el término más usual y que más conexión tiene con la realidad que se quiere explicar con este tipo de problemáticas de los pueblos étnico-territoriales, es el de ‘desarraigo’. Pero no sé si tu, que sí eres un estudioso y conocedor del tema, estas de acuerdo con esta explicación.

RL: El equivalente a ‘desarraigo’ en alemán es “Entwurzeleung”. Pero este vocablo no se emplea con ese significado tan específico como le dan en Colombia. Si, creo que ‘desarraigo’ es la designación más adecuada para describir la situación de personas que lo han perdido todo. En Europa se habla de ‘Vertribene’ (desplazados) , para referirse a personas que han sido expulsados de sus países de origen por la guerra y que han dejado todo allí, hasta su pertenencia a una nacionalidad, pues a veces no poseen un documento que la certifique. Por eso es que estas personas que buscan refugio (‘refugiados’) en otros países, son calificados también de “apátridas” una condición descrita por Hannah Arendt, en la que se encontraron miles de personas durante y después de la I y sobre todo la II guerra mundial. Personas que se vieron obligados a salir de sus países y fueron desnacionalizadas. La idea de Arendt es que las personas dejan de ser personas si no son ciudadanos de un Estado-Nación y sin este reconocimiento, tampoco son realmente sujetos de los derechos humanos, así se diga que estos derechos son universales e inalienables.

Muchos de estos refugiados que tocan a las puertas de Europa intuyen que nunca más regresarán a sus países y que sus hijos crecerán en otras tierras hablando otros idiomas. Serán en ese sentido también ‘desarraigados’. La diferencia que yo establecería es que para el caso de Siria por ejemplo son sirios los que expulsan de su territorio a otros sirios. En el caso que tu mencionas son indígenas que son expulsados de sus tierras por otros que no son indígenas, con el fin de despojarlos de sus tierras y recursos, en un proceso de colonización y expropiación de territorios, que aún hoy se repite, 500 años después de la llegada de los europeos. Continúa entonces la colonización de sus vidas y el despojo de sus bienes, aunque hayan variado los métodos, las razones y las circunstancias para despojarlos de todo lo que tienen, en especial de sus tierras.

EJ: Si, y es una diferencia muy grande entre lo que sucede en el Oriente Medio y lo que sucede con los pueblos indígenas aquí. Podría tener alguna semejanza con lo que sucede entre Turquía y el pueblo Kurdo. Pero creo ver otra diferencia más. Y es que entre los refugiados que llegan a Europa hay ingenieros, médicos, etc., profesionales que pueden integrarse relativamente fácil y rápido a la sociedad que los recibe, pues han tenido trabajos y proyectos de vida bastante parecidos a los que tienen los europeos. Cosa que no sucede con aquellos indígenas embera y otros pueblos semi-nómades de los Llanos orientales, que han vivido de la pesca, la caza y el aprovechamiento de los recursos que le ofrece la oferta ambiental de sus territorios. Jamás podrían integrarse a la sociedad mayor que los recibe y sus hijos, además del desarraigo, vivirán por muchos años siendo “extraños” en su propio país, sin obtener habilidades para construir proyectos de vida en condiciones sociales culturalmente diferentes a las suyas.

El drama puede ser aún mayor, si se tiene en cuenta que estos indígenas –en el caso de que puedan retornar a sus tierras–, pueden encontrar una tierra que no van a reconocer. No es la misma tierra. Se dan cuenta que ese mundo es distinto y que sus tierras han sido intervenidas por otra gente –bosques destruidos por la explotación maderera, ríos contaminados por la minería y potreros para la ganadería–. Paradójicamente son también ‘extraños’ en sus territorios, una verdadera incertidumbre. Y un callejón sin salida para jóvenes que crecieron en la ciudad y perdieron las capacidades para vivir en el territorio y la habilidad para obtener de él los recursos para su sobrevivencia. No sólo han perdido estas potencialidades, sino que están viviendo en un espacio que no distinguen como propio. Mantendrían así su condición de desplazados. No me imagino un desarraigo más perverso que vivir en condición de desplazado –y percibirse como tal– estando en su propio territorio.

RL: Se me ocurre que es un estado sicológico similar a un patológico sentido de soledad, en medio de una multitud.

Coincido contigo en que la habilidad para obtener de un territorio ancestral los recursos para la sobrevivencia, es una de las columnas que sostienen la identidad de un pueblo indígena. Por eso pienso que perder esa habilidad es también una de las razones para el desarraigo. Hay un sinnúmero de pueblos tribales en África que se encuentran, ya no sólo en acelerados procesos de desarraigo, sino de extinción física, debido a que sus territorios ya no les ofrecen los recursos que garantizan su pervivencia. Por mi parte no me imagino mayor angustia que vivir en la zozobra permanente de que se puede morir de hambre, como dramáticamente lo ilustra el documental fotográfico de Sebastião Salgado[3] sobre la tragedia de varios pueblos tribales de las regiones del Sahel que cubren el norte del África subsahariana. Son imágenes conmovedoras que hacen soltar las lágrimas. Creo entender que es en este sentido que se emplea el concepto de ‘desplazados ambientales’ para denotar que hay poblaciones que abandonan su territorio porque las condiciones medioambientales fueron de tal manera alteradas, que no es posible que esos territorios puedan albergar vida humana.

Pero quisiera anotar que a pesar de estas enormes diferencias, hay también grandes coincidencias entre los refugiados que llegan a los países europeos y los indígenas desplazados que tocan a las puertas de las grandes ciudades de Colombia. Ambos son ignorados y viven en la penumbra de la conciencia de las sociedades que los reciben. Pero aquí vuelven otra vez las diferencias: En los principales países europeos la presencia masiva de refugiados ha originado movimientos políticos xenofóbicos, que han exacerbado los temores y los odios hacia ellos, lo que es una amenaza a la tradición liberal de Europa: En Francia con el ‘Frente Nacional’, en Alemania con Alternativa para Alemania (AfD), en Italia con el partido ‘La liga Norte’ y en Holanda con el Partido de la Libertad (PVV). En la misma semana en que Trump celebraba su triunfo en EEUU, en Coblenza (Alemania) se reunían los líderes de estos partidos ultraconservadores[4] para proclamar –abandonando todo suerte de tapujos– una Europa libre de “refugiados”. Lo particular de este movimiento generalizado hacia la ultraderecha es que se nutre no solo de la xenofobia. El odio a los extranjeros va unido en no pocas ocasiones al resentimiento contra una clase política indolente con las necesidades de sectores populares.


La diferencia con Colombia es en este sentido grande: No creo que en este país pueda traer réditos políticos crear un movimiento populista de derecha convirtiendo a la población indígena o afrocolombiana desplazada en indeseables, tal como lo logran estos partidos políticos neofascistas y xenófobos de Europa, explotando el pánico y la angustia que despiertan los actos terroristas en el corazón de Europa, para sacar capital político exacerbando el miedo al extraño.

EJ: Si, los indígenas desarraigados, son extraños más no son vistos como enemigos. Simplemente son ‘otros’. Hubo sin embargo momentos en la historia de Colombia en que se presentó a los indígenas como enemigos del progreso, lastres para el desarrollo del país y otras linduras. Y a sus territorios colectivos –resguardos– como “ruinas de un edificio antiguo, inútiles y molestos para la industria, el comercio y la agricultura”, como lo sentenció Tomás Eastman –ministro de Hacienda de Colombia a comienzos del siglo XX– para invitar a resolver el problema del país, disolviendo los resguardos indígenas y ponerlos a disposición de las fuerzas del mercado. A esta invitación a desarraigar a los indígenas, el Estado respondió con empatía hacia los indígenas y no abolió los resguardos. Pero no pudo garantizarles la seguridad a miles de indígenas nómades de la Orinoquia que fueron masacrados y expulsados de sus territorios ancestrales. Estos indígenas Cuiba, Jiw, Betoye, mapayerri, Hitnú, Nükak y un largo etcétera, son la encarnación viviente del desarraigo.

Quisiera añadir algo al respecto, que a veces no se tiene en cuenta, pero que hay que entender. Y es que hay una tendencia natural en los seres humanos a discriminar a los diferentes. Es tan humano el impulso a excluir como el generoso ideal de incluir. Por eso es que ha resultado infructuoso, desde que existe la antropología en el país, procurar que la sociedad colombiana conozca a profundidad a los indígenas para desmontar los prejuicios que se tienen frente a los ‘extraños’. Ha sido más eficiente procurar la tolerancia, el respeto al diferente, conteniendo estos prejuicios para evitar que se desencadene violencia hacia ellos, como sucedio a mediados de los años sesenta en San Rafael de Planas, donde colonos mataron a un grupo de indígenas Guahibos, alegando que no eran seres humanos. Pero coincido contigo, hoy soplan vientos de intolerancia en el mundo y todas las sociedades están expuestas a que surjan movimientos políticos que hagan un uso social y un manejo político del miedo a los diferentes. Si sucedió en la Alemania de Hegel, Goethe, Kant, Beethoven…  ¿podemos estar seguros que esto no pueda suceder en otras partes del mundo, incluso aquí? Y bien, si esto llegara a suceder aquí, significaría  que los colombianos no cuentan —¿han contado alguna vez?— con medios para procesar estos acontecimientos de modo colectivo a través de la comunicación discursiva (Habermas).

RL: Si, sucedió en la Alemania de Hannah Arendt, que tanto admiramos los dos y está sucediendo con el creciente movimiento Alternativa para Alemania (AfD). Por cierto el problema no es sufrir de prejuicios. Lo fundamental para una sociedad es evitar que esos prejuicios se conviertan en principios, que trasladados a la esfera de la ideología son motores de acción política nefastos para los extranjeros, como lo está haciendo el xenófobo de Trump y los nuevos liderazgos neofascistas europeos que hoy amenazan a todos aquellos que aquí hemos denominado como ‘extraños’.

Retomando el tema de los desarraigados indígenas de los Llanos colombianos, creo que hacia futuro se vislumbra algo siniestro en la implementación de los planes de desarrollo económico en el posacuerdo, que no se debe perder de vista: En el portafolio del Estado se encuentra la implementación de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (ZIDRES), una figura que fue aceptada en los acuerdos de la Habana. La implementación de estos planes en territorios ancestrales de estos pueblos semi-nómadaspodría cerrar el círculo del desarraigo para estos “sobrevivientes” de las masacres del Llano.

A este respecto me gustaría saber si en el Colectivo de trabajo al cual perteneces se han esbozado fórmulas teóricas y prácticas para evitar que los pueblos indígenas estén condenados al desarraigo.

EJ: Esta situación de desamparo como la que están viviendo estos pueblos indígenas desarraigados o en vías de desarraigo, se da en un contexto de relaciones de absoluto desconocimiento del ‘otro’, del desarraigado. Relaciones de desconocimiento que no solo involucran al Estado, sino también a las organizaciones que dicen  representarlos. Dada esta situación, parece urgente que esos “otros” se den a conocer. Y la única manera de darse a conocer es mediante la acción política, anunciándose por todos los medios que sean posibles. En las circunstancias actuales, cuando estas poblaciones no pueden ejercer plenamente su ciudadanía, precisamente por su condición de desarraigo, entonces es urgente colocarlos en el mapa de los derechos humanos, buscando que organismos internacionales de derechos humanos, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se apersonen de su situación y expidan medidas cautelares para protegerlos. Eso es algo que hay que hacer en el corto plazo.

Pero a mediano y largo plazo se requiere descolonizar las relaciones entre Estado y pueblos indígenas. Siempre nos ha parecido una proposición inteligente, que para coadyuvar a construir una ética de la descolonización, se hace  necesario ponerse en el lugar de los desarraigados y desde allí indagar las patologías del Estado. Es una especie de antropología al revés. Si la etnología surgió en un contexto colonial, para estudiar el funcionamiento interno de las sociedades objeto de sometimiento, lo que se pretendería ahora es indagar sobre las formas de funcionamiento del Estado, para que estos pueblos desarrollen mecanismos de defensa contra la subordinación. En esta parte la última palabra la tienen los pueblos y las organizaciones indígenas. Y se desea que las dirigencias indígenas asuman con seriedad estos retos.

RL: Si suena inteligente… y pienso que el rol que una persona crítica puede desempeñar es tratar de desnudar al poder, para que los pueblos lo vean tal cual es. Y para un antropólogo con sentido crítico y ético es importante desarrollar practicas concretas con comunidades y pueblos, así sean estos pequeños. Por eso me llamó bastante la atención el trabajo de ustedes con el pueblo embera katío en el Alto Sinú, investigando y colaborando en la construcción de relatos que permitieron a este pueblo constituirse como un sujeto histórico y entenderse como un colectivo capaz de erigir un orden justo, igualitario y una comunidad  profundamente humana.

EJ: Suena también muy razonable políticamente…

RL: Para concluir este dialogo con Efraín, me pareció oportuno leer este epígrafe extraído de un texto de Augusto Roa Bastos sobre los indígenas Aché: “Un pueblo que canta su muerte”, que señala de forma conmovedora, como el desarraigo es la agonía que precede a la extinción definitiva de un pueblo:

“No hay alambradas electrizadas. No hay aparatos demasiado complicados.

El gas letal surge de las epidemias, de los focos infecciosos

a que son sometidos los prisioneros selváticos.

La más mortífera e invisible de las formas de aniquilación, es, sobre todo,

el mismo cercenamiento al indígena de su medio natural, la selva;

la violenta ruptura de sus costumbres; su desintegración cultural

(la integridad física no resiste ante la disolución de la personalidad social”, observa L. Strauss);

el antagonismo fomentado, exacerbado deliberadamente por los captores

entre los prisioneros ya “amansados” y los salvajes aún libres.

He aquí el caldo de cultivo del virus más terrible, el arma más barata,

la fórmula infalible de esta extinción en masa,

precedida de una patética agonía”

Bogotá, febrero 23 de 2017


[1] García Hierro, Pedro & Jaramillo Jaramillo, Efraín: “Pacífico colombiano. El caso del Naya”. Informe IWGIA 2, Bogotá 2008.

[2] La historia de lo que allí sucedió, que cobró la vida a más de un centenar de indígenas y el desplazamiento de igual número de familias, es magistralmente narrada por Juan José Hoyos en el libro “El oro y la sangre”.

[3] Documental “La sal de la tierra” (2014) de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado:

gnula.nu/documental/ver-le-sel-de-la-terre-la-sal-de-la-tierra-2014-online/

[4] La francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders, la alemana Frauke Petry y el italiano Matteo Salvini.

 

Febrero 17, 2017
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Sergio Ramírez – LOS JUECES DE CAIFÁS

 

Apenas he sabido este domingo que Ernesto Cardenal ha sido notificado por medio de una cédula judicial que debe pagar 800 mil dólares en un proceso que le inventaron hace tiempo, cruzo la calle para irlo a ver. Somos vecinos hace tiempo.

Esta casa es el único bien que Ernesto posee sobre la tierra, y nunca ha querido más. Cuando los jueces la subasten, no servirá de mucho para abonar esa deuda de inquina y odio que le cobran. No servirá que sepan que por su puerta entraron un día Günther Grass, Graham Greene, García Márquez, Julio Cortázar, Harold Pinter.

Es la misma casa donde ha vivido por casi cuarenta años, desde el triunfo de la revolución, y desde hace tiempos necesita una mano de pintura. Adentro lo que hay es penumbra, las mismas mecedoras de mimbre en la sala, y en las paredes las fotos desleídas de los muchachos de Solentiname, hijos espirituales suyos, que cayeron en combate o fueron asesinados en las cárceles de Somoza. Y unas cuantas esculturas, cactus, garzas, peces, armadillos, en las que sigue trabajando a sus 92 años, y que son su principal fuente de ingreso.

Entro a su dormitorio conventual. Un catre de monje, otra mecedora, un estante de libros. Por la ventana se mira el verdor del patio. Lo encuentro sentado en el borde de la cama, donde hace sus meditaciones, la primera de ellas a las cuatro de la madrugada. Ha sido fiel con lo que cree, y la pobreza lo acompaña.

Cuando vengan los jueces de Caifás con sus tasadores oficiales a levantar inventario de lo que hay en esta casa para confiscarlo todo, encontraran muy poco. Los mismos viejos muebles, sus libros en los estantes, esos sí, muchos, pero que seguramente no servirán a la voracidad de quienes quieren despojarlo por venganza. Tirria, decimos en Nicaragua. Le tienen tirria por ser tan grande y por hablar tan alto, por no callarse nunca.

Recuerdo a los jueces de Caifás, porque recuerdo su poema de Gethsemani, Ky:

Es la hora en que brillan las luces de los burdeles
y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente.
Las luces del palacio de Somoza están prendidas.
Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra…

Al poeta más grande de Nicaragua le han notificado la sentencia condenatoria, urdida a medianoche, por medio de cédula judicial, como a alguien que no tiene domicilio conocido. El juez que lo ha condenado va a ordenar que lo saquen de esta casa para entregarla al demandante inventado por el poder que quiere humillarlo. Ninguna otra cosa puede esperarse. La pretensión es dejarlo en la calle.

No hay más, poeta, le digo, son unos pocos pasos, se viene para mi casa con sus cuatro bártulos, y sus libros, si es que no le secuestran sus libros. Tulita mi mujer estará feliz de recibirlo. Imagínese lo bien que la vamos a pasar, conversando.

Eso sí, agrego, prepárese para una gran disputa, porque serán miles en Nicaragua los que querrán llevárselo a vivir con ellos también, un honor así no pasa tan fácilmente desapercibido, como no pasa desapercibida esta injusticia colosal a la que lo someten los jueces de Caifás.

Febrero 15, 2017
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¡Deja en paz al poeta!

Carta abierta a Daniel Ortega, presidente de Nicaragua

El escritor uruguayo Fernando Butazzoni, que de 1978 a 1980 fue combatiente del Frente sandinista de Liberación nacional (FSLN), publicó la siguiente carta que ha recibido el apoyo de numerosos intelectuales y artistas de Latinoamérica.

Daniel: ¿Te acordás cuando me dijiste, allá en El Chipote, que admirabas a Ernesto Cardenal y que él era una gloria de Nicaragua? En aquel momento todos estábamos felices porque El Chipote, en el mismo corazón de Managua, ya no era un lugar siniestro. Estaba por fin lleno de luz, de muchachos y muchachas que no tenían miedo. Hasta las aguas de la laguna de Tiscapa parecían menos oscuras.

Eso fue por agosto o septiembre de 1979, cuando la revolución recién empezaba. Aquella tarde viniste al campamento con Javier Pichardo, el Emilio del Frente Sur, y con otros compañeros comandantes. También estaba el flaco Alejandro, y estaba la China a mi lado, un poco asustada, y estaba el Braulio, que después fue embajador, y la hermana de Marisol que parecía una niña disfrazada de soldado. ¿Te acordás?

Luego resultó que tu admiración por el poeta Ernesto Cardenal se convirtió en odio y persecución. Y ahora, casi cuarenta años después, vos y tu mujer siguen ensañados con él, y con trapisondas legales lo quieren humillar sacándole los pocos reales que pueda tener, confiscándole la casa donde vive y dejándolo en la calle. Por cierto que él es un opositor a tu gobierno, pero la revolución sandinista se hizo también para eso: para que los opositores no tuvieran que andar escondidos, para que no los persiguieran ni los torturaran allí, justo allí, en El Chipote donde vos habías estado preso. Vos dijiste que la revolución se hizo para la libertad. ¿Qué pasó, Daniel? ¿Te olvidaste de todo aquello?

En 1979 vos y yo éramos jóvenes. El flaco Alejandro, la China y el Braulio también. Pero Cardenal ya era un cincuentón de barba blanca, un cura flaquito y siempre tímido. Él ya era un patrimonio nacional. Por eso lo nombraste ministro de Cultura, porque su prestigio engalanaba tu gobierno.

Hoy él es un anciano de 92 años, y es un patrimonio del idioma y de toda América Latina. Tiene mucho más prestigio ahora que en 1979. A vos, Daniel, no te pasa lo mismo, aunque tenés mucho más poder y mucha más plata que en aquel entonces. Él es un cura decente, pobre y revolucionario, admirado en todo el mundo. Vos sos apenas un reyezuelo atrapado en su palacio, dizque casi un príncipe consorte.

Todos sabemos que bastaría un gesto emanado de tu corte para que cesen los acosos y el encarnizamiento contra Ernesto Cardenal. Somos miles los escritores y artistas que, en todo el mundo, te exigimos desde hace años que dejes en paz al poeta. Muchos piensan que reclamártelo una vez más es un gesto inútil. En todo caso es un gesto de dignidad que bien merece el pueblo de Nicaragua. Te pido que lo consideres.

Sé que una carta abierta es un método de comunicación bastante reprobable. Pero en este caso es la única manera de intentarlo, ya que tu embajador en Montevideo, el hijo de Licio Gelli, no me merece ninguna confianza, y allá en tu palacio me tienen prohibida la entrada.

Fernando Butazzoni / Ex combatiente del FSLN, ex oficial del Ejército Popular Sandinista.

 

Montevideo 12 de febrero de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Febrero 15, 2017
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Escuela Interétnica ‘Posacuerdo de Paz’ – Encuentro de Tumaco

Casa de la Memoria (Tumaco)

Los días 10,11 y 12 de febrero tuvo lugar en la Casa de la Memoria de Tumaco el II encuentro de la Escuela Interétnica ‘Posacuerdo de Paz’. Participaron en esta escuela 48 personas representando a Consejos comunitarios de diferentes ríos y organizaciones sociales de afrocolombianos e indígenas de la costa pacífica nariñense:

Corporación Camino de Mujer, Asociación de Mujeres Canastiando, Asociación La Lleva, Brisas del Acueducto, Asociación de recicladoras FENIX, ACAPA (Consejo Comunitario del Río Patía Grande, sus brazos y la ensenada de Tumaco), Consejos Comunitarios ‘ Cortina Verde Mandela’, Alto Mira y Frontera, Bajo Mira, Unidad Indígena del Pueblo Awá (UNIPA), Proceso de Comunidades Negras (PCN), Palenque Kurrulao y el Colectivo de Trabajo Jenzera.

Durante el ejercicio de las expectativas que tenían los participantes sobre los acuerdos y su implementación, salió a relucir -semejante a lo constatado en el encuentro de Buenaventura- que había un gran desconocimiento sobre el contenido de los acuerdos, pues no habían participado en espacios de socialización y análisis sobre ellos.

Después de una presentación de los temas acordados en la Habana, los participantes hicieron un recuento de la situación económica, social y organizativa de las comunidades de la región y señalaron sus principales preocupaciones con referencia al posacuerdo de paz.

Un principio de la paz con enfoque territorial es que se consultara a las comunidades sobre los planes y programas que se implementarían en sus territorios. Asombra por lo tanto que una acción sencilla como es la del establecimiento de una Zona Veredal de Transición y Normalización (ZVNT), no hubiera sido acordada con el Consejo Comunitario de la zona.  Igualmente hay desconcierto y malestar por la forma en que se esta abordando la reparación de las víctimas, que se realiza de manera individual, desconociendo las afectaciones y daños causados al territorio y sus comunidades, lo que evidencia una deficiente concepción de los enfoques étnico y territorial.

El principal temor manifestado es que en la región confluyen varios actores armados y el espacio que deja la desmovilización de uno de ellos, así sea el principal, será probablemente ocupado por los otros actores. Además, hay un escepticismo generalizado frente a la capacidad y voluntad  del Estado, pero también de las FARC, para cumplir con lo pactado de resarcir los daños ocasionados por la violencia y el desplazamiento de sus comunidades. Ven con temor  que las economías ilegales, incluida la palma aceitera, que también desplaza, y la minería que destruye ríos, vayan a acrecentarse, esta vez cubiertas con un manto de legalidad. Temen también que solo se desmovilicen las armas y no los intereses económicos y las ideologías que ven a sus territorios como espacios económicos a conquistar. Se sabe por ejemplo que en el Portafolio del Estado existen propuestas para crear Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social, con vinculación del gran capital. De allí que el enfoque étnico y territorial tenga como dimensión la paz ambiental que supere aquellos conflictos sociales causados por actividades económicas que destruyen los territorios colectivos, como la minería del oro, la deforestación para la ganadería, los cultivos de palma aceitera y de coca, y la contaminación de aguas que de estas actividades se derivan.

Consideran que el enfoque étnico y el esquema de construir territorialmente la paz son importantes. Y son estrategias mucho más eficaces para superar estadios de pobreza de la población rural, que las políticas asistenciales o los subsidios a los pequeños agricultores. No obstante desconfían en las instituciones que operarán las políticas sectoriales del posacuerdo, ya que nunca han hecho presencia en territorios con conflictos armados. Pues por lo regular estas instituciones que tradicionalmente han desconocido a las organizaciones comunitarias, entren a trabajar en asocio con la clase política local que acostumbra a capturar gran parte de los recursos que allí llegan, cosa que no es difícil, debido a la debilidad de sus organizaciones, incluyendo las asociaciones de víctimas que intermedian asistencia humanitaria a sus miembros. De allí que las comunidades tengan el reto de convertirse en las  reales protagonistas de los planes de desarrollo con enfoque territorial.

Finalmente hay una serie de aspectos en el posacuerdo que también crean incertidumbre por los posibles conflictos que se generen en las comunidades:  a) ¿Cómo será la reintegración de los ex combatientes indígenas y afrocolombianos en sus comunidades?; b) ¿Cómo se compatibilizarán los derechos de los campesinos a crear Zonas de Reserva Campesina (ZRC) con los derechos de los territorios colectivos en regiones afrocolombianas e indígenas?; c) ¿Cómo se evitará que la participación política a que tienen derecho los indígenas y afrocolombianos, no sea cooptada por otras fuerzas políticas vinculadas a los poderes locales, que no representan los intereses de las comunidades?; y d) ¿Cómo evitar que otras fuerzas armadas ilegales continúen controlando territorios y economías ilícitas que siguen siendo una amenaza para la tranquilidad y la paz en sus comunidades?

Así, la reconstrucción social, económica, ambiental y territorial de las poblaciones étnico-territoriales, se convierte en su estrategia fundamental para alcanzar la paz.

Enero 21, 2017
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La desintegración de las organizaciones indígenas: El camino moderno para la disolución de un movimiento étnico

Efraín Jaramillo Jaramillo / Colectivo de Trabajo Jenzera

Soy consciente que el texto que a continuación leerán ustedes no está dirigido sólo a un público conocedor de la problemática étnica del país. Eso hace más difícil su redacción, pues se deben abordar matices de la historia indígena no suficientemente conocidos o analizados, tratando no sólo temas históricos, sino también abordando temas políticos; es decir hacer una especie de ‘anatomía política del movimiento indígena’. Y lo escribo así porque muchos como yo desean que se abra una discusión en el país sobre el devenir de los pueblos indígenas, discusión que es más acuciosa, ahora que se verán abocados a resolver muchos problemas que emanarán de la implementación de los acuerdos de paz, sobre todo del acuerdo agrario que los involucra directamente. Espero tener suerte en este propósito. No pido a nadie que comparta estas opiniones, o incluso que esté de acuerdo con el supuesto central de este ensayo. Sólo pido que se establezca un diálogo sobre las ideas aquí expuestas, con el fin de apoyar a los pueblos indígenas a delinear sus agendas políticas para que salgan de este extravío en que se encuentran y evitar que terminen de disolverse organizaciones que tantas glorias y satisfacciones le trajeran al país.

Nada más útil para empezar estas notas que recordar lo que Hannah Arendt distinguía como las dos enemigas de la política: la des-politización y la sobre-politización. Para Arendt la despolitización, significaba una total indiferencia por la política, lo que comúnmente conducía a la desintegración de una sociedad. A diferencia de esta apatía por la política, la sobrepolitización convertía en política todas las manifestaciones de la vida (la cultura, el arte, la religión, la historia, la moral, los sueños, el amor,…), lo que acababa no sólo por desnaturalizarlas, sino por suprimír las diferencias de lo político con lo no-político, creando así las condiciones para toda suerte de totalitarismos, que invariablemente han conducido a la liquidación de la política, pues contradicen la esencial condición humana de la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que es la condición de existencia de todas las formas de organización política. Como reacción a los abusos ideológicos de los sistemas autoritarios, emerge también —no siempre surge rebeldía— un rechazo, por la política, una apatía, una despolitización de las sociedades. Se termina ‘tirando al niño con el agua sucia de la bañera’.

Ahora bien parece que actualmente el movimiento indígena de Colombia [1] y sus organizaciones viven un avanzado grado de despolitización que las está llevando a su desintegración. Generalmente se ha buscado la explicación para este fenómeno por fuera de las organizaciones indígenas. Pero aquí, a diferencia de lo que suponía Platón, la verdad no está fuera de la caverna, sino adentro, en las entrañas de las organizaciones indígenas. No es el Estado el que está desintegrando a las organizaciones, ni los partidos políticos que las han seducido o cooptado (otros hablan de infiltración). Son los liderazgos despolitizados los que las están disgregando, causando un gran malestar en sus pueblos y  creando un caos organizativo que hace inviable cualquier programa político coherente, que vaya más allá de demandar recursos al Estado y a las agencias internacionales de desarrollo.

Una pregunta salta a la vista: ¿Cuáles serían las razones de esta despolitización de las organizaciones indígenas? Para encontrar esas razones es necesario hurgar en la historia reciente del movimiento indígena: ‘arrojar luz en la caverna’ para encontrar la verdad que allí está oculta. ‘En lo oculto vive la verdad’, decía Heidegger. Para ello resulta útil remontarse a la época cuando en el Cauca y el Tolima se produjeron los alzamientos indígenas liderados por Manuel Quintín Lame Chantre en la primera mitad del siglo pasado, alzamientos que buscaban impedir la disolución de los resguardos; y a la movilización indígena por la recuperación de las tierras de resguardo que siguió a estos alzamientos, varias décadas después, con la creación del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), en el marco de las luchas campesinas por la tierra a finales de los años 60.

En el Cauca, con características históricas de lucha particulares —insubordinación y rebeldía— se gestó un movimiento indígena que se expandió por toda la zona andina. A los indígenas de estas regiones de los Andes, sus diferencias culturales no fueron obstáculos para unirse en defensa de sus tierras. Por el contrario estas movilizaciones generaron una asombrosa identidad política, que los aglutinó organizativamente. Fueron años de ascenso organizativo y cualificación política que condujeron a la fundación de la mayoría de organizaciones regionales y zonales que hoy existen en el país. Allí están los orígenes de lo que hoy se conoce como ‘movimiento indígena colombiano’.

Ni los campesinos ni los indígenas en esos años de rebelión se plantearon como finalidad expresa de sus levantamientos derrocar al gobierno y cambiar el sistema social que los oprimía. Como lo señalara George Lefebvre para el levantamiento francés de 1789 “cuando los hombres del pueblo recibieron la convocatoria para el levantamiento no sabían a punto fijo lo que eran, ni lo que podía resultar de esa convocatoria, pero por lo mismo tenían más esperanzas.” Para los indígenas caucanos fue igual. Su rebelión no fue el producto de una acción deliberada de una vanguardia. La esperanza de poseer la tierra fue el ímpetu de su rebelión. Por eso ese ímpetu de su movilización no decayó, como sí sucedió con el movimiento campesino, cuando su dirección política revolucionaria decide transformar al naciente movimiento de “La tierra p’al que la trabaja” en la “Organización Revolucionaria del Pueblo”, preparándose para la toma del poder. Fue el fin de la rebelión. La ‘razón revolucionaria’ había transmutado a estos campesinos sin tierra en agentes del cambio social revolucionario, echando a perder (que horror!) su ímpetu rebelde. Se trató de la usurpación de una voluntad popular por una vanguardia. El autoritarismo rayano en totalitarismo de su dirección política llevó a que los indígenas se separaran del movimiento campesino [2] . La sobrepolitizacíon que sufrió el movimiento campesino condujo a su desintegración y paulatinamente a su disolución.  Ahondemos un poco más en esto:

En el origen de esta rebelión indígena no se dieron mayores reflexiones, sobre todo no se discutía hacia donde conduciría la recuperación de sus tierras. Y menos pretender con su alzamiento cambiar el orden social que había impuesto el opresor. Sí buscaban, por supuesto, apropiarse otra vez de sus tierras, para lo cual tenían que derrotar a los que las habían usurpado, negándoles con ello una vida digna. Y lograron su propósito. Su éxito se debió a que no estaban ‘ideológicamente perturbados’ y en vez de abrazar causas utópicas, unieron sus voluntades y concentraron sus fuerzas para derrotar a sus detractores. Estos indígenas no actuaban de acuerdo a aquella lógica que justifica cualquier medio y desvaloriza la existencia en nombre de un imaginario designio, como si la historia tuviera un camino previamente delineado por lógicas estructurales. Poseían la sensatez de no pretender en aras de ese designio sacrificar el presente. Sobre todo “no se creían dueños —¿con qué derecho?— de la razón de la historia”[3].

La desintegración del movimiento campesino, llegaría más tarde al movimiento indígena por dos vías:  la sobrepolitización y la despolitización.

En el Cauca, como desarrollo de sus luchas, se dieron procesos políticos muy particulares, que le dieron una impronta especial al movimiento indígena que allí surgió: Cuando los terrajeros indígenas del Credo en Toribío, de San Fernando y el Gran Chimán en Guambía y de Loma Gorda en Jambaló los más pobres y desposeídos, los más humillados y ofendidos de los indígenas, decidieron a finales de los años 60 impugnar el poder de los terratenientes para recuperar las tierras de sus resguardos, nadie podía presagiar que estaba surgiendo un movimiento que le daría un giro radical a la historia del Departamento del Cauca, puesto que este movimiento fue el barreno que amplió los espacios de participación política a muchos sectores populares del Cauca. Y no es exagerado decir que esta brecha abierta por el CRIC, fue el camino para la modernización política y el progreso social del Cauca.

Se trató pues de un movimiento que ostenta el mérito de haber derrotado a una clase terrateniente excluyente y rentista, cuyo poder se basaba en el control de la tierra. Este movimiento no sólo recuperó la tierra, también despertó el orgullo y el interés por continuar con el proceso de rescate de la identidad cultural, a la cual se le atribuía la fuerza que impulsaba a sus comunidades y sostenía su movimiento. En un proceso que caracterizaron de ‘descolonización’, buscaron en su historia aquellos elementos emblemáticos de su cultura (mitos, leyendas, símbolos) que no sólo eran el cimiento de las estructuras políticas, ideológicas y jurídicas de su movimiento, sino que proveían de contenido filosófico propio a sus luchas.

Así entró este movimiento en una nueva fase que al decir de Varesse, comenzó a desenterrar a sus dioses… “sacando a la utopía del subsuelo, de la clandestinidad a la cual había sido relegada por siglos de opresión” [4]. A la par que continuaba la lucha por la tierra, se ampliaba también el horizonte de esta contienda. Ya no era sólo la tierra para cultivar, sino el territorio ancestral el que tenía que recuperarse, y con él todos los atributos culturales que a este se le asignan. Cuando comenzó a insinuarse, de forma más explícita, una identidad cultural propia vinculada al territorio, comenzó a superarse un ‘reduccionismo económico’ en la concepción de la tierra, que dejo de ser un mero recurso económico, para ser concebida como ‘el hábitat’ donde también medraban una cultura y una identidad propias. La ‘recuperación de la tierra’, se convierte en un sinónimo de ‘recuperación cultural. Pero también al revés: en el cruce de caminos del imperativo de fortalecer la identidad propia y de la necesidad de darle un sustento ideológico y político a sus luchas por la tierra, los indígenas rescatan al territorio como el espacio para el desarrollo económico y construcción de un proyecto de vida propio. Hasta allí las cosas andaban bien.

Nadie sabe sin duda alguna, qué motivó a cierto tipo de liderazgo a distinguir con un lenguaje etno-populista, la búsqueda de una ‘causa final’ como un nuevo horizonte de lucha para sus organizaciones. Buscarían con ello implantar un orden histórico diferente —según ellos superior—, y no importaba si ese orden era la concreción de dictados de la tradición, como es la restauración de un orden social que según esa tradición, una vez fue grande, o era producto de la ‘razón revolucionaria’ comunista, para alcanzar una sociedad sin clases.

Algunos amigos atribuyen la emergencia de este lenguaje etno-populista a la necesidad de un discurso “cultural contestatario” para sustentar la autonomía de su movimiento frente al Estado. Otros ven en este lenguaje la necesidad de disminuir distancias ideológicas con sectores populares en busca de alianzas políticas. Otros sugieren que es un discurso prestado de aquellos movimientos Quechuas y Aymaras de Perú y Bolivia, que tienen como horizonte de lucha la restauración del Tawantinsuyu[5]. Lo más seguro es que sea un mixtura en diversas dosis de las tres cosas. Da igual, pues lo importante de subrayar en este análisis, es que este nuevo lenguaje conllevaba rasgos fundamentalistas que sobrepolitizaban las organizaciones.

Resumiendo:  Cuando en la década del 70 los terrajeros indígenas se lanzaron a recuperar las tierras de sus resguardos, no pensaban. Tumbaban las cercas obedeciendo a un impulso corporal de quienes no desean otra cosa que entrar en el espacio común que legal y legítimamente les pertenecía. Se trataba de “recuperar las tierras de los resguardos” —el primer punto del programa del CRIC—. La diferencia con las acciones revolucionarias es que estas obedecen a un plan y a unas estrategias diseñadas y calculadas políticamente, donde designios imaginarios guían la acción. Cuando “recuperar las tierras de los resguardos” entra en una órbita teleológica, esta sorprendente imaginación indígena la convierte en la “liberación de la madre tierra”. Mientras que las acciones de la rebelión o insubordinación de los indígenas contra sus opresores eran actos que no comprometían sistemas ni razones, la acción revolucionaria tiene el propósito — “necesidad histórica”— de insertar la acción en un programa ideológico[6] diseñado para la consecución de esos fines supra-históricos.

Los indígenas sobrepolitizan su movimiento al enmarcar las acciones en cánones y estrategias de movimientos políticos de izquierda, sacrificando[7] por demás el presente de las comunidades en aras de alcanzar esas metas suprahistóricas:

Liberar la madre tierra es el inicio de un proceso que debe culminar en la sociedad que se ha idealizado, que es donde se verán realizados todos sus sueños y deseos de un mundo sin opresores, en el cual vuelvan a ser dueños y señores de sus tierras: el paraíso en la tierra. Con el objetivo de alcanzar esa ‘sociedad perfecta’ se niegan libertades básicas de la sociedad liberal. Las personas, de acuerdo a esa concepción, son sólo medios destinados a usarse en la consecución de ese proyecto histórico. De allí al totalitarismo no hay sino un paso. Pues el totalitarismo ha sido siempre teleológico.

Paradójicamente hoy estos dos discursos, el de la izquierda revolucionaria y el indigenista, conviven en una argamasa a veces alucinante, que combina símbolos culturales étnicos con categorías ideológicas de la izquierda marxista[8].

Hay más razones para explicar la desintegración de las organizaciones indígenas. La sobrepolitización es una de ellas. La otra causal para la desintegración de las organizaciones se presenta cuando estos mismos liderazgos indígenas —ahora modernizados y más ilustrados— pierden, “…de vista las negociaciones políticas de fondo en favor de interlocuciones técnicas, …replican patrones clientelistas, volviéndose susceptibles a la corrupción, o …centralizan su liderazgo a nivel nacional y se desentienden de sus comunidades…” como se desprende de las investigaciones de Marcela Velasco, profesora de Ciencias Políticas de la Colorado State University[9].

Algunos analistas encuentran la explicación para la despolitización y la consecuente desintegración de las organizaciones indígenas, en los vicios, pérdida de valores y deterioro ético que también trajo una modernidad —tan ‘liquida y extraviada’ como la caracterizó Zigmunt Bauman—, que igualmente alcanzó a los indígenas. De la mano de la desintegración camina una disolución de los referentes colectivos que articulan a las organizaciones y al movimiento en su conjunto, que es la que conduce a la despolitización total. El aspecto llamativo de esta despolitización en los indígenas es la apatía e indolencia que registran por la dimensión real de la problemática de sus comunidades, muchas de ellas agobiadas por la falta de alimentos, agua potable y medicamentos. Pero algo perverso es que estas dirigencias, anestesiadas con la mundanidad” —Papa Francisco—, utilizan los movimientos, alianzas, partidos políticos indígenas y a sus amigos, más como vehículos de promoción personal y menos como herramientas para forjar instituciones económicas y políticas dinámicas que viabilicen el mejoramiento económico y social, y aumenten la capacidad para defender los bienes comunes de sus pueblos. El drama que viven algunas comunidades del Amazonas, la Orinoquia, el Pacífico y la Guajira por falta de alimentos no sucede sólo a causa del conflicto armado, sino porque tienen organizaciones e instituciones mal constituidas (¿les suena los niños Wayúu de La Guajira?).

Aunque la intención era no ejemplificar y mantener el texto en la generalidad, no puedo dejar de mencionar lo que está ocurriendo en Antioquia con la Organización Indígena de ese departamento, la OIA. Lo hago no sólo porque es la región de mis ancestros, sino porque me une con Cristianía (hoy resguardo Karmatarúa) un vínculo muy especial, desde que allí empezó la lucha  por la recuperación de las tierras de su resguardo, hace más de 30 años. Como todo el mundo lo sabe la administración actual de esa organización viene desintegrando un movimiento que en su época de ascenso político y organizativo tuvo grandes ejecutorias en beneficio de los resguardos indígenas, sobre todo en materia de dotación de tierras, y supo sortear con éxito la difícil época de violencia que vivieron sus comunidades, que sin embargo costó la vida a valiosos dirigentes. Hoy sin embargo, como lo comentaban en la Gerencia Indígena de Antioquia y en la Contraloría Departamental, esta organización está siendo investigada por la apropiación personal de cuantiosos recursos suministrados por el Estado, que tenían como destino programas de salud y educación en las comunidades. Obnubilados por los dineros de la cooperación internacional, esta dirigencia no sólo se rehúsa a entregar la dirección de la organización, sino que procura conservarla a como de lugar, bloqueando procesos internos de cambios institucionales que pongan en riesgo sus intereses. Todo esto se lleva a cabo sin ninguna consideración por la organización, de cuyo buen funcionamiento dependen mucho las comunidades. Estas indecentes actuaciones se realizan con connivencia de líderes y personas allegadas a las organizaciones, que voltean la cabeza con asco, para no ver como le tuercen la garganta a la gallina que van a cenar más tarde. Lo principal a señalar aquí, es que esta lamentable situación está conduciendo a la desintegración de la organización: El pueblo tule se ha retirado y varios cabildos embera adelantan conversaciones para abandonar la organización. Una ausencia gradual de representación —y sin representación no hay democracia— que conduce a la disolución. No era por supuesto un objetivo, sino la consecuencia indeseada de una despolitización y la consiguiente corrupción.

En fin, podría objetarse que la corrupción es diferente a la despolitización. Pues no, la corrupción es la consecuencia inmediata y la cara que adopta en Colombia esta despolitización que viene disolviendo al movimiento indígena colombiano, no sólo el social, también el político en sus varias versiones.

Ahora lo que se vive allí y en casi todo el resto de las organizaciones es el acostumbrado tire y afloje de las transacciones entre inescrupulosos; el ‘doy para que me des’ requerido para forjar nuevos acuerdos. Sin duda buscando cambiar algo las cosas. La patética política del gatopardo, para que todo siga igual.

Para finalizar, pienso que hay personas muy integras y serias que conforman la mayoría de las organizaciones indígenas del país. Son personas dispuestas al pensamiento que hasta ahora lo han ejercido libremente. Son personas en fin, que han hecho suyo uno de los lemas más felices de Rosa Luxemburgo: “La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa diferente”. Esta libertad se va a mantener. Quiero además creer, que va a ser así. Porque si no fuera así, no valdría la pena seguir apoyando a organizaciones vaciadas de sentido.

 

Bogotá, enero 20 de 2017


[1] El movimiento indígena colombiano como tal es una abstracción. Lo utilizamos aquí para englobar todo lo que se mueve alrededor de los indígenas y sus organizaciones sociales y políticas. La realidad es que hay dos organizaciones centrales a nivel nacional que agrupan a organizaciones regionales y locales de los pueblos y comunidades indígenas:  La Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y las Autoridades Indígenas de Colombia (AICO); a nivel macro-regional existe la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (OPIAC); a nivel regional encontramos cerca de 60 organizaciones que agrupan a pueblos y comunidades locales de un departamento, de una región o de un río.

[2] El movimiento indígena caucano hacía parte de la ANUC como secretaría indígena.

[3] Fernando Mires: ‘Camus después de Camus’.

[4] Stefano Varesse: “Los dioses enterrados”.

[5] Una “utopía arcaica” (Vargas Llosa) poéticamente planteada en el mito del Inkarri (contracción de “Inka Rey”), según la cual serán derrotados los españoles y se restaurará el orden del mundo quebrado por la invasión. Según el historiador Franklin Pease el mito viene difundiéndose en los Andes de Perú, Bolivia y Ecuador desde el siglo XVIII.

[6] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.

[7] Característica sobresaliente de una izquierda impaciente e impetuosa, cuyo poder para destruir solo es comparable con su impotencia para construir.

[8] Asombra ver también como algunos intelectuales de izquierda combinan de forma extravagante, conceptos marxistas con arcaísmos ruralistas y doctrinas esotéricas de dudoso origen.

 

Diciembre 17, 2016
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Antropología y política en el posacuerdo

Efraín Jaramillo Jaramillo
Colectivo de Trabajo Jenzera

 

 

 

 

 

 

 

En un coloquio anterior([1]) expresé algunas opiniones sobre el posconflicto y el posible surgimiento de un movimiento populista que termine restándole más legitimidad a la democracia liberal. Como consecuencia de esas opiniones algunos amigos se expresaron negativamente, argumentando que estas opiniones descreían de la necesaria confianza del pueblo colombiano en la renovación de sus instituciones, sobre todo criticaban mi excesiva desconfianza en el futuro político del país. Otros sin embargo me pidieron que ampliara más la idea que tenia de la relación de los movimientos étnicos con la política. A responder estos comentarios y a ampliar más las ideas y conceptos expresados, me voy a ocupar en este texto. En mi ayuda traigo algunas notas de artículos anteriores. No sobra decir que no temo errar al pensar, que al decir de Hegel es el primer error que se comete.

*   *   *

No obstante la desmovilización de grupos armados informales —la paramilitar y la insurgente— y su integración a la vida política del país, la paz demorará mucho en llegar a las regiones de los pueblos étnico-territoriales. También tomará mucho tiempo devolverles los territorios usurpados, y repuntan con perversidad los atropellos a indígenas y afrocolombianos en varias regiones, sobre todo en aquellas zonas que son estratégicas para el desarrollo de macro proyectos agroindustriales, mineros, ganaderos o de cultivos ilícitos. Estará entonces por verse la anunciada modernización del agro colombiano con base en el desarrollo de los acuerdos de paz, empezando por democratizar la propiedad rural para enmendar una de las infamias del país que ha retrasado  el desarrollo de su sociedad y su economía y originado el surgimiento de todos los conflictos armados que ha tenido el país, al mantener al margen de la tierra a cientos de miles de familias campesinas. Todo esto ha conducido a que en estos pueblos crezca la incertidumbre y se mantenga la percepción de que el país en que viven continúa siendo hostil para sus proyectos de vida.

Ahora que se avecina la contienda electoral del 2018, son muchos los colombianos que abogamos por la emergencia de un movimiento social popular que articule las demandas de los diversos sectores sociales, empezando por la más importante, que es transformar la forma de hacer política, reforzando aquellas tendencias democratizadoras que quieren construir un país más incluyente en lo político. Esta es una reivindicación social aplazada por los partidos políticos del establishment colombiano, pero también por los partidos de izquierda también ‘establecidos’, que se arrogan el derecho de representar a todos los sectores de la sociedad. Y el peligro de que siga eternamente aplazada esta al orden del día, puesto que la agenda de democratización política quieren enmarcarla dentro de lo acordado en La Habana, donde los dos establecimientos —de derecha e izquierda— definieron la agenda de lo político, algo así como el coloquial ‘hagámonos pasito’ de los colombianos. La agenda de ‘lo acordado’ no puede convertirse en una camisa de fuerza para la democratización política del país

Haber tenido durante tantas décadas un sistema social que ha excluido sistemáticamente a campesinos, afrocolombianos y a indígenas del desarrollo social y económico, no ha significado que no se hayan producido algunas transformaciones que los han favorecido. Estas transformaciones no las encontramos en la base material de la sociedad, sino en el ámbito de la cultura([2]). Aunque no se han dado rupturas en el sistema social, sí observamos cambios en la esfera de la cultura que auguran nuevos desarrollos sociales. Y es que los períodos históricos se identifican no sólo por cambios económicos o transformaciones de las relaciones sociales. Se caracterizan principalmente por rupturas en las percepciones colectivas sobre la sociedad, la economía y la política. Si en los discursos de la derecha o de la izquierda no encontramos referencias a la cultura como un elemento constitutivo de la reproducción social, se debe a que persiste en estos sistemas de pensamiento una idea de lo cultural subordinada a lo económico y a lo político. En el real socialismo la cultura fue colonizada por la política, degradándola a dogma propagandístico del realismo socialista, que el régimen estalinista impuso para sustentar una ideología de Estado. En el capitalismo la cultura fue colonizada por la economía, que el mercado se encargo de convertirla en mercancía.

Hechos históricos nos enseñan sin embargo, que las comunidades y los pueblos, se movilizan menos por lo que es la realidad en sí, como más por la representación que tienen de ella. Y estas representaciones obedecen a modelos culturales y formas particulares de percibir los hechos y los entornos sociales.

La importancia de la identidad cultural para la movilización de sus pueblos, ya la habían comprendido los pueblos indígenas, que no obstante su exclusión, venían construyendo un discurso con base en las percepciones que tienen de lo que es la política, pero también sobre la forma de ajustar políticamente a sus organizaciones para defenderse del sistema de dominación oligárquico que gobierna a Colombia. Fueron desarrollando un discurso político que cuestiona la legitimidad de la oligarquía, el bipartidismo y el clientelismo, y pone en entredicho el centralismo y autoritarismo en el manejo del Estado. Es también un discurso que denota la falta de confianza en los partidos de la izquierda tradicional, debido a su manifiesta falta de sentido para interpretar expresiones sociales modernas como la problemática étnica y la interculturalidad, para mencionar sólo aquellas a las cuales nos referimos en este texto.

Algo importante en este discurso es que considera al Estado como un espacio de construcción institucional. Una construcción a la cual todos estamos convocados, pues de nuestra participación depende también que todos nos sintamos comprendidos en el Estado y aceptemos ser representados por él. Busca entonces construir un Estado representativo, donde tengan expresión pública todas las formas de organización social existentes. Según Hannah Arendt no es posible concebir otro poder legítimo que no se origine a partir de la voluntad común.

Este enfoque constructivista no levanta un muro infranqueable entre Estado y Sociedad, puesto que del tipo de Estado que construyamos dependerá el tipo de sociedad que tendremos en el futuro. Este discurso sostiene también que para construir ese Estado y propiciar el cambio social, se requieren unas reglas de juego diáfanas que sean aceptadas universalmente. Importa entonces no sólo lo que queremos construir, sino también el cómo lo construimos. Este discurso se aleja por lo tanto de aquella visión que le asigna a un solo sujeto social el papel de ser el único depositario de las ideas esenciales de un proyecto revolucionario, al cual se deben subordinar los programas del resto de sujetos sociales. En consecuencia se opone a toda suerte de vanguardismos, sean estos armados o desarmados.

Como corolario de lo anterior este discurso demanda que todos y cada uno de los sectores sociales se apersonen de los aspectos políticos de sus reivindicaciones para evitar su estrangulamiento o distorsión por parte de programas globalizantes, repetitivos y uniformes. De aquí se deriva el requerimiento de dejar que fluyan libremente en un ambiente ampliamente democrático, la diversidad de planteamientos reivindicativos de los sujetos sociales, asunto aún más importante, tratándose de sociedades multiculturales como las nuestras. La nueva institucionalidad que propone, debe tener muchos rostros, parecerse a nosotros y por lo tanto, tener como fundamento la diversidad cultural.

Reivindicar la discusión política libre, llevó a Hannah Arendt a examinar de forma crítica la democracia representativa y a abogar por un sistema de consejos o formas de democracia directa, entendiendo la política como participación y como virtud cívica y acción que busca el bien común; y a defender un concepto de ‘pluralismo’ en el ámbito político, pues según ella, era gracias al pluralismo, que se generaría el potencial de una libertad e igualdad políticas entre las personas.

Este nuevo discurso apunta entonces a descolonizar la cultura y a reorganizar la sociedad y el Estado a partir del reconocimiento de la diversidad de producción cultural de la Nación; apunta por lo tanto a la urgencia de abordar la interculturalidad en la construcción de una nueva institucionalidad, incluyente en lo político, y democrática en lo económico, social y cultural.

El desconocimiento de la diversidad cultural conduce a reforzar la intolerancia de aquellas ideologías que no sólo han obstaculizado los acercamientos entre pueblos, sino que han estancado las ideas y exacerbado las diferencias culturales que han llevado no pocas veces a pogromos de pueblos y culturas. El rechazo y la resistencia a la intolerancia condujo en los países del ‘real socialismo’ al surgimiento de nuevos nacionalismos que vienen despedazando Estados, en un proceso, en ocasiones sangriento, que aún no termina. En otros países que viven bajo la égida capitalista, el desconocimiento de identidades culturales ha conllevado también a que irrumpan movimientos contestatarios que enarbolan sus rasgos culturales con fundamentalismo. Y es que el fundamentalismo es un producto del desconocimiento de algo (una confesión, un pensamiento, un movimiento) o de alguien (un grupo humano, una raza, un grupo étnico), pero también es un camino que a menudo se adopta para defenderse de algo o de alguien.

Cuando un discurso —cultural, religioso, capitalista, feminista, clasista, guerrerista, o aún pacifista— busca de manera unilateral y con métodos coercitivos —materiales o espirituales— subordinar la totalidad de la realidad social a su punto de vista, corre el riesgo de producir mentes fundamentalistas en sus seguidores. Las respuestas que generan en sus antagonistas suelen ser del mismo tenor fundamentalista.

Tanto los indígenas como los afrocolombianos, en los momentos fundacionales de sus movimientos, se hicieron la pregunta acerca de las identidades culturales de sus pueblos y ‘hurgaron’ en su historia buscando aquellos rasgos culturales que les daban identidad como pueblos, pues intuían que allí se encontraba la fuerza para juntarse, crecer y lanzarse a cambiar el mundo adverso que les habían impuesto. Estaban en lo cierto, pues la cultura es también una visión del mundo, una forma de expresar y definir lo que los pueblos sienten, desean y aspiran ser, que son los motivos que los movilizan.

Sin embargo, el hecho de que veamos el surgimiento de un discurso alternativo, no significa que haya total claridad sobre él y tampoco, que todo lo nuevo que haya en él, signifique un avance social. Más aún, es difícil hablar de un solo discurso. Sólo con cierto grado de generalización, podemos agrupar todos estos nuevos discursos bajo el término de ‘alternativos’, por cuanto responden a la búsqueda de formas alternas para construir un nuevo país. En las etnias para reclamar derechos propios en materia territorial y un reconocimiento de derechos culturales y políticos, como es la libre determinación.

Los indígenas iniciaron sus luchas proponiéndose recuperar la tierra. Y es al fragor de esta lucha que surge el movimiento indígena, es decir dejan de ser pueblos pasivos, inertes, y se transforman en pueblos activos en constante transformación, que es la característica de la aparición de un pueblo político. 

En los albores de estas formaciones sociales, tanto el movimiento indígena como el afrocolombiano no plantearon una ruptura con el Estado y menos cambiar el orden social existente. Buscaban un reconocimiento de derechos, que les permitiera seguir creciendo, transformándose políticamente y consolidar sus movimientos. Lo que no sucedió con el movimiento campesino de la ANUC, cuya orientación ideológica buscó convertir al movimiento en una organización revolucionaria para la toma del poder, liquidando no sólo al movimiento, sino también a las luchas más importantes que se han dado por la tierra en Colombia.

Algunos profesionales de la política que han desertado de ideologías totalitarias, también elaboran nuevos discursos políticos, buscando con ello contrarrestar las ‘camisas de fuerza’ de esas ideologías para orientar las luchas sociales. Estos amigos, así liberados de amarras ideológicas, descubren la importancia de los nuevos movimientos sociales, desatendidos e ignorados por los partidos de izquierda. Pero no faltan los casos en que se van al otro extremo, identificando en cualquier levantamiento, protesta o motín, la génesis  de un movimiento social, llegando al extremo de asignarle a estos sectores movilizados roles políticos, que ellos nunca se han planteado. Son abusos teóricos, que se vuelven inmorales cuando pasan por alto las reales necesidades de estos sectores sociales, por las cuales se movilizan. Vuelven a las mismas ‘mañas’ que criticaban.

Algunos de estos ‘nuevos’ discursos logran con relativo éxito incorporarse a movimientos sociales de raíz cultural, étnica o agraria. Con alto grado de generalización, podemos identificar dos tendencias. Una que parte de un reconocimiento a la importancia de los nuevos movimientos sociales en las luchas populares actuales. Ponen, no obstante mucho énfasis en una, por ellos definida característica: la de ser movimientos pasajeros, transitorios, con dificultades para transformarse en sujetos sociales. Y ya que la forma de existencia de un sujeto social es la política, plantean la urgencia de introducir desde afuera “la línea política correcta”, para conjurar un extravío o evitar su cooptación por partidos de derecha. Llevada hasta las últimas consecuencias esta idea, lo categórico es preservar la organización política, aun en desmedro del movimiento social. Ya esto lo vimos en el caso del movimiento campesino de la ANUC. Es el subterfugio atribuido a Hegel, cuando a la crítica de que su teoría era contraria a los hechos, respondió: “tanto peor para los hechos”. En fin, tampoco tiene fundamento lógico culpar al marxismo por las consecuencias que originan las prácticas trogloditas de la izquierda revolucionaria. Sería semejante a “culpar a la termodinámica de que estalle la caldera de un tren a vapor y mate a los pasajeros”, como lo ejemplificó jocosamente Marx.

La otra tendencia es aquella que fatigada de los abusos ideológicos y manipulaciones de los partidos de la izquierda revolucionaria, afirma que el movimiento social lo es todo y que la política distorsiona el accionar propio del movimiento. Esta tendencia (acusada por la anterior de anarquista) opta por separar al movimiento de las organizaciones de izquierda, debido a la falta de sensibilidad de estas para entender fenómenos de movilización tan especiales como los étnicos. Una insensibilidad que se revela en la instrumentalización que hacen de ellos. Distanciarse de la acción política de las organizaciones de izquierda se consideró entonces necesario para que el movimiento pudiera ‘madurar’ y desarrollarse con cierto margen de autonomía. Esta tendencia había cobrado fuerza dentro de algunos movimientos sociales, especialmente el indígena, en la década del 80 del siglo pasado, desarrollando un ‘estilo de trabajo’ que contribuyó al ascenso político y a la consolidación de la más importante organización indígena, el CRIC. No obstante, esta tendencia “autonomista” llevada al extremo por algunas organizaciones indígenas, es tanto o más peligrosa que la primera, porque en variados casos se asume una postura neutra ante el Estado y, como ya lo han demostrado algunas experiencias, termina de la mano de los partidos tradicionales o en la cama con el gobierno, que es la consecuencia de renunciar al derecho a hacer política y a ser gobierno en sus territorios. Aquí otra vez, el movimiento campesino de los años setenta, ofrece ejemplos ilustrativos de estas dos tendencias.

A nuestro parecer, de lo que se trata es de continuar en la contienda, abierto a nuevos caminos e ideas, sin renunciar a hacer política, pues no se puede arrojar al niño con el agua sucia de la bañera.

Un buen ejemplo de un movimiento social exitoso que no se dejó ‘quebrar el espinazo’, ni pudo ser cooptado o desviado por el establecimiento polaco, fue el que surgió de las huelgas obreras en los astilleros de Danzig —mencionado en el coloquio anterior—, que condujo a la formación de “Solidaridad”, un movimiento que desafiando el totalitarismo del partido comunista, inició el proceso de democratización que acabó con el dominio soviético sobre Polonia.

Otro ejemplo es el del movimiento indígena actual, que surge en el Cauca durante las luchas campesinas por la tierra en los años 70 del siglo pasado. Este movimiento recuperó todas las tierras de los resguardos, se amplió a otras zonas del país y terminó siendo uno de los movimientos sociales más exitosos de Colombia y quizás de América.

Lo que queremos indicar es que si bien es cierto, para el surgimiento de un movimiento social, se requiere previamente de la movilización de la gente en procura de conquistas sociales y económicas, no toda manifestación o movilización de la gente conduce a la formación de un movimiento social. Pero tampoco es suficiente un discurso, por muy coherente que sea, para generar un movimiento social. Un ejemplo de ello lo tenemos en los bien elaborados discursos de numerosos intelectuales que ha tenido el pueblo afrocolombiano. Recién ahora como producto de sus luchas por la defensa de sus territorios, se está constituyendo un movimiento afrocolombiano.

Parece ser, que lo que se entiende por movimiento social es un espacio organizativo intermedio entre la sociedad que se moviliza y el Estado. Y esa movilización en la búsqueda de conquistas sociales se transforma en movimiento, en la medida en que asegura una estructura organizativa que le garantiza cohesión y posibilita que su gestión tenga repercusión en la esfera de la política. De no tener repercusión en la política, obligando al Estado a acceder a sus demandas, puede moverse todo en la sociedad, sin fortuna de que se convierta en un movimiento social.

Pero aun así, el movimiento social es muy frágil y puede ser ‘desvertebrado’ o cooptado por el Estado. Miremos dos ejemplos. En Alemania el movimiento ecologista logró articular varias iniciativas de grupos alternativos: pacifistas, feministas, ambientalistas, libertarios, etc. Igualmente desarrolló una forma particular de organización del trabajo que hacía las veces de estructura interna, para evitar que fuera cooptado por el Estado. Esa trayectoria del movimiento ecologista alemán condujo a que se convirtiera en un sólido partido, el “partido verde”, con gran influencia en la política de ese país.

En Japón, donde el discurso ecologista impregnado de panteísmo fue muy fuerte, y muchos esperábamos que iba a ser el movimiento ecologista por excelencia, sucedió lo contrario. El capitalismo japonés recogió el trabajo de los grupos ecologistas y lo integró en su proyecto industrialista. Así, el factor ecológico se convirtió en un factor más del desarrollo del capitalismo japonés y no en un factor de su negación. Es pertinente mencionar, sin hacer una apología del capitalismo japonés, que este movimiento y su cooptación fue exitoso en términos ambientales. Pues en este país se consume por habitante menos energía que la que consume un inglés, teniendo el japonés un mejor y más alto nivel de vida que el inglés, lo que se aprecia en el hecho de que Tokio sea una de las urbes menos polucionadas del planeta.

Para que las movilizaciones indígenas por la tierra en el Cauca condujeran a la formación de un movimiento indígena, fue decisiva la existencia de los cabildos (gobiernos propios de los resguardos indígenas), que le dieron estructura a su programa de lucha y permitió mantenerse en el tiempo sin ser destruido, a pesar de la fuerte represión que recibió. Para que su práctica y su gestión hubieran sido exitosas, evitando la cooptación por parte del Estado, fue importante la forma en que el movimiento indígena se apropió de ‘nuevas formas organizativas para el manejo de sus luchas y orientación de sus reivindicaciones. Se trataba de luchas de bajo perfil que no ‘compraban’ peleas infructuosas de las que no pudieran salir airosos, de acuerdo con la correlación de fuerzas del momento; tampoco se identificaban con contiendas que no eran las suyas. Se trataba de principios organizativos que buscaban ampliar su capacidad de lucha, a partir de una creciente participación y capacitación de sus bases y mejoramiento de las condiciones de vida de sus comunidades.

Un aspecto central que diferencia al movimiento indígena del Cauca de otros movimientos sociales en Colombia es que los indígenas decidieron movilizarse no en contra de algo —el Estado por ejemplo— sino a favor de sus reivindicaciones, principalmente las que tenían que ver con la tierra, la base fundamental de su reproducción material. Los dirigentes indígenas con visión  pragmática intuyeron, que recuperar las tierras de los resguardos les abría un camino para escapar a la oprobiosa situación social de sus comunidades. Y en verdad, hoy casi cuatro décadas después de que un puñado de terrajeros empobrecidos iniciara la lucha por recuperar sus tierras, estas comunidades no sólo mejoraron sus condiciones económicas, sino que con ello potenciaron su capacidad política para gestionar sus asuntos.

A continuación queremos ahondar más en el movimiento social étnico y su vinculación con la política, que es el tema central de este texto.

Colombia ha vivido en su historia reciente una serie de conflictos sociales que han estallado en movilizaciones, protestas y paros cívicos. La mayoría se han disuelto en cuestión de días o semanas. La interpretación que estos fenómenos han merecido, como lo mencionamos antes, es que la movilización requiere de un discurso organizativo que le asegure permanencia en el tiempo y llegue a incidir en la política, si aspira a convertirse en movimiento social. Una evaluación crítica de los movimientos sociales que han logrado cierta estabilidad y permanencia en el tiempo nos permite descubrir que así como han tenido avances, también han tenido retrocesos. Estos avatares se originan no solo por las formas de intervención del Estado (cooptación, conciliación o represión). También ha tenido que ver con la construcción misma del discurso, en lo cual, como también lo dijimos antes, se han cometido abusos.

En los más conocidos paros cívicos se ha tratado de diferentes sectores sociales e iniciativas populares, una especie de “unidad confederativa” de diferentes sectores que convergen en determinadas reivindicaciones y aspiraciones sociales. Estos paros no obedecían a determinadas líneas políticas, aunque allí confluyesen organizaciones políticas, ni eran paros sindicales, aunque participaran obreros. Tampoco eran paros agrarios, aunque participaran campesinos, ni eran indígenas, ecológicos, feministas, religiosos o informales, aunque allí estuvieran presentes cristianos de base, indígenas, mujeres, ambientalistas, desempleados, etc.

Según la visión de determinadas vanguardias de la izquierda revolucionaria, estos paros no tienen un orden y parecieran más una especie de rebeldía caótica de los sectores populares, demandando determinados bienes o servicios del Estado. De allí que surjan discursos políticos para ordenar el supuesto caos o anarquía. El discurso con más experiencia para intervenir en este tipo de fenómenos de rebeldía social es el de la izquierda revolucionaria. Lo usual ha sido que se intente superar la supuesta “anarquía” dándole prioridad a una de las partes —la más avanzada— para  que promueva (“jalone”, se dice) el proceso, lo que ha conducido en muchos casos al retiro de otros sectores. Este ha sido el camino más expedito para agotar las posibilidades de conformación de un movimiento. En algunos casos el Estado no ha tenido necesidad de intervenir para romper  el movimiento. El mismo se liquidó.

Lo que buscamos ahora en Colombia es aprender de los errores del pasado y  encontrar un equilibrio entre las partes que conforman el movimiento social, dándole a cada cual su justo valor y reconocimiento de sus fortalezas y aportes. Pues sólo por esa vía podemos reactivar las experiencias, tradiciones y luchas concretas de múltiples sujetos sociales, para ponerlas al servicio de un movimiento social pluricultural que recupere el Estado para la mayoría de los colombianos. Estos no son sólo postulados políticos, sino también éticos. En este sentido es que citamos la sentencia de  Nietzsche de que “La democracia era un asunto de los débiles”, idea que habría recogido el Nacional Socialismo para apuntalar su proyecto de dominación. Empero Nietzsche tenía razón, pues los débiles necesitan practicar la democracia si algún día quieren ser fuertes.

En la constitución de cualquier movimiento social, y más tratándose de movimientos alternativos, debemos honrar como si fueran nuestras, las reivindicaciones de todas las partes, y admitir que todos tenemos algo que decir y que aportar en su desarrollo y construcción. Esto no quiere decir, que en determinado momento alguna o varias partes, no puedan desarrollar la capacidad de interpretar situaciones y coyunturas y por lo tanto aglutinar a todas las demás y orientarlas, pues esto también hace parte de las reglas de juego de la democracia. Pero de lo que estamos seguros es que no existen leyes históricas, que determinen cual es esa de las partes que debe orientar al movimiento social, como ha sido la clase obrera en la teoría marxista, o el imanato en el Islam chiíta.

En los movimientos sociales se reconoce, entonces, un momento de madurez que le da carta de ciudadanía para su entrada a la esfera de la política. Pero aun, teniendo esta madurez, hay otro requisito importante, que es la voluntad y decisión del movimiento de dar este paso. Si no hay voluntad y decisión para ello, por más que se diga que hay madurez, el movimiento social no se va a transformar en movimiento político. Pero también, sin madurez, todo intento de trasladar las reivindicaciones socio-económicas y culturales a la esfera de la decisión política, termina siendo una farsa, susceptible de manipulación.

Ahora bien, ante la crisis del sistema liberal colombiano también existe la eventualidad de que diferentes sectores del campo y la ciudad y otras iniciativas sociales se articulen para buscar ampliar la democracia. Este es el caso de movimientos sociales como el “Congreso de los Pueblos” y “Marcha Patriótica”, que son unidades confederativas de organizaciones sociales.

No obstante no sabemos como evolucionarán estas organizaciones en el posconflicto, pues decíamos que todavía era incierto dibujar su futuro, ya que se desconocen las recomposiciones de los partidos de izquierda, una vez las FARC se constituyan como partido político y se decanten otras propuestas políticas como las de un ‘gobierno de transición’, que vienen proponiendo. Estas ‘unidades confederativas’ tienen en sus comienzos, como decíamos en el artículo pasado, una fase populista, y dependerá de un liderazgo colegiado de las organizaciones que lo conforman, que se profundice en la democracia y no derive en un movimiento autocrático que termine restringiéndola, como se presenta con algunos vecinos. Pero igual, es posible concebir que pueda haber populismos que compelidos por la necesaria gobernabilidad, introduzcan un proceso democrático que resuelva los problemas que hoy impiden la modernización del país. Y en verdad, a todo movimiento populista le llega la hora de la gobernabilidad que es la que pone a prueba al movimiento. Eso le sucedió a Chávez, a su epígono Maduro, pero también a Ortega, Evo, a Petro y a otro largo etcétera.

Bogotá, diciembre 16 de 2016

Noviembre 21, 2016
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ESCUELA INTERÉTNICA: “Territorios y gobernabilidad de los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos en el marco del posacuerdo de La Habana. Realidades, oportunidades y conflictos.”

Del 14 al 18 de noviembre de 2016, en la Sede del Instituto MATÍA MULUMBA de Buenaventura se llevó a cabo la primera de las cuatro escuelas programadas para el Pacífico. En esta ocasión participaron delegados afrocolombianos de los ríos Naya —entre ellos una delegación de la Asociación de mujeres AINÍ— Yurumanguí, Cajambre, Raposo, Mallorquín, Anchicayá, Bajo San Juan y del Consejo Comunitario de Zacarías. Igualmente se hicieron presentes campesinos del Alto Naya, indígenas eperara siapidaara del resguardo Joaquincito y embera Chamí del resguardo Karmatarua (Antioquia). La escuela fue acompañada por dos dirigentes del PCN/Buenaventura y un mayor guambiano y líder histórico del CRIC.

La agenda tuvo como tema central el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC y los retos que este tiene para los pueblos étnico-territoriales y para los campesinos, pues es en el marco del posacuerdo, que los pueblos más vulnerables, como son los pueblos  afrocolombianos, indígenas y campesinos,  tendrán que movilizar todas sus energías para poder jugar un papel protagónico y evitar que en la implementación de los acuerdos no se enajene lo acordado. Lo que actualmente se tiene en la mano es un acuerdo y un compromiso entre las partes (Gobierno y FARC), que podrá, o no materializarse.

Coincidieron los dirigentes afrocolombianos, indígenas y campesinos, en que el papel de sus comunidades no puede ser el de hacer las veces de espectadores o meros garantes de los acuerdos. Por el contrario se debe aprovechar esta oportunidad para adelantar una campaña por las reivindicaciones políticas y territoriales que aún se encuentran por conquistar y consolidar, y asegurar las ya alcanzadas. Es por eso esencial conformar y acompañar a la “Comisión Étnica para la Paz y la defensa de los derechos territoriales”, acordada en  el “Capítulo Étnico” de los acuerdos de paz.

El marco del acuerdo es estrecho y está circunscrito a que la sociedad en su conjunto se movilice para construir un país más justo, equitativo y solidario. Esto solo se puede hacer realidad si se cambian las condiciones económicas, políticas y sociales que históricamente han determinado las desigualdades en Colombia. Se percibe en los dirigentes una buena dosis de escepticismo y muchos no confían en que este proceso vaya a cambiar estas condiciones, que hicieron posible medio siglo de guerras.  Para decirlo en palabras de William Ospina: “Algo en el corazón de la sociedad presiente que una paz sin grandes cambios históricos, una paz que no siembre esperanzas, es un espejismo, hecho para satisfacer la vanidad de unos políticos y la hegemonía de unos poderes, pero no para abrirle el horizonte a una humanidad acorralada por la necesidad y por el sufrimiento…”

Un aspecto que destacaron los debates es que las FARC al transformarse en partido o movimiento político, permite crear condiciones para el retorno de afrocolombianos e indígenas desplazados a sus tierras y posibilita un proceso de justicia por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante el conflicto. Pero, sobre todo permite consolidar la vida democrática del país y alentar a las comunidades a que tomen en sus manos la conducción de sus vidas para ser sujetos de su propio desarrollo, sin que hayan armas de por medio coartando las decisiones políticas de sus organizaciones. Esta Escuela quiere ser un apoyo y catalizador más de este trabajo que ya vienen desarrollando las organizaciones y contribuir en el estudio y debate de los temas del posacuerdo con aquellas comunidades que recién empiezan a definir sus áreas de trabajo, para posicionarse como actores políticos con posibilidades de intervenir en sus regiones y poder incidir en los planes y programas que se desarrollarán en el marco del posacuerdo. Un logro en este sentido sería un valioso aporte para construir relaciones interétnicas entre las comunidades, organizaciones y pueblos, lo que ayudaría el fortalecimiento de proyectos alternativos ya existentes en las regiones, que ha sido la filosofía y espíritu de trabajo del Colectivo Jenzera.

En síntesis, la escuela interétnica retomó de nuevo el camino y colocó un grano de arena más en el encuentro de coincidencias entre grupos étnico-territoriales, que aún diferenciándose por sus culturas e historias particulares, tienen un eje común del cual dependen sus vidas como pueblos: El territorio y la gobernanza autónoma.

 

 

Noviembre 9, 2016
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Política, guerra y cataclismo


Efraín Jaramillo Jaramillo. Colectivo de Trabajo Jenzera
Los que han vivido un sismo hablan de que los cataclismos llegan antecedidos por un ruido lúgubre, como antesala del desastre. Algo similar piensa García Márquez de la guerra en ‘Cien años de soledad’, que vendría acompañada de un rumor funesto. En ambos casos, tanto el choque de las placas tectónicas como el choque de las armas siguen un curso tenebroso, generando muerte y desolación a su alrededor. También en política se presentan situaciones similares, cuando dos posiciones se confrontan. Y como sin confrontación no puede haber política —el espacio natural de la política es el del antagonismo—, el choque entre dos placas tectónicas nos ofrece por analogía un modelo para entender la forma abominable como ha operado nuestro sistema político en Colombia, el real por supuesto.
Los terremotos son tanto más devastadores cuanto más impetuosa es la colisión de las placas tectónicas y una —literalmente— ‘se monte’ sobre la otra; vienen entonces una serie de fricciones entre las placas —lo que se conoce como réplicas—, muchas de ellas también demoledoras, hasta que llega un momento de reacomodo de las placas, cesan las fricciones y vuelve de nuevo la tranquilidad a la corteza terrestre. Pero hay que decir algo más: El cataclismo es sólo el desenlace final de una tensión entre las placas, una tensión que se libera cuando una de ellas se sobrepone a la otra.
En nuestro sistema político sucede algo similar, cuando dos fuerzas políticas se enfrentan para conquistar el poder del Estado. La colisión entre las fuerzas lleva a que una de las fuerzas ‘se suba’ sobre la otra. Las tensiones terminan, después de ‘replicados’  enfrentamientos, cuando una de las fuerzas reconoce la victoria de la otra. Por lo regular, en un sistema democrático liberal, esa colisión de las fuerzas políticas es pacífica y la victoria se obtiene por la vía electoral. En variadas ocasiones sin embargo, se ha tratado de asaltos al poder, derrotando por la fuerza de las armas al adversario, lo que llevó a Karl von Clausewitz a decir que “la guerra es la continuación de la política por otros medios.”
Colombia es un ‘laboratorio’ social para analizar históricamente esta contingencia de la política. Quizás las veces que no se ha tomado el poder por la fuerza han sido la excepción.
Alguien comentaba, cuando en relación al movimiento campesino todavía era posible, sin mediación de las ideologías, hacer debates sobre la situación de la distribución de la tierra en Colombia, que la historia de Colombia podría resumirse al enfrentamiento entre aquellos que le arrebataban con violencia la tierra a los campesinos y a los indígenas y aquellos que se organizaban para no dejársela quitar o para buscar recuperarla. Las últimas décadas de la historia de Colombia es un ejemplo de ello.
En los años 50 del siglo pasado, se inició una época terrible, que en menos de 10 años cobró la vida de por lo menos 300.000 campesinos. El producto final de esta época llamada “la violencia”, fue el despojo de tierras a cerca de 400.000 familias campesinas y la conformación de latifundios con base en ese despojo. Esta violencia fue la respuesta de una oligarquía terrateniente a un proceso anterior de avance campesino en los años 30 y 40, que logró apoderarse de buena cantidad de tierras de grandes hacendados, utilizando las reformas legales en favor de parceleros y arrendatarios introducidas por Alfonso López Pumarejo, primer presidente liberal después de varias décadas de hegemonía conservadora, un partido ligado a los intereses de los terratenientes y la iglesia.
En los años setenta comenzó de nuevo una movilización por la tierra que revertió a manos campesinas una considerable cantidad de tierras([1]). Es esa época también cuando empiezan de nuevo las movilizaciones indígenas en defensa de las tierras de los resguardos. Decimos “de nuevo”, porque en los años 20 y 30 los indígenas del Cauca habían dado grandes luchas para evitar que los terratenientes se apoderaran de las tierras indígenas, como había sucedido en el departamento de Nariño, la región que para ese entonces era la más indígena de Colombia. Esas luchas del Cauca habían sido dirigidas con éxito por el ex terrajero([2]) páez Manuel Quintín Lame.
La violencia paramilitar de los años 90 contra campesinos, negros e indígenas tuvo como objetivo el despojo sistemático de la tierra y los recursos ambientales. Lo fatídico de esta última etapa de confrontación es que estuvo también acompañada de una inusitada crueldad para descolocar a sus oponentes. Se trató en parte de una estrategia macabra, asociada a los intereses de viejos y nuevos latifundistas para recuperar y ampliar sus fundos, con el agravante de que la tierra en Colombia se había convertido en la principal  estrategia de acumulación y lavado de activos provenientes del tráfico de drogas, reviviendo en vastas regiones del país un sistema social, que algunos catalogan de  señorial latifundista. Este sistema implantado por los ‘victoriosos’ tenía como base económica grandes extensiones de tierra donde “pasta apaciblemente” el ganado, mientras miles de familias campesinas se aglomeran alrededor a contemplar estos “vacíos rumiantes”, en tierras de alta productividad agrícola.
La violencia y desplazamiento forzoso de la gente del campo afectó de forma severa a los pueblos indígenas, colocando en peligro de extinción a varios de ellos. Los más afectados han sido aquellos que no tienen titulo de los territorios que tradicionalmente habitan, como los grupos seminómades del Llano. Esta violencia a la gente del campo, tenía como fin zanjar definitivamente a favor de los terratenientes el poder sobre la tierra. No de otra forma se puede entender aquel montaje ideológico para fundar una nueva Colombia (la vieja, la de los clérigos y los señores de la tierra).
Para terminar. Mientras las sociedades vienen optimizando los estándares técnicos en la industria de la construcción para evitar los daños de los inevitables cataclismos que causan la colisión de las placas tectónicas, no hemos desarrollado dispositivos legales y éticos para evitar los daños que producen en nuestro sistema político la colisión de intereses que compiten por el poder. En los sistemas biológicos, los seres vivos generan múltiples mecanismos para la sobrevivencia. Y generan leyes (“lo que vive, quiere mantenerse con vida”) en el proceso de su reproducción. En la historia de las sociedades esas leyes para la sobrevivencia no existen. Y aunque en este caso no es válida una extrapolación, si es posible deducir que el equivalente de esa ley para la sobrevivencia de la sociedad es la política. Por eso los que hacen política deben ser juzgados por las consecuencias de sus acciones en el mantenimiento o destrucción de sus sociedades.
Quizás el tan anhelado acuerdo de paz sea la oportunidad para dejar claras las reglas que todos debemos acatar en la contienda por conquistar el poder político, sobre todo que sean evidentes las lineas rojas que no se pueden cruzar, para reducir el riesgo de que una confrontación política desemboque en guerra.
Bogotá, octubre 4 de 2016
([1]) Esta contienda de los campesinos por la tierra se dio durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, cuando se puso en marcha un plan de reforma agraria y abrió espacios políticos para que los campesinos se organizaran y ocuparan latifundios en todo el país. 

(2) En el sistema de terraje, el propietario de la tierra cede en usufructo un pedazo de tierra al indígena, a cambio de que este le preste servicios personales o le entregue una parte de lo producido, algo similar al Huasipungo en Ecuador.

 

Octubre 17, 2016
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¿Rebeldes o revolucionarios?*

Efraín Jaramillo Jaramillo, Colectivo de Trabajo Jenzerá

Recuperación indígena de tierras. Hacienda Cobaló, Cauca 1974. Foto Jorge Silva.

 

De entrada debo confesar la satisfacción que me produce tratar este tema teniendo como referencia las luchas indígenas por la tierra en Colombia. Este texto resulta del análisis que he venido haciendo sobre los discursos de líderes indígenas, discursos que han estado últimamente crispados por desavenencias ideológicas, y en consecuencia por competencias por el poder político en regiones con amplia presencia indígena. En este texto no voy a referirme únicamente a la diferencia que existe entre ‘rebeldía’ y ‘revolución’, que para muchos puede significar lo mismo, pero que no es así. Más aún: son conceptos que en variadas situaciones son incompatibles, como lo ilustra, para el caso indígena, el rompimiento del líder Páez Manuel Quintín Lame  —el rebelde por antonomasia— con su lugarteniente y secretario José Gonzalo Sánchez, cuando éste adhirió al partido comunista. ¡Nos jodimos!, diría Quintín([1]). Este hecho catalogado por algunos historiadores, como la prueba reina del pensamiento mesiánico y esencialista de Quintín, es a mi juicio uno de los momentos más lúcidos del legendario líder, que le pondría una impronta propia al movimiento indígena caucano. Voy a referirme también a la metamorfosis que han sufrido algunos líderes indígenas, que para obtener el apoyo de sus pueblos postulan, con un farragoso lenguaje etno-populista como horizonte de lucha, la búsqueda de una causa final, un amanecer de una nueva humanidad”([2]), es decir, el establecimiento de un orden histórico superior, no importa si este orden es la concreción de dictados de la tradición —restauración de un orden que una vez fue grande([3])— o es producto de la lógica de la ‘razón revolucionaria’ comunista, como “necesidad histórica” para alcanzar una sociedad sin clases sociales, o una mixtura entre las dos, que combina símbolos culturales étnicos y categorías ideológicas de izquierda([4]).

En ambos casos esta idea teleológica de la Historia —¿alucinación indigenista?—, por restablecer un orden social violentado por la conquista, se torna ideológica en el momento en que, para la consecución de esos fines supra-históricos, los indígenas enmarcan sus acciones en cánones y estrategias de movimientos políticos de izquierda, sacrificando por demás el presente de las comunidades en aras de alcanzar esas metas. No sé quién dijo que esa sociedad así idealizada —semejante a la paz que hoy anhelamos los colombianos— era tan difícil de alcanzar en este mundo, que las religiones solo la prometían en el más allá. Y aquí radica la principal diferencia entre una rebelión y una revolución, conceptos que corresponden a realidades diferentes.

La rebelión es un acto que realiza un individuo o una comunidad para liberarse de una situación que le desconoce su ser. Puede ser un acto humillante como fue el caso del joven tunecino  Mohamed Bouazizi, que se inmoló después que la policía le confiscó su carrito de frutas, acto que desencadenó una revuelta en el país y que se expandió por todo el mundo árabe derrocando autocracias en Libia, Egipto y el propio Túnez, revueltas que aún no terminan. ¿Qué fue lo que condujo a ese joven a decir “no va más”, en su caso “no voy más”, y a inmolarse para rechazar indignado a quien le negaba su propio ser? Ese acto de rebeldía no surgió de una reflexión. No provino del pensamiento, o de un juicio sobre la oprobiosa situación que vivía el país con el dictador Zine El Abidine Ben Ali, en el poder desde 1987.

El caso indígena en Colombia fue similar. La rebelión que empezó en el Cauca en 1971, se originó cuando la la falta de tierras se volvió una situación inaguantable para la sobrevivencia de las familias indígenas. Así haya por ahí algunos confundidos de la izquierda que reclamen para sí o para otros la autoría de este levantamiento, lo cierto es que fueron los terrajeros indígenas del Credo en Toribío, de San Fernando, del Gran Chimán en Guambía y de Loma Gorda en Jambaló, los que decidieron hace más de 40 años poner fin a la indignante situación que vivían por la ausencia de tierras para cultivar. Y como en todos estos casos, siempre hubo un momento crucial, una “gota que rebosó el vaso”, los perjuicios causados por aumentos en el terraje en los años que precedieron a los levantamientos, las injurias y atropellos recibidos por gamonales y por la iglesia durante la época de ‘la violencia’ fueron fraguando la rebelión, que explota en momentos en que el movimiento campesino se movilizaba por la tierra en Colombia. Con anterioridad al movimiento campesino ya se habían presentado rebeliones indígenas en el Cauca. La más conocida fue la desencadenada por Manuel Quintín Lame en defensa de la dignidad([5]) y las tierras indígenas. No era una lucha entre clases sociales. Eran dos formas de ver, sentir y relacionarse con la tierra las que se encontraban enfrentadas. Dos mundos irreconciliables y en permanente colisión. El hecho de que coincidieran la rebelión de los terrajeros con el alzamiento de los campesinos, hizo que se viera la rebelión indígena como un producto de la ‘indoctrinación’ —lo que para la época llamaban ‘concientización’— de los grupos de izquierda.

Tanto los campesinos como los indígenas en esos años de rebelión nunca se plantearon como finalidad expresa de su levantamiento la conquista de un nuevo orden. Como lo señalara George Lefebvre para el levantamiento francés de 1789 que condujo al derrocamiento de la monarquía más poderosa de entonces, “cuando los hombres del pueblo recibieron la convocatoria no sabían a punto fijo lo que eran ni que podía resultar de la convocatoria, pero por lo mismo tenían más esperanzas.”

Para el movimiento campesino colombiano fue igual. Su rebelión no fue el producto de una acción deliberada de una vanguardia. La esperanza de poseer la tierra fue el ímpetu de su rebelión, un ímpetu que comenzó a declinar cuando la orientación del movimiento la usurpa la razón revolucionaria, que sometió con su ideología imperiosa al campesinado y anuló la rebeldía. El naciente movimiento de “La tierra para quien la trabaja” fue transformado en la “Organización Revolucionaria del Pueblo”, relegando las aspiraciones de esa oleada de menesterosos de tierra. Y ya sabemos sabemos como terminó esa rebeldía. Lo mismo se intentó hacer con el naciente movimiento indígena caucano, pero afortunadamente el rastro de Quintín aún estaba fresco y esta vez el movimiento no “se jodió”.

Treinta años antes de esta lucha de ‘terrajeros’ indígenas por la tierra, había surgido en el Sur del Tolima una rebelión campesina contra el gobierno conservador que había convocado a una cruzada contra los campesinos liberales. Perseguidos por la Policía surgió el primer grupo de autodefensa liberal, liderado por Gerardo Loaiza un campesino de Génova (Quindío) que llegó a Rioblanco (Tolima) para hacer finca.  Hacia 1950 atraídos por el prestigio de Loaiza llegaron a la región dos pequeños grupos armados: Uno dirigido por Isauro Yossa, ex líder sindical de formación comunista procedente de Chaparral, y otro por Pedro Antonio Marín, un campesino  de raigambre liberal nacido también en Génova y sobrino político de Loaiza. Liberales y comunistas unieron sus huestes con un mando unificado para enfrentar al gobierno.

A instancias del camarada Isauro Yossa, se trajeron instructores para la formación ideológica y política de los guerrilleros. No habían pasado cuatro años cuando los camaradas consideraron pertinente recomponer el mando unificado, remover a sus miembros liberales y nombrar un estado mayor que tuviera enlace directo con el comité central del partido comunista. Loaiza rechazó el procedimiento de los camaradas y protagonizó la primera ruptura política en la guerrilla liberal. “Yo soy un liberal limpio” dijo. Ese fue el origen de la división entre “Limpios” y “Comunes”. Los “Limpios” permanecieron en el partido liberal, mientras que los “Comunes” adhirieron al partido comunista. Cuatro años después los “Comunes” se convirtieron en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como brazo armado del partido comunista, instaurando la política de la combinación de todas las formas de lucha. Posteriormente y fracturados en dos líneas políticas (soviética y prochina)  se encerraron en el monte.

Fue el fin de la rebelión. La ‘razón revolucionaria’ había transmutado a estos campesinos en agentes del cambio social revolucionario, echando a perder el impetu rebelde. Ese fue el inicio de una lucha armada de más de 50 años, que, como diría García Márquez, borró de la memoria la ‘razón rebelde’, el motivo de su sublevación.

Lo que se presentó con el levantamiento popular de 1789 que condujo a la revolución francesa, semejante al levantamiento de los comuneros en el Virreinato de la Nueva Granada en 1781, eran insurrecciones generalizadas, donde los rebeldes, inmersos en la fascinación de la movilización, se encontraban distantes de la posibilidad de controlar los efectos de sus propias acciones. Ignoraban hasta dónde podrían conducir sus actos, desconocían cuál sería el papel a representar en el nuevo escenario donde proyectaban presentarse. En el curso de los acontecimientos estas rebeliones o fueron aniquiladas (la comunera) o fueron tomando un curso más definido (la francesa). En palabras de Bernard-Henri Lévy: “Una revolución no se hace en un día, ni en dos años. Es un acontecimiento de larga duración, oscuro, conflictivo, en el que los avances repentinos vienen seguidos de retrocesos desesperantes… fue (la francesa) una interminable revolución que tuvo que pasar por el Terror, la Reacción de Termidor, dos imperios y una Comuna ahogada en su propia sangre, antes de contemplar el nacimiento de la República definitiva.”

Para Hannah Arendt estas rebeliones son producto de “fuerzas naturales y pre-políticas”, que no establecen distinción entre violencia y poder. El argumento de Hannah Arendt es que no es posible concebir otro poder legítimo que no se origine a partir de la voluntad común. Estas reflexiones las hacía Hannah Arendt siguiendo de cerca los acontecimientos en Hungría con la rebelión de 1956, que cuestionó al gobierno estalinista impuesto por la Unión Soviética. En esa ocasión soldados húngaros se unieron al levantamiento y derrocaron al régimen pro-soviético. Consejos improvisados de los rebeldes arrebataron el control al Partido comunista húngaro y nombraron un nuevo gobierno encabezado por Imre Nagy, que disolvió la policía secreta y prometió restablecer elecciones libres. El ‘politburó’, tras haber anunciado su voluntad de negociar con el nuevo gobierno el retiro de las fuerzas soviéticas, cambió de idea y decidió aplastar la rebelión. El ejército soviético invadió a Hungría el 4 de noviembre de 1956. Para enero de 1957, el nuevo gobierno de János Kádár instalado por los soviéticos, había aniquilado la rebelión. Imre Nagy se entregó confiando en las garantías que se le dieron. Fue condenado a muerte y ejecutado dos años después.

En el caso húngaro, como también en los otros casos, se trató de un levantamiento espontaneo, sin conspiraciones, sin planes de acción manifiestos. Esa manifestación espontánea “originada a partir de la voluntad común” del pueblo húngaro y aplastada por los tanques soviéticos, guarda (curiosa paradoja) alucinante similitud con el tipo de revolución que Marx había imaginado, revolución que era liquidada con la aprobación de todos los partidos comunistas —“era la guerra fría” se dice hoy a manera de explicación o disculpa—. La paradoja puede ser aún más grande, cuando presenciamos que reconocidos líderes de la izquierda internacional veían con displicencia estas tiranías —que jamás debieron ser consentidas por gente dispuesta al pensamiento— mientras alzaban su voz contra los ultrajes que las metrópolis capitalistas daban a sus colonias.

En el origen de las rebeliones indígenas no se diero mayores reflexiones, sobre todo ninguna ha pretendido cambiar el mundo. Han querido sí derrotar a los que les han usurpado sus tierras y negado sus vidas. No estaban ideológicamente contaminados y en vez de abrazar causas utópicas, concentraban sus fuerzas y voluntades en derrotar a sus detractores. El punto es, si todavía no se ha entendido hacia dónde quiero ir, que estos rebeldes indígenas no estaban impregnados de aquella lógica que justifica cualquier medio y desvaloriza la existencia en nombre de un imaginario designio, como si la historia tuviera un camino previamente delineado por lógicas estructurales.

Poseían la sensatez de no pretender en aras de ese designio sacrificar el presente. Sobre todo “no se creían dueños (¿con qué derecho?) de la razón de la historia”([6]).

Para el caso de los indígenas del Cauca la rebelión no terminó en revolución. Afortunadamente, pues hubiera sido la negación de todas sus rebeliones, como vimos que sucedió con el movimiento campesino de la ANUC.

Cuando en la década del 70 los terrajeros indígenas armados de azadones, picas y palas se lanzaron a recuperar las tierras de sus resguardos, no pensaban. Al tumbar las cercas obedecían a un impulso corporal de quienes no desean otra cosa que entrar en el espacio común que legal y legítimamente les ha pertenecido. La diferencia con las acciones revolucionarias es que estas obedecen a un plan minuciosamente diseñado y políticamente calculado, donde designios imaginarios guían la acción: “recuperación de las tierras de sus ancestros” se convierte en “liberación de la madre tierra”([7]). Mientras que la rebelión (individual o colectiva) es un acto que no compromete sistemas ni razones, la revolución tiene el propósito de enmarcar la acción en una idea, en un programa ideológico([8]). Y si detrás de la “liberación de la madre tierra” hay un programa ideológico ajeno a las necesidades del presente, la pregunta que obviamente nos asalta es ¿Y quién va a liberar la madre tierra de esos libertadores?

No podría cerrar estas notas sin recordar algunos nombres de aquellos rebeldes que se levantaron contra los que le negaban la vida a sus pueblos y por eso saltaron las cercas para hacerse de nuevo a la tierra, o se levantaron contra aquellas ideologías que en nombre de la revolución o de las razones de Estado, les negaban también su ser. Y fueron asesinados por eso, por rebeldes: Avelino Ul, Benjamín Dindicué, Cristóbal Secue, Rosa Elena Toconás, Mario Sánchez, Genaro Yonda, Justiniano Lame, Genaro Sánchez, Marden Betancur, Rodolfo Maya Aricape y un largo etcétera en Colombia.

Por último no podemos dejar de mencionar en este texto al ‘sarra’ (líder guerrero) del pueblo embera katio del Alto Sinú que se rebeló contra los usurpadores de siempre para defender la vida y la dignidad de su pueblo, amenazadas por la represa de Urra. ¡Qué falta hace al movimiento indígena colombiano en estos momentos el talante rebelde de nuestro querido amigo Kimy Pernía!

 


*Lectura editada de una ponencia presentada en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima) en el marco de las reflexiones sobre etnohistoria y política, en el departamento de antropología, teniendo como referencia las luchas de indígenas andinos por la tierra.

[1] Según Juan Friede, su compadre Quintín, recordando este hecho, habría dicho: “ese vergajo dañó la lucha y nos jodimos” (conversación personal, Bogotá 1981).

[2] Pareciera de un militante de “Sendero Luminoso”, pero se lo escuché a un líder páez.

[3] Se encuentra en boga a nivel continental un movimiento que como dice Stefano Varesse “…está desenterrando a sus dioses. Está sacando a la utopía del subsuelo, de la clandestinidad a la cual había sido relegada por siglos de opresión”. Varesse, S.: “Los dioses enterrados”.

[4] Asombra ver como algunos intelectuales de izquierda combinan de forma extravagante, conceptos marxistas con arcaísmos ruralistas y doctrinas esotéricas de dudoso origen.

[5] El texto de Quintín en el que expone las razones de su lucha, se titula precisamente “En defensa de mi raza”.

[6] Fernando Mires, Camus después de Camus

[7] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y, en consecuencia, si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.

[8] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.