Antropología y política en el posacuerdo

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Efraín Jaramillo Jaramillo
Colectivo de Trabajo Jenzera

 

 

 

 

 

 

 

En un coloquio anterior([1]) expresé algunas opiniones sobre el posconflicto y el posible surgimiento de un movimiento populista que termine restándole más legitimidad a la democracia liberal. Como consecuencia de esas opiniones algunos amigos se expresaron negativamente, argumentando que estas opiniones descreían de la necesaria confianza del pueblo colombiano en la renovación de sus instituciones, sobre todo criticaban mi excesiva desconfianza en el futuro político del país. Otros sin embargo me pidieron que ampliara más la idea que tenia de la relación de los movimientos étnicos con la política. A responder estos comentarios y a ampliar más las ideas y conceptos expresados, me voy a ocupar en este texto. En mi ayuda traigo algunas notas de artículos anteriores. No sobra decir que no temo errar al pensar, que al decir de Hegel es el primer error que se comete.

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No obstante la desmovilización de grupos armados informales —la paramilitar y la insurgente— y su integración a la vida política del país, la paz demorará mucho en llegar a las regiones de los pueblos étnico-territoriales. También tomará mucho tiempo devolverles los territorios usurpados, y repuntan con perversidad los atropellos a indígenas y afrocolombianos en varias regiones, sobre todo en aquellas zonas que son estratégicas para el desarrollo de macro proyectos agroindustriales, mineros, ganaderos o de cultivos ilícitos. Estará entonces por verse la anunciada modernización del agro colombiano con base en el desarrollo de los acuerdos de paz, empezando por democratizar la propiedad rural para enmendar una de las infamias del país que ha retrasado  el desarrollo de su sociedad y su economía y originado el surgimiento de todos los conflictos armados que ha tenido el país, al mantener al margen de la tierra a cientos de miles de familias campesinas. Todo esto ha conducido a que en estos pueblos crezca la incertidumbre y se mantenga la percepción de que el país en que viven continúa siendo hostil para sus proyectos de vida.

Ahora que se avecina la contienda electoral del 2018, son muchos los colombianos que abogamos por la emergencia de un movimiento social popular que articule las demandas de los diversos sectores sociales, empezando por la más importante, que es transformar la forma de hacer política, reforzando aquellas tendencias democratizadoras que quieren construir un país más incluyente en lo político. Esta es una reivindicación social aplazada por los partidos políticos del establishment colombiano, pero también por los partidos de izquierda también ‘establecidos’, que se arrogan el derecho de representar a todos los sectores de la sociedad. Y el peligro de que siga eternamente aplazada esta al orden del día, puesto que la agenda de democratización política quieren enmarcarla dentro de lo acordado en La Habana, donde los dos establecimientos —de derecha e izquierda— definieron la agenda de lo político, algo así como el coloquial ‘hagámonos pasito’ de los colombianos. La agenda de ‘lo acordado’ no puede convertirse en una camisa de fuerza para la democratización política del país

Haber tenido durante tantas décadas un sistema social que ha excluido sistemáticamente a campesinos, afrocolombianos y a indígenas del desarrollo social y económico, no ha significado que no se hayan producido algunas transformaciones que los han favorecido. Estas transformaciones no las encontramos en la base material de la sociedad, sino en el ámbito de la cultura([2]). Aunque no se han dado rupturas en el sistema social, sí observamos cambios en la esfera de la cultura que auguran nuevos desarrollos sociales. Y es que los períodos históricos se identifican no sólo por cambios económicos o transformaciones de las relaciones sociales. Se caracterizan principalmente por rupturas en las percepciones colectivas sobre la sociedad, la economía y la política. Si en los discursos de la derecha o de la izquierda no encontramos referencias a la cultura como un elemento constitutivo de la reproducción social, se debe a que persiste en estos sistemas de pensamiento una idea de lo cultural subordinada a lo económico y a lo político. En el real socialismo la cultura fue colonizada por la política, degradándola a dogma propagandístico del realismo socialista, que el régimen estalinista impuso para sustentar una ideología de Estado. En el capitalismo la cultura fue colonizada por la economía, que el mercado se encargo de convertirla en mercancía.

Hechos históricos nos enseñan sin embargo, que las comunidades y los pueblos, se movilizan menos por lo que es la realidad en sí, como más por la representación que tienen de ella. Y estas representaciones obedecen a modelos culturales y formas particulares de percibir los hechos y los entornos sociales.

La importancia de la identidad cultural para la movilización de sus pueblos, ya la habían comprendido los pueblos indígenas, que no obstante su exclusión, venían construyendo un discurso con base en las percepciones que tienen de lo que es la política, pero también sobre la forma de ajustar políticamente a sus organizaciones para defenderse del sistema de dominación oligárquico que gobierna a Colombia. Fueron desarrollando un discurso político que cuestiona la legitimidad de la oligarquía, el bipartidismo y el clientelismo, y pone en entredicho el centralismo y autoritarismo en el manejo del Estado. Es también un discurso que denota la falta de confianza en los partidos de la izquierda tradicional, debido a su manifiesta falta de sentido para interpretar expresiones sociales modernas como la problemática étnica y la interculturalidad, para mencionar sólo aquellas a las cuales nos referimos en este texto.

Algo importante en este discurso es que considera al Estado como un espacio de construcción institucional. Una construcción a la cual todos estamos convocados, pues de nuestra participación depende también que todos nos sintamos comprendidos en el Estado y aceptemos ser representados por él. Busca entonces construir un Estado representativo, donde tengan expresión pública todas las formas de organización social existentes. Según Hannah Arendt no es posible concebir otro poder legítimo que no se origine a partir de la voluntad común.

Este enfoque constructivista no levanta un muro infranqueable entre Estado y Sociedad, puesto que del tipo de Estado que construyamos dependerá el tipo de sociedad que tendremos en el futuro. Este discurso sostiene también que para construir ese Estado y propiciar el cambio social, se requieren unas reglas de juego diáfanas que sean aceptadas universalmente. Importa entonces no sólo lo que queremos construir, sino también el cómo lo construimos. Este discurso se aleja por lo tanto de aquella visión que le asigna a un solo sujeto social el papel de ser el único depositario de las ideas esenciales de un proyecto revolucionario, al cual se deben subordinar los programas del resto de sujetos sociales. En consecuencia se opone a toda suerte de vanguardismos, sean estos armados o desarmados.

Como corolario de lo anterior este discurso demanda que todos y cada uno de los sectores sociales se apersonen de los aspectos políticos de sus reivindicaciones para evitar su estrangulamiento o distorsión por parte de programas globalizantes, repetitivos y uniformes. De aquí se deriva el requerimiento de dejar que fluyan libremente en un ambiente ampliamente democrático, la diversidad de planteamientos reivindicativos de los sujetos sociales, asunto aún más importante, tratándose de sociedades multiculturales como las nuestras. La nueva institucionalidad que propone, debe tener muchos rostros, parecerse a nosotros y por lo tanto, tener como fundamento la diversidad cultural.

Reivindicar la discusión política libre, llevó a Hannah Arendt a examinar de forma crítica la democracia representativa y a abogar por un sistema de consejos o formas de democracia directa, entendiendo la política como participación y como virtud cívica y acción que busca el bien común; y a defender un concepto de ‘pluralismo’ en el ámbito político, pues según ella, era gracias al pluralismo, que se generaría el potencial de una libertad e igualdad políticas entre las personas.

Este nuevo discurso apunta entonces a descolonizar la cultura y a reorganizar la sociedad y el Estado a partir del reconocimiento de la diversidad de producción cultural de la Nación; apunta por lo tanto a la urgencia de abordar la interculturalidad en la construcción de una nueva institucionalidad, incluyente en lo político, y democrática en lo económico, social y cultural.

El desconocimiento de la diversidad cultural conduce a reforzar la intolerancia de aquellas ideologías que no sólo han obstaculizado los acercamientos entre pueblos, sino que han estancado las ideas y exacerbado las diferencias culturales que han llevado no pocas veces a pogromos de pueblos y culturas. El rechazo y la resistencia a la intolerancia condujo en los países del ‘real socialismo’ al surgimiento de nuevos nacionalismos que vienen despedazando Estados, en un proceso, en ocasiones sangriento, que aún no termina. En otros países que viven bajo la égida capitalista, el desconocimiento de identidades culturales ha conllevado también a que irrumpan movimientos contestatarios que enarbolan sus rasgos culturales con fundamentalismo. Y es que el fundamentalismo es un producto del desconocimiento de algo (una confesión, un pensamiento, un movimiento) o de alguien (un grupo humano, una raza, un grupo étnico), pero también es un camino que a menudo se adopta para defenderse de algo o de alguien.

Cuando un discurso —cultural, religioso, capitalista, feminista, clasista, guerrerista, o aún pacifista— busca de manera unilateral y con métodos coercitivos —materiales o espirituales— subordinar la totalidad de la realidad social a su punto de vista, corre el riesgo de producir mentes fundamentalistas en sus seguidores. Las respuestas que generan en sus antagonistas suelen ser del mismo tenor fundamentalista.

Tanto los indígenas como los afrocolombianos, en los momentos fundacionales de sus movimientos, se hicieron la pregunta acerca de las identidades culturales de sus pueblos y ‘hurgaron’ en su historia buscando aquellos rasgos culturales que les daban identidad como pueblos, pues intuían que allí se encontraba la fuerza para juntarse, crecer y lanzarse a cambiar el mundo adverso que les habían impuesto. Estaban en lo cierto, pues la cultura es también una visión del mundo, una forma de expresar y definir lo que los pueblos sienten, desean y aspiran ser, que son los motivos que los movilizan.

Sin embargo, el hecho de que veamos el surgimiento de un discurso alternativo, no significa que haya total claridad sobre él y tampoco, que todo lo nuevo que haya en él, signifique un avance social. Más aún, es difícil hablar de un solo discurso. Sólo con cierto grado de generalización, podemos agrupar todos estos nuevos discursos bajo el término de ‘alternativos’, por cuanto responden a la búsqueda de formas alternas para construir un nuevo país. En las etnias para reclamar derechos propios en materia territorial y un reconocimiento de derechos culturales y políticos, como es la libre determinación.

Los indígenas iniciaron sus luchas proponiéndose recuperar la tierra. Y es al fragor de esta lucha que surge el movimiento indígena, es decir dejan de ser pueblos pasivos, inertes, y se transforman en pueblos activos en constante transformación, que es la característica de la aparición de un pueblo político. 

En los albores de estas formaciones sociales, tanto el movimiento indígena como el afrocolombiano no plantearon una ruptura con el Estado y menos cambiar el orden social existente. Buscaban un reconocimiento de derechos, que les permitiera seguir creciendo, transformándose políticamente y consolidar sus movimientos. Lo que no sucedió con el movimiento campesino de la ANUC, cuya orientación ideológica buscó convertir al movimiento en una organización revolucionaria para la toma del poder, liquidando no sólo al movimiento, sino también a las luchas más importantes que se han dado por la tierra en Colombia.

Algunos profesionales de la política que han desertado de ideologías totalitarias, también elaboran nuevos discursos políticos, buscando con ello contrarrestar las ‘camisas de fuerza’ de esas ideologías para orientar las luchas sociales. Estos amigos, así liberados de amarras ideológicas, descubren la importancia de los nuevos movimientos sociales, desatendidos e ignorados por los partidos de izquierda. Pero no faltan los casos en que se van al otro extremo, identificando en cualquier levantamiento, protesta o motín, la génesis  de un movimiento social, llegando al extremo de asignarle a estos sectores movilizados roles políticos, que ellos nunca se han planteado. Son abusos teóricos, que se vuelven inmorales cuando pasan por alto las reales necesidades de estos sectores sociales, por las cuales se movilizan. Vuelven a las mismas ‘mañas’ que criticaban.

Algunos de estos ‘nuevos’ discursos logran con relativo éxito incorporarse a movimientos sociales de raíz cultural, étnica o agraria. Con alto grado de generalización, podemos identificar dos tendencias. Una que parte de un reconocimiento a la importancia de los nuevos movimientos sociales en las luchas populares actuales. Ponen, no obstante mucho énfasis en una, por ellos definida característica: la de ser movimientos pasajeros, transitorios, con dificultades para transformarse en sujetos sociales. Y ya que la forma de existencia de un sujeto social es la política, plantean la urgencia de introducir desde afuera “la línea política correcta”, para conjurar un extravío o evitar su cooptación por partidos de derecha. Llevada hasta las últimas consecuencias esta idea, lo categórico es preservar la organización política, aun en desmedro del movimiento social. Ya esto lo vimos en el caso del movimiento campesino de la ANUC. Es el subterfugio atribuido a Hegel, cuando a la crítica de que su teoría era contraria a los hechos, respondió: “tanto peor para los hechos”. En fin, tampoco tiene fundamento lógico culpar al marxismo por las consecuencias que originan las prácticas trogloditas de la izquierda revolucionaria. Sería semejante a “culpar a la termodinámica de que estalle la caldera de un tren a vapor y mate a los pasajeros”, como lo ejemplificó jocosamente Marx.

La otra tendencia es aquella que fatigada de los abusos ideológicos y manipulaciones de los partidos de la izquierda revolucionaria, afirma que el movimiento social lo es todo y que la política distorsiona el accionar propio del movimiento. Esta tendencia (acusada por la anterior de anarquista) opta por separar al movimiento de las organizaciones de izquierda, debido a la falta de sensibilidad de estas para entender fenómenos de movilización tan especiales como los étnicos. Una insensibilidad que se revela en la instrumentalización que hacen de ellos. Distanciarse de la acción política de las organizaciones de izquierda se consideró entonces necesario para que el movimiento pudiera ‘madurar’ y desarrollarse con cierto margen de autonomía. Esta tendencia había cobrado fuerza dentro de algunos movimientos sociales, especialmente el indígena, en la década del 80 del siglo pasado, desarrollando un ‘estilo de trabajo’ que contribuyó al ascenso político y a la consolidación de la más importante organización indígena, el CRIC. No obstante, esta tendencia “autonomista” llevada al extremo por algunas organizaciones indígenas, es tanto o más peligrosa que la primera, porque en variados casos se asume una postura neutra ante el Estado y, como ya lo han demostrado algunas experiencias, termina de la mano de los partidos tradicionales o en la cama con el gobierno, que es la consecuencia de renunciar al derecho a hacer política y a ser gobierno en sus territorios. Aquí otra vez, el movimiento campesino de los años setenta, ofrece ejemplos ilustrativos de estas dos tendencias.

A nuestro parecer, de lo que se trata es de continuar en la contienda, abierto a nuevos caminos e ideas, sin renunciar a hacer política, pues no se puede arrojar al niño con el agua sucia de la bañera.

Un buen ejemplo de un movimiento social exitoso que no se dejó ‘quebrar el espinazo’, ni pudo ser cooptado o desviado por el establecimiento polaco, fue el que surgió de las huelgas obreras en los astilleros de Danzig —mencionado en el coloquio anterior—, que condujo a la formación de “Solidaridad”, un movimiento que desafiando el totalitarismo del partido comunista, inició el proceso de democratización que acabó con el dominio soviético sobre Polonia.

Otro ejemplo es el del movimiento indígena actual, que surge en el Cauca durante las luchas campesinas por la tierra en los años 70 del siglo pasado. Este movimiento recuperó todas las tierras de los resguardos, se amplió a otras zonas del país y terminó siendo uno de los movimientos sociales más exitosos de Colombia y quizás de América.

Lo que queremos indicar es que si bien es cierto, para el surgimiento de un movimiento social, se requiere previamente de la movilización de la gente en procura de conquistas sociales y económicas, no toda manifestación o movilización de la gente conduce a la formación de un movimiento social. Pero tampoco es suficiente un discurso, por muy coherente que sea, para generar un movimiento social. Un ejemplo de ello lo tenemos en los bien elaborados discursos de numerosos intelectuales que ha tenido el pueblo afrocolombiano. Recién ahora como producto de sus luchas por la defensa de sus territorios, se está constituyendo un movimiento afrocolombiano.

Parece ser, que lo que se entiende por movimiento social es un espacio organizativo intermedio entre la sociedad que se moviliza y el Estado. Y esa movilización en la búsqueda de conquistas sociales se transforma en movimiento, en la medida en que asegura una estructura organizativa que le garantiza cohesión y posibilita que su gestión tenga repercusión en la esfera de la política. De no tener repercusión en la política, obligando al Estado a acceder a sus demandas, puede moverse todo en la sociedad, sin fortuna de que se convierta en un movimiento social.

Pero aun así, el movimiento social es muy frágil y puede ser ‘desvertebrado’ o cooptado por el Estado. Miremos dos ejemplos. En Alemania el movimiento ecologista logró articular varias iniciativas de grupos alternativos: pacifistas, feministas, ambientalistas, libertarios, etc. Igualmente desarrolló una forma particular de organización del trabajo que hacía las veces de estructura interna, para evitar que fuera cooptado por el Estado. Esa trayectoria del movimiento ecologista alemán condujo a que se convirtiera en un sólido partido, el “partido verde”, con gran influencia en la política de ese país.

En Japón, donde el discurso ecologista impregnado de panteísmo fue muy fuerte, y muchos esperábamos que iba a ser el movimiento ecologista por excelencia, sucedió lo contrario. El capitalismo japonés recogió el trabajo de los grupos ecologistas y lo integró en su proyecto industrialista. Así, el factor ecológico se convirtió en un factor más del desarrollo del capitalismo japonés y no en un factor de su negación. Es pertinente mencionar, sin hacer una apología del capitalismo japonés, que este movimiento y su cooptación fue exitoso en términos ambientales. Pues en este país se consume por habitante menos energía que la que consume un inglés, teniendo el japonés un mejor y más alto nivel de vida que el inglés, lo que se aprecia en el hecho de que Tokio sea una de las urbes menos polucionadas del planeta.

Para que las movilizaciones indígenas por la tierra en el Cauca condujeran a la formación de un movimiento indígena, fue decisiva la existencia de los cabildos (gobiernos propios de los resguardos indígenas), que le dieron estructura a su programa de lucha y permitió mantenerse en el tiempo sin ser destruido, a pesar de la fuerte represión que recibió. Para que su práctica y su gestión hubieran sido exitosas, evitando la cooptación por parte del Estado, fue importante la forma en que el movimiento indígena se apropió de ‘nuevas formas organizativas para el manejo de sus luchas y orientación de sus reivindicaciones. Se trataba de luchas de bajo perfil que no ‘compraban’ peleas infructuosas de las que no pudieran salir airosos, de acuerdo con la correlación de fuerzas del momento; tampoco se identificaban con contiendas que no eran las suyas. Se trataba de principios organizativos que buscaban ampliar su capacidad de lucha, a partir de una creciente participación y capacitación de sus bases y mejoramiento de las condiciones de vida de sus comunidades.

Un aspecto central que diferencia al movimiento indígena del Cauca de otros movimientos sociales en Colombia es que los indígenas decidieron movilizarse no en contra de algo —el Estado por ejemplo— sino a favor de sus reivindicaciones, principalmente las que tenían que ver con la tierra, la base fundamental de su reproducción material. Los dirigentes indígenas con visión  pragmática intuyeron, que recuperar las tierras de los resguardos les abría un camino para escapar a la oprobiosa situación social de sus comunidades. Y en verdad, hoy casi cuatro décadas después de que un puñado de terrajeros empobrecidos iniciara la lucha por recuperar sus tierras, estas comunidades no sólo mejoraron sus condiciones económicas, sino que con ello potenciaron su capacidad política para gestionar sus asuntos.

A continuación queremos ahondar más en el movimiento social étnico y su vinculación con la política, que es el tema central de este texto.

Colombia ha vivido en su historia reciente una serie de conflictos sociales que han estallado en movilizaciones, protestas y paros cívicos. La mayoría se han disuelto en cuestión de días o semanas. La interpretación que estos fenómenos han merecido, como lo mencionamos antes, es que la movilización requiere de un discurso organizativo que le asegure permanencia en el tiempo y llegue a incidir en la política, si aspira a convertirse en movimiento social. Una evaluación crítica de los movimientos sociales que han logrado cierta estabilidad y permanencia en el tiempo nos permite descubrir que así como han tenido avances, también han tenido retrocesos. Estos avatares se originan no solo por las formas de intervención del Estado (cooptación, conciliación o represión). También ha tenido que ver con la construcción misma del discurso, en lo cual, como también lo dijimos antes, se han cometido abusos.

En los más conocidos paros cívicos se ha tratado de diferentes sectores sociales e iniciativas populares, una especie de “unidad confederativa” de diferentes sectores que convergen en determinadas reivindicaciones y aspiraciones sociales. Estos paros no obedecían a determinadas líneas políticas, aunque allí confluyesen organizaciones políticas, ni eran paros sindicales, aunque participaran obreros. Tampoco eran paros agrarios, aunque participaran campesinos, ni eran indígenas, ecológicos, feministas, religiosos o informales, aunque allí estuvieran presentes cristianos de base, indígenas, mujeres, ambientalistas, desempleados, etc.

Según la visión de determinadas vanguardias de la izquierda revolucionaria, estos paros no tienen un orden y parecieran más una especie de rebeldía caótica de los sectores populares, demandando determinados bienes o servicios del Estado. De allí que surjan discursos políticos para ordenar el supuesto caos o anarquía. El discurso con más experiencia para intervenir en este tipo de fenómenos de rebeldía social es el de la izquierda revolucionaria. Lo usual ha sido que se intente superar la supuesta “anarquía” dándole prioridad a una de las partes —la más avanzada— para  que promueva (“jalone”, se dice) el proceso, lo que ha conducido en muchos casos al retiro de otros sectores. Este ha sido el camino más expedito para agotar las posibilidades de conformación de un movimiento. En algunos casos el Estado no ha tenido necesidad de intervenir para romper  el movimiento. El mismo se liquidó.

Lo que buscamos ahora en Colombia es aprender de los errores del pasado y  encontrar un equilibrio entre las partes que conforman el movimiento social, dándole a cada cual su justo valor y reconocimiento de sus fortalezas y aportes. Pues sólo por esa vía podemos reactivar las experiencias, tradiciones y luchas concretas de múltiples sujetos sociales, para ponerlas al servicio de un movimiento social pluricultural que recupere el Estado para la mayoría de los colombianos. Estos no son sólo postulados políticos, sino también éticos. En este sentido es que citamos la sentencia de  Nietzsche de que “La democracia era un asunto de los débiles”, idea que habría recogido el Nacional Socialismo para apuntalar su proyecto de dominación. Empero Nietzsche tenía razón, pues los débiles necesitan practicar la democracia si algún día quieren ser fuertes.

En la constitución de cualquier movimiento social, y más tratándose de movimientos alternativos, debemos honrar como si fueran nuestras, las reivindicaciones de todas las partes, y admitir que todos tenemos algo que decir y que aportar en su desarrollo y construcción. Esto no quiere decir, que en determinado momento alguna o varias partes, no puedan desarrollar la capacidad de interpretar situaciones y coyunturas y por lo tanto aglutinar a todas las demás y orientarlas, pues esto también hace parte de las reglas de juego de la democracia. Pero de lo que estamos seguros es que no existen leyes históricas, que determinen cual es esa de las partes que debe orientar al movimiento social, como ha sido la clase obrera en la teoría marxista, o el imanato en el Islam chiíta.

En los movimientos sociales se reconoce, entonces, un momento de madurez que le da carta de ciudadanía para su entrada a la esfera de la política. Pero aun, teniendo esta madurez, hay otro requisito importante, que es la voluntad y decisión del movimiento de dar este paso. Si no hay voluntad y decisión para ello, por más que se diga que hay madurez, el movimiento social no se va a transformar en movimiento político. Pero también, sin madurez, todo intento de trasladar las reivindicaciones socio-económicas y culturales a la esfera de la decisión política, termina siendo una farsa, susceptible de manipulación.

Ahora bien, ante la crisis del sistema liberal colombiano también existe la eventualidad de que diferentes sectores del campo y la ciudad y otras iniciativas sociales se articulen para buscar ampliar la democracia. Este es el caso de movimientos sociales como el “Congreso de los Pueblos” y “Marcha Patriótica”, que son unidades confederativas de organizaciones sociales.

No obstante no sabemos como evolucionarán estas organizaciones en el posconflicto, pues decíamos que todavía era incierto dibujar su futuro, ya que se desconocen las recomposiciones de los partidos de izquierda, una vez las FARC se constituyan como partido político y se decanten otras propuestas políticas como las de un ‘gobierno de transición’, que vienen proponiendo. Estas ‘unidades confederativas’ tienen en sus comienzos, como decíamos en el artículo pasado, una fase populista, y dependerá de un liderazgo colegiado de las organizaciones que lo conforman, que se profundice en la democracia y no derive en un movimiento autocrático que termine restringiéndola, como se presenta con algunos vecinos. Pero igual, es posible concebir que pueda haber populismos que compelidos por la necesaria gobernabilidad, introduzcan un proceso democrático que resuelva los problemas que hoy impiden la modernización del país. Y en verdad, a todo movimiento populista le llega la hora de la gobernabilidad que es la que pone a prueba al movimiento. Eso le sucedió a Chávez, a su epígono Maduro, pero también a Ortega, Evo, a Petro y a otro largo etcétera.

Bogotá, diciembre 16 de 2016

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