¿Rebeldes o revolucionarios?

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Recuperación de tierras en el Cauca, hacienda Cobaló. Foto: Jorge Silva

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

De entrada debo confesar la satisfacción que me produce tratar este tema teniendo como referencia las luchas indígenas por la tierra en Colombia. Este texto resulta del análisis que he venido haciendo sobre los discursos de líderes indígenas, discursos que han estado últimamente crispados por desavenencias ideológicas, y en consecuencia por competencias por el poder político en regiones con amplia presencia indígena. En este texto no voy a referirme únicamente a la diferencia que existe entre ‘rebeldía’ y ‘revolución’, que para muchos puede significar lo mismo, pero que no es así. Más aún: son conceptos que en variadas situaciones son incompatibles, como lo ilustra, para el caso indígena, el rompimiento del líder Páez Manuel Quintín Lame  —el rebelde por antonomasia— con su lugarteniente y secretario José Gonzalo Sánchez, cuando éste adhirió al partido comunista. ¡Nos jodimos!, diría Quintín[1]. Este hecho catalogado por algunos historiadores, como la prueba reina del pensamiento mesiánico y esencialista de Quintín, es a mi juicio uno de los momentos más lúcidos del legendario líder, que le pondría una impronta propia al movimiento indígena caucano. Voy a referirme también a la metamorfosis que han sufrido algunos líderes indígenas, que para obtener el apoyo de sus pueblos postulan, con un farragoso lenguaje etno-populista como horizonte de lucha, la búsqueda de una causa final, un amanecer de una nueva humanidad”[2], es decir, el establecimiento de un orden histórico superior, no importa si este orden es la concreción de dictados de la tradición —restauración de un orden que una vez fue grande[3]— o es producto de la lógica de la ‘razón revolucionaria’ comunista, como “necesidad histórica” para alcanzar una sociedad sin clases sociales, o una mixtura entre las dos, que combina símbolos culturales étnicos y categorías ideológicas de izquierda[4].

En ambos casos esta idea teleológica de la Historia —o alucinación indígena—, por restablecer un orden social violentado por la conquista, se torna ideológica en el momento en que, para la consecución de esos fines supra-históricos, los indígenas enmarcan sus acciones en cánones y estrategias de movimientos políticos de izquierda, sacrificando por demás el presente de las comunidades en aras de alcanzar esas metas. No sé quién dijo que esa sociedad así idealizada —semejante a la paz que hoy anhelamos los colombianos— era tan difícil de alcanzar en este mundo, que las religiones solo la prometían en el más allá. Y aquí radica la principal diferencia entre una rebelión y una revolución, conceptos que corresponden a realidades diferentes.

La rebelión es un acto que realiza un individuo o una comunidad para liberarse de una situación que le desconoce su ser. Puede ser un acto humillante como fue el caso del joven tunecino  Mohamed Bouazizi, que se inmoló después que la policía le confiscó su carrito de frutas, acto que desencadenó una revuelta en el país y que se expandió por todo el mundo árabe derrocando autocracias en Libia, Egipto y el propio Túnez, revueltas que aún no terminan. ¿Qué fue lo que condujo a ese joven a decir “no va más”, en su caso “no voy más”, y a inmolarse para rechazar indignado a quien le negaba su propio ser? Ese acto de rebeldía no surgió de una reflexión. No provino del pensamiento, o de un juicio sobre la oprobiosa situación que vivía el país con el dictador Zine El Abidine Ben Ali, en el poder desde 1987.

El caso indígena en Colombia fue similar. La rebelión que empezó en el Cauca en 1971, se originó cuando la la falta de tierras se volvió una situación inaguantable para la sobrevivencia de las familias indígenas. Así haya por ahí algunos confundidos de la izquierda que reclamen para sí o para otros la autoría de este levantamiento, lo cierto es que fueron los terrajeros indígenas del Credo en Toribío, de San Fernando, del Gran Chimán en Guambía y de Loma Gorda en Jambaló, los que decidieron hace más de 40 años poner fin a la indignante situación que vivían por la ausencia de tierras para cultivar. Y como en todos estos casos, siempre hubo un momento crucial, una “gota que rebosó el vaso”, los perjuicios causados por aumentos en el terraje en los años que precedieron a los levantamientos, las injurias y atropellos recibidos por gamonales y por la iglesia durante la época de ‘la violencia’ fueron fraguando la rebelión, que explota en momentos en que el movimiento campesino se movilizaba por la tierra en Colombia. Con anterioridad al movimiento campesino ya se habían presentado rebeliones indígenas en el Cauca. La más conocida fue la desencadenada por Manuel Quintín Lame en defensa de la dignidad[5] y las tierras indígenas. No era una lucha entre clases sociales. Eran dos formas de ver, sentir y relacionarse con la tierra las que se encontraban enfrentadas. Dos mundos irreconciliables y en permanente colisión. El hecho de que coincidieran la rebelión de los terrajeros con el alzamiento de los campesinos, hizo que se viera la rebelión indígena como un producto de la ‘indoctrinación’ —lo que para la época llamaban ‘concientización— de los grupos de izquierda.

Tanto los campesinos como los indígenas en esos años de rebelión nunca se plantearon como finalidad expresa de su levantamiento la conquista de un nuevo orden. Como lo señalara George Lefebvre para el levantamiento francés de 1789 que condujo al derrocamiento de la monarquía más poderosa de entonces, “cuando los hombres del pueblo recibieron la convocatoria no sabían a punto fijo lo que eran ni que podía resultar de la convocatoria, pero por lo mismo tenían más esperanzas.”

Para el movimiento campesino colombiano fue igual. Su rebelión no fue el producto de una acción deliberada de una vanguardia. La esperanza de poseer la tierra fue el ímpetu de su rebelión, un ímpetu que comenzó a declinar cuando la orientación del movimiento la usurpa la razón revolucionaria, que sometió con su ideología imperiosa al campesinado y anuló la rebeldía. El naciente movimiento de “La tierra para quien la trabaja” fue transformada en la “Organización Revolucionaria del Pueblo”, relegando las aspiraciones de esa oleada de necesitados de tierra, como sabemos que terminó esa rebeldía. Lo mismo se intentó hacer con el naciente movimiento indígena caucano, pero afortunadamente el rastro de Quintín aún estaba fresco y esta vez el movimiento no “se jodió”.

Treinta años antes de esta lucha de menesterosos indígenas por la tierra, había surgido en el Sur del Tolima una rebelión campesina contra el gobierno conservador que había convocado a una cruzada contra los campesinos liberales. Perseguidos por la Policía surgió el primer grupo de autodefensa liberal, liderado por Gerardo Loaiza un campesino de Génova (Quindío) que llegó a Rioblanco (Tolima) para hacer finca.  Hacia 1950 atraídos por el prestigio de Loaiza llegaron a la región dos pequeños grupos armados: Uno dirigido por Isauro Yossa, ex líder sindical de formación comunista procedente de Chaparral, y otro por Pedro Antonio Marín, un campesino  de raigambre liberal nacido también en Génova y sobrino político de Loaiza. Liberales y comunistas unieron sus huestes con un mando unificado para enfrentar al gobierno.

A instancias del camarada Isauro Yossa, se trajeron instructores para la formación ideológica y política de los guerrilleros. No habían pasado cuatro años cuando los camaradas consideraron pertinente recomponer el mando unificado, remover a sus miembros liberales y nombrar un estado mayor que tuviera enlace directo con el comité central del partido comunista. Loaiza rechazó el procedimiento de los camaradas y protagonizó la primera ruptura política en la guerrilla liberal. “Yo soy un liberal limpio” dijo. Ese fue el origen de la división entre “Limpios” y “Comunes”. Los “Limpios” permanecieron en el partido liberal, mientras que los “Comunes” adhirieron al partido comunista. Cuatro años después los “Comunes” se convirtieron en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), como brazo armado del partido comunista, instaurando la política de la combinación de todas las formas de lucha. Posteriormente y fracturados en dos líneas políticas (soviética y prochina)  se encerraron en el monte.

Fue el fin de la rebelión. La ‘razón revolucionaria’ había transmutado a estos campesinos en agentes del cambio social revolucionario, echando a perder el impetu rebelde. Ese fue el inicio de una lucha armada de más de 50 años, que, como diría García Márquez, borró de la memoria la ‘razón rebelde’, el motivo de su sublevación.

Lo que se presentó con el levantamiento popular de 1789 que condujo a la revolución francesa, semejante al levantamiento de los comuneros en el Virreinato de la Nueva Granada en 1781, eran insurrecciones generalizadas, donde los rebeldes, inmersos en la fascinación de la movilización, se encontraban distantes de la posibilidad de controlar los efectos de sus propias acciones. Ignoraban hasta dónde podrían conducir sus actos, desconocían cuál sería el papel a representar en el nuevo escenario donde proyectaban presentarse. En el curso de los acontecimientos estas rebeliones o fueron aniquiladas (la comunera) o fueron tomando un curso más definido (la francesa). En palabras de Bernard-Henri Lévy“Una revolución no se hace en un día, ni en dos años. Es un acontecimiento de larga duración, oscuro, conflictivo, en el que los avances repentinos vienen seguidos de retrocesos desesperantes… fue (la francesa) una interminable revolución que tuvo que pasar por el Terror, la Reacción de Termidor, dos imperios y una Comuna ahogada en su propia sangre, antes de contemplar el nacimiento de la República definitiva.”

Para Hannah Arendt estas rebeliones son producto de “fuerzas naturales y pre-políticas”, que no establecen distinción entre violencia y poder. El argumento de Hannah Arendt es que no es posible concebir otro poder legítimo que no se origine a partir de la voluntad común. Estas reflexiones las hacía Hannah Arendt siguiendo de cerca los acontecimientos en Hungría con la rebelión de 1956, que cuestionó al gobierno estalinista impuesto por la Unión Soviética. En esa ocasión soldados húngaros se unieron al levantamiento y derrocaron al régimen pro-soviético. Consejos improvisados de los rebeldes arrebataron el control al Partido comunista húngaro y nombraron un nuevo gobierno encabezado por Imre Nagy, que disolvió la policía secreta y prometió restablecer elecciones libres. El ‘politburó’, tras haber anunciado su voluntad de negociar con el nuevo gobierno el retiro de las fuerzas soviéticas, cambió de idea y decidió aplastar la rebelión. El ejército soviético invadió a Hungría el 4 de noviembre de 1956. Para enero de 1957, el nuevo gobierno de János Kádár instalado por los soviéticos, había aniquilado la rebelión. Imre Nagy se entregó confiando en las garantías que se le dieron. Fue condenado a muerte y ejecutado dos años después.

En el caso húngaro, como también en los otros casos, se trató de un levantamiento espontaneo, sin conspiraciones, sin planes de acción manifiestos. Esa manifestación espontánea “originada a partir de la voluntad común” del pueblo húngaro y aplastada por los tanques soviéticos, guarda (curiosa paradoja) alucinante similitud con el tipo de revolución que Marx había imaginado, revolución que era liquidada con la aprobación de todos los partidos comunistas —“era la guerra fría” se dice hoy a manera de explicación o disculpa—. La paradoja puede ser aún más grande, cuando presenciamos que reconocidos líderes de la izquierda internacional veían con displicencia estas tiranías —que jamás debieron ser consentidas por gente dispuesta al pensamiento— mientras alzaban su voz contra los ultrajes que las metrópolis capitalistas daban a sus colonias.

En el origen de las rebeliones indígenas no se diero mayores reflexiones, sobre todo ninguna ha pretendido cambiar el mundo. Han querido sí derrotar a los que les han usurpado sus tierras y negado sus vidas. No estaban ideológicamente contaminados y en vez de abrazar causas utópicas, concentraban sus fuerzas y voluntades en derrotar a sus detractores. El punto es, si todavía no se ha entendido hacia dónde quiero ir, que estos rebeldes indígenas no estaban impregnados de aquella lógica que justifica cualquier medio y desvaloriza la existencia en nombre de un imaginario designio, como si la historia tuviera un camino previamente delineado por lógicas estructurales.

Poseían la sensatez de no pretender en aras de ese designio sacrificar el presente. Sobre todo “no se creían dueños (¿con qué derecho?) de la razón de la historia”[6].

Para el caso de los indígenas del Cauca la rebelión no terminó en revolución. Afortunadamente, pues hubiera sido la negación de todas sus rebeliones, como vimos que sucedió con el movimiento campesino de la ANUC.

Cuando en la década del 70 los terrajeros indígenas armados de azadones, picas y palas se lanzaron a recuperar las tierras de sus resguardos, no pensaban. Al tumbar las cercas obedecían a un impulso corporal de quienes no desean otra cosa que entrar en el espacio común que legal y legítimamente les ha pertenecido. La diferencia con las acciones revolucionarias es que estas obedecen a un plan minuciosamente diseñado y políticamente calculado, donde designios imaginarios guían la acción: “recuperación de las tierras de sus ancestros” se convierte en “liberación de la madre tierra”([7]). Mientras que la rebelión (individual o colectiva) es un acto que no compromete sistemas ni razones, la revolución tiene el propósito de enmarcar la acción en una idea, en un programa ideológico([8]). Y si detrás de la “liberación de la madre tierra” hay un programa ideológico ajeno a las necesidades del presente, la pregunta que obviamente nos asalta es ¿Y quién va a liberar la madre tierra de esos libertadores?

No podría cerrar estas notas sin recordar algunos nombres de aquellos rebeldes que se levantaron contra los que le negaban la vida a sus pueblos y por eso saltaron las cercas para hacerse de nuevo a la tierra, o se levantaron contra aquellas ideologías que en nombre de la revolución o de las razones de Estado, les negaban también su ser. Y fueron asesinados por eso, por rebeldes: Avelino Ul, Benjamín Dindicué, Cristóbal Secue, Rosa Elena Toconás, Mario Sánchez, Genaro Yonda, Justiniano Lame, Genaro Sánchez, Marden Betancur, Rodolfo Maya Aricape y un largo etcétera en Colombia.

Por último no podemos olvidar al ‘sarra’ (líder guerrero) del pueblo embera katio del Alto Sinú que se rebeló contra los usurpadores de siempre para defender la vida y la dignidad de su pueblo, amenazadas por la represa de Urra. ¡Qué falta hace al movimiento indígena colombiano en estos momentos el talante rebelde de nuestro querido amigo Kimy Pernía!

 


[1] Según Juan Friede, su compadre Quintín, recordando este hecho, habría dicho: “ese vergajo dañó la lucha y nos jodimos”(conversación personal, Bogotá 1981).

[2] Pareciera de un militante de “Sendero Luminoso”, pero se lo escuché a un líder páez.

[3] Se encuentra en boga a nivel continental un movimiento que como dice Stefano Varesse “…está desenterrando a sus dioses. Está sacando a la utopía del subsuelo, de la clandestinidad a la cual había sido relegada por siglos de opresión”. Varesse, S.: “Los dioses enterrados”.

[4] Asombra ver como algunos intelectuales de izquierda combinan de forma extravagante, conceptos marxistas con arcaísmos ruralistas y doctrinas esotéricas de dudoso origen.

[5] El texto de Quintín en el que expone las razones de su lucha, se titula precisamente “En defensa de mi raza”.

[6] Fernando Mires, Camus después de Camus

[7] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y, en consecuencia, si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.

[8] De acuerdo a la lógica de las ideologías, la realidad ha de ser adecuada a un programa ideológico y si la realidad no es compatible con ese programa, tanto peor para la realidad.

 

 

 

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