Efraín Jaramillo Jaramillo/Colectivo de Trabajo Jenzera
Desde hace varias décadas la región del Pacífico ha venido experimentando un alarmante aumento de áreas destruidas, al amparo de bandas delincuenciales y grupos guerrilleros, que se lucran de la minería ilegal, cultivo de coca y tráfico de cocaína, explotación de maderas finas y otras actividades extractivistas y negocios ilícitos. Con la desmovilización de las FARC y la ausencia del Estado —sobre todo su incapacidad para ofrecer seguridad a los pobladores—, los espacios dejados por las FARC, fueron rápidamente copados por otros grupos armados delincuenciales, incluidos el grupo guerrillero ELN y disidencias de las FARC.
Los pobladores indígenas y afrocolombianos, como se deduce de las investigaciones realizadas en el Marco de la Escuela Interétnica, no tuvieron un momento de “respiro”. Es más, la presión sobre sus bosques, ríos y manglares aumentó. Al control territorial de los nuevos grupos delincuenciales, sobrevino un control social abrumador sobre las comunidades y gobiernos de los pueblos étnicos. El drama aumenta en algunas zonas —Medio Atrato, Baudó, Bajo San Juan, Buenaventura, Tumaco…—, cuando los diferentes grupos entran en disputa por el control territorial y económico de los territorios. Sobra decir que los más perjudicados de este conflicto armado son los pobladores nativos del Pacífico y ya son exageradas las guerras que han padecido.
Aceptado, el Pacífico no es la única región que ha sufrido conflictos armados. Colombia es un país de muchas guerras. Como República nació de una guerra, y antes de conformarse como Nación, sus generosos campos fueron ensangrentados por interminables guerras internas de centralistas y federalistas, liberales y conservadores. Mientras en otras Naciones del continente americano las guerras disminuyeron, en Colombia continuaron, en nombre de proyectos políticos rebeldes o poderosas causas criminales, hasta llegar a ser el país de América que ostenta el record de más conflictos armados internos.
Junto a las guerras y quizás debido a ellas, ha venido surgiendo también una glorificación y culto a la muerte: el deseo colectivo de morir y de matar en nombre de algo, sea Dios, una ideología, un partido, una raza o la patria. Por supuesto la historia universal esta llena de asesinatos, pogromos ([1]) y aniquilación de adversarios. Pero mientras los países han tomado distancia de ese deshonroso pasado, en Colombia todavía hay gente que enaltece la violencia: “Ni un paso atrás, liberación o muerte” ha sido desde su fundación el lema de un grupo guerrillero, aún activo y de rápido crecimiento en varias zonas del país, entre ellas en el Pacífico colombiano.
La historia de Colombia ha sido la historia de caudillos militares y pésimos gobernantes; y últimamente de una agobiante “lumpenburguesía”([2]) que viene saqueando los recursos naturales de los colombianos: acaparamiento de tierras, arrasamiento de bosques para ganaderías y destrucción de ríos para explotaciones mineras. Esta es una de las razones por las cuales el país no ha podido avanzar hacia la modernidad. Y es bajo esta óptica que debe verse el aumento de los asesinatos a líderes de los pueblos étnicos en el Pacífico, por oponerse a que sus territorios sean saquedados, como lo han denunciado las organizaciones de los Pueblos étnico-territoriales.
Este fenómeno de usar y tirar los recursos naturales del planeta sin precauciones de reposición, es descrito con lucidez por la chilena Lucy Oporto Valencia en un bien logrado —y hoy muy oportuno— ensayo, titulado: “Lumpenconsumismo de saqueadores y escorias varias: tener, poseer y destruir”. Son saqueadores alienados que argumentan que la destrucción de las “cosas materiales” no importa porque “son sólo cosas”. Agraviar de esa manera la belleza de los bienes de la naturaleza es el acto ontológico más violento, que no deja inmune a quien lo realiza. Con implacable agudeza, Oporto muestra también cómo, en muchos niveles, la rebelión chilena ha sido una rebelión de consumidores alienados, incapaces de relacionarse con el mundo de un modo distinto a la dinámica de la utilidad, el descarte y la destrucción, respondiendo en los mismos términos del sistema contra el cual, en principio, se rebelan, y por lo mismo manteniéndose prisioneros del mismo.
Si cito este texto es porque arroja luces sobre un tema que es bastante debatido en encuentros con pobladores nativos del Pacífico y que últimamente han salido en las discusiones sobre el territorio:
La doctrina neoliberal afirma que los afrocolombianos y los indígenas que habitan las zonas selváticas del Pacífico y de la Amazonia, son “pobres, porque sus economías no participan del mercado y no poseen dinero.” Tasar los niveles de pobreza en términos monetarios —capacidad para adquirir mercancías—, descalifica un sistema económico adaptado a su medio —prácticas económicas y modos de relacionarse con la naturaleza— y un estilo de vida comunitario, que no están regulados por relaciones mercantiles. Son muchas las comunidades que han caído en esta celada tendida por el Estado y sus socios capitalistas, para que sus economías y sus territorios ingresen a la economía de mercado. El Estado, paradójicamente con el apoyo de organismos internacionales de ayuda al desarrollo, financian programas que alientan en las comunidades una falsa conciencia de pobreza, definida como la incapacidad —carencia de dinero— para adquirir bienes de la sociedad industrial, que son publicitados como indicadores de progreso y desarrollo.
La tendencia actual de los pueblos étnicos del Pacífico es la de abrirse paulatinamente al sistema de mercado, en abierta contradicción con sus modelos culturales y en detrimento de la agricultura de subsistencia. La búsqueda de excedentes en sus actividades económicas, ha llevado a una mayor intensidad en el uso de los suelos y a un aumento de los monocultivos.
¿Cómo ha sido posible que poblaciones, con tradiciones, usos y costumbres que vienen de muy atrás, de las “entrañas de la tierra” se alienen de sus territorios? Para explicar fenómenos que alienan a los individuos y llegan a destruir culturas y pueblos, Oporto recurre a un texto de un monje del siglo IV, que ofrece tal vez la respuesta a esta pregunta. Cito: “Cuando en su lucha contra los monjes, los demonios se ven impotentes, se retiran un poco, para observar qué virtud es descuidada durante ese tiempo e, irrumpiendo por ese flanco, saquean a las desdichadas almas”.([3])
Trasladándonos a la situación del Pacífico, ¿cuáles son esas virtudes que han sido descuidadas por los pobladores nativos, que han permitido que el ataque a los territorios haya sido tan brutal e implacable? Una de esas virtudes perdidas o más “aporreadas” —es una mera hipótesis— es que los pueblos étnicos pusieron en duda las cosmovisiones y conocimientos heredados de sus ancestros y fundamentados en un modo de apropiación de la naturaleza basado en la soberanía alimentaria, la autosuficiencia y el aprovechamiento simultáneo de la oferta múltiple de los recursos de la biodiversidad. Y por supuesto abrazando paradigmas y mitos del desarrollo, que devaluaban sus culturas, cuestionaban el derecho intrínseco de naturaleza histórica que tienen sobre sus territorios y desvirtuaban el manejo ambiental que desarrollaron en siglos de interacción con el medio ambiente y naturaleza de sus territorios.
Por ese “flanco”, así debilitado, entraron los demonios a saquearlo y destruirlo todo.
Cali, 6 de febrero de 2020
[1] Un pogromo consiste en el linchamiento multitudinario, espontáneo o premeditado, de un grupo particular, étnico, religioso u otro, acompañado de la destrucción o el expolio de sus bienes.
[2] Uso este término a falta de otro, quizás más exacto.