Territorios de vida y paz

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Efraín Jaramillo Jaramillo/Colectivo de Trabajo Jenzera

Pocos relatos han sido tan eficaces simbólicamente para la unidad y movilización cultural de pueblos indígenas y afrocolombianos, como aquellos que se refieren al territorio como fuente de vida, como base de toda existencia biológica. Estos relatos tienen el poder de hermanar a las personas, familias y comunidades, transformándolas en sujetos colectivos. Aunque esta es una manifestación social muy acreditada en pueblos étnico-territoriales, son pocas las experiencias organizativas de comunidades contemporáneas, que se han apoyado en sus mitos, para forjar la unidad a su interior.

Una de estas experiencias la encontramos en las comunidades indígenas embera katio del Alto Sinú, que descubieron en el mito sobre el origen del agua, un fundamento para fusionarse y la fuerza para movilizarse. Una conclusión significativa que podemos deducir de esta ingeniosa ocurrencia cultural, es que este mito era real, no porque les había ofrecido a estas comunidades una explicación para entender su mundo; era real porque existía como metáfora, a la cual  se le atribuía sabiduría en la cultura embera ([1]). Como todo relato cultural, este mito se adaptó a las circunstancias del presente y tuvo la eficacia simbólica para inducir un proceso de recuperación de la autoestima que llevó a estas comunidades embera katio a reconocerse de nuevo como pueblo, después de tantos años de colonización cultural. Y por supuesto la contienda que dieron para defender su territorio la realizaron como pueblo. Al fin y al cabo los mitos son relatos que explican y organizan a los humanos en un orden socio-cultural.

Esto sucedió en el departamento de Córdoba, al Noroccidente de Colombia. Pero también había sucedido 25 años antes en el Sur de Colombia con los indígenas nasa, cuando este pueblo, aferrándose a los relatos de su mítico héroe fundador, Juan Tama De la Estrella, a la saga de su cacica Gaitana y la gesta valerosa del terrajero Manuel Quintín Lame, decidieron insubordinarse y hacer frente a los terratenientes y a las autoridades gubernamentales y eclesiásticas, compelidos por la necesidad de tierras para garantizar su sobrevivencia como pueblo.

En ambos casos se trató de la defensa de territorios imprescindibles para su sobrevivencia física y cultural. No eran entonces sólo territorios alegóricos como lo señalaban los relatos míticos, eran también territorios tangibles, conmensurables en hectáreas, necesarios y aptos para la producción de alimentos.

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En el módulo sobre ‘Tierras, Territorios y Conflictos’ de la “Escuela interétnica para la resolución de conflictos” del año 2011-2012, que se desarrolló con jóvenes afrocolombianos e indígenas de varos ríos del Pacífico Sur, una alumna negra planteó en la presentación de su trabajo de grado, la diferencia entre ‘territorios femeninos’ y ‘territorios masculinos’, dando a entender con ello, que los primeros eran generadores de vida por cuanto eran espacios sociales comunitarios sobre los cuales gravitaba el bienestar social y cultural de las comunidades étnicas, además de garantizar la alimentación de la población y asegurar su permanencia en el territorio. Mientras que los segundos —los territorios masculinos— eran funcionales a intereses de empresas que valoraban, ordenaban y disponían de los bienes naturales del suelo y subsuelo de los territorios, según los dictámenes de un mercado, que en principio, también era calificado  como masculino. En esa ocasión no estábamos seguros de si esta distinción era acertada y no fuera más que una extrapolación caprichosa a un ámbito geográfico, de la dualidad femenino-masculina de la psicología de género. No obstante, lo que si pudimos apreciar fue, que esta sugerente apreciación de la estudiante, desató una entusiasta discusión que involucró a todos los estudiantes, atravesando géneros, culturas y edades, permitiendo que se dilucidaran una serie de cambios culturales en las comunidades, respecto a sus territorios como espacios de vida, que se presentaban en la medida en que eran invadidos por intereses económicos muy diferentes a los de los pueblos étnico-territoriales.

El debate permitió además que emergiera de la memoria las reflexiones que hicieron los pobladores negros, indígenas y campesinos del río Naya, sobre sus territorios, después de la masacre paramilitar de abril de 2001. Estas reflexiones que en ese entonces habían hecho los nayeros, fueron motivadas por la necesidad de superar ‘fronteras étnicas’ con el fin de facilitar la construcción de un territorio social interétnico y unas relaciones interculturales solidarias con el territorio, que blindaran a sus comunidades de aquellas “…relaciones de poder que definen fronteras móviles entre la vida y la muerte, la dominación y la autonomía, la inclusión y la exclusión.”, como lo expresa Anne-Lise Naizot, en un contexto de defensa territorial del pueblo indígena awa del Ecuador.

Un pensamiento en especial enriqueció el debate. Se trató de aquella analogía, que durante los encuentros interétnicos del Naya de los años 2003 y 2004, se establecíó entre el ‘territorio-cuenca del río Naya’ y el ‘cuerpo humano’: Así como el cuerpo humano no es una conjunción de partes independientes, por el contrario, es una unidad de órganos, venas, nervios y músculos con funciones y fuerzas orientadas a mantener con vida al cuerpo, de la misma manera es el territorio-cuenca del río Naya, una unidad de seres humanos, ríos, bosques, mar, manglares, flora y fauna, que requieren de relaciones especiales para garantizar su conservación como espacio de vida.

Los indígenas y los afrocolombianos habían establecido con ese territorio-cuerpo del río Naya una interacción “simbiótica” y unas relaciones simbólicas, similares a las que existen entre los hijos y la madre. Pero también habían construido redes sociales que fortalecían y elevaban sus capacidades políticas y por lo tanto protegían a las comunidades frente a intrusiones económicas externas, que al apropiarse de los bienes naturales de sus territorios, destruían no solo los vínculos con el territorio, sino también las relaciones interculturales entre los pobladores.

Para concluir, conmueve que, como producto del crecimiento incontrolado de economías extractivistas de recursos naturales, ampliación de la frontera agrícola para ganaderías, plantaciones agroindustriales y de cultivos ilícitos, con la conexa presencia de grupos armados, se hayan debilitado —aún extinguido— este tipo de analogías que establecían los pobladores negros, indígenas y campesinos con su territorio. Más ahora que sobre ellos se ejercen presiones económicas y políticas para continuar ampliando la frontera extractiva de los bienes naturales del subsuelo, bosques, ríos y manglares, y expandir la frontera agrícola para cultivos de coca y palma aceitera, devastando los “territorios femeninos”, desplazando a las mujeres de sus huertos y perjudicando no sólo la producción de alimentos para sus hijos, sino también hiriendo su dignidad, ante todo, afectándolas anímica y espiritualmente.

Ese es el caso de las mujeres piangüeras negras e indígenas del Bajo Naya que ya no pueden ir a sus manglares a recolectar la piangua, pues este territorio dejó de ser femenino para entrar a hacer parte del engranaje de la economía de la coca, o para decirlo en los términos de la alumna afrocolombiana, para volverse ‘macho’. De allí que estas mujeres comenzaran a construir parcelas agroforestales alejándose de estos espacios de vida violentados. Ese fue el origen de la organización de mujeres AINI (Fuente de la primavera de flores) del río Naya. Pero aún allí no encontraron sosiego, pues sus cultivos fueron destruidos por las fumigaciones a las plantaciones de coca aledañas. Sin embargo empezaron de nuevo y reconstruyeron sus huertas con más perseverancia que antes, pues saben que ese es su más significativo espacio de vida. “Por eso —y porque la huerta es femenina— hay tantos hombres que encuentran la paz en ella.” (Montse Escutia).

En la evaluación de la Escuela Interétnica quedamos todos comprometidos a mantener con vida esta visión sensible sobre los territorios, más ahora que vivimos un momento en que se requieren respuestas culturales y modelos económicos alternativos que conduzcan a la convivencia entre los pueblos y de ellos con la naturaleza; ahora que todos los actores armados la vienen cubriendo con un manto de sangre. Ya no es solo la expansión de la frontera de un modelo de producción mercantil la que arrolla los territorios colectivos de indígenas y negros. También es la violencia que asiste a esta expansión económica, que al extender sobre estos territorios de vida una frontera de muerte, conduce a que al ecocidio se añada el etnocidio.

Ciudad Mutis, Bahía Solano

diciembre de 2019


[1] Los mitos no provienen de un orden sobrenatural. Los mitos no son asuntos del más allá. Los mitos tienen como base la realidad que viven las comunidades. Fueron creados colectivamente y pensadas por hombres de carne y hueso. Expresan deseos y anhelos de los pueblos, pero también son manifestaciones de sus incertidumbres y temores.

 

 

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