Gobiernos indígenas, estrategias de política local y construcción de paz territorial

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Guardia indígena de Karmata Rúa (Foto: Colectivo de Trabajo Jenzera)

Marcela Velasco*

Colectivo de Trabajo Jenzera

En días recientes, varias organizaciones indígenas han denunciado la presencia de grupos armados ilegales en sus territorios que amenazan la seguridad de líderes y pobladores y la autonomía de los gobiernos indígenas. En respuesta a estos atropellos, la Organización Nacional Indígena de Colombia y otras organizaciones regionales reclaman respeto a sus autoridades como principio básico para construir la paz en estos territorios. Desde la firma en el 2016 del acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han aumentado los ataques sistemáticos a líderes sociales, muchos de ellos indígenas, que organizaban la defensa de sus territorios. Los millares de manifestantes que acompañaron la minga indígena de abril del presente año lo hicieron para exigir la protección de los líderes sociales, acciones concretas de inversión en las comunidades indígenas, y el respeto del acuerdo de paz.

Ante problemas de tal magnitud, no se puede perder de vista que estos atentados arriesgan un logro importante de la democratización en Colombia: los procesos de gobierno local—de por sí muy frágiles—que han construido las autoridades indígenas. Según datos oficiales, hay 87 pueblos indígenas que representan el 3.4% de la población nacional y que viven en los 33 departamentos de Colombia, en 720 resguardos, y en comunidades que lindan con 228 de los 1.122 municipios del país (o sea el 20% de los gobiernos locales). Vistas las cosas así, entender lo que pasa en algunos de estos municipios y las estrategias utilizadas por las comunidades indígenas y sus autoridades para desarrollar sus derechos, nos permite entender mejor ciertas dinámicas importantes de la política subnacional y valorar lo que está en juego en esta época de posconflicto cuando se atenta con tanta impunidad contra los líderes sociales.

Los cambios en la política étnico-territorial son en parte un resultado de la Constitución de 1991 que aprobó uno de los proyectos de derechos culturales más progresistas de América Latina, pero también de los esfuerzos del movimiento indígena por reformar lo que en su mayoría eran leyes autoritarias diseñadas para aculturarlos, explotarlos como fuerza laborar, o privatizar sus tierras. Sin bien la Constitución proporcionó una serie de leyes comparativamente más progresista, dejó en las manos de un Congreso hostil, el desarrollo de un marco legislativo para habilitar a las entidades territoriales indígenas, ley fundamental para reconocer a las autoridades indígenas como autoridades públicas.

Mientras que el Congreso eludía sus responsabilidades y los gobiernos de turno les incumplían a los pueblos indígenas, otras instituciones fueron más diligentes. La Corte Constitucional, por ejemplo, ha desempeñado un papel extraordinario en la aclaración de los límites de las jurisdicciones indígenas y el Instituto Colombiano para la Reforma Agraria o más tarde para el Desarrollo Rural formalizó o saneó muchos títulos de propiedad colectiva, la base fundamental de la autodeterminación de estos pueblos. Por su parte, el Departamento Nacional de Planeación empezó a transferir fondos para los indígenas, que se tuvieron que depositar en cuentas municipales a falta de legislación que habilitara a los cabildos para recibir directamente recursos para el financiamiento de programas de salud, saneamiento, o educación. Por lo tanto, se les delegaron estas responsabilidades a autoridades municipales muchas de ellas antagonistas al movimiento indígena o poco preparadas para cumplir con las nuevas leyes.

Aunque las reformas de los noventa carecieran de apoyo y se vieran debilitadas por las graves violaciones a los derechos de los indígenas, lograron aumentar de una u otra forma su participación en la política. Pero esto sólo fue posible en la medida en que las autoridades indígenas pudieran ejercer control en áreas de su competencia. Así, un escenario institucional de implementación incompleta y falta de voluntad política de importantes instituciones del orden nacional predispuso a las organizaciones indígenas a usar una mezcla de estrategias de contestación (e.g. las mingas), competencia (e.g. elecciones), y colaboración (e.g. participación intersectorial) entre indígenas, sus aliados, y otras autoridades, para desarrollar sus derechos.

Para entender mejor estas dinámicas en mi trabajo he mirado tres casos en los que las autoridades indígenas desarrollaron estas diferentes estrategias de intermediación. Toribío (Cauca) donde se siguió una estrategia contestataria, Riosucio (Caldas) como caso de competencia electoral, y Karmata Rúa (Antioquia), de cooperación entre autoridades indígenas y no-indígenas. La diferencia entre los casos se explica por las diferencias de la política territorial: es decir la economía política y la pugna entre diferentes fuerzas del poder local.

Como “vanguardia indígena”, Toribío—y el norte del Cauca en general, donde muchos municipios contienen mayorías indígenas y están cruzados por resguardos—ha venido desarrollando desde los años ochenta una alternativa de gobierno comunitario inspirada en la estrategia del movimiento indígena del Cauca de tomarse las instituciones locales como única manera de fortalecer la autoridad indígena. Se han enfrentado a élites locales intransigentes y opuestas a cualquier demanda socioeconómica que socave las bases de una hegemonía política tradicional basada en el control de la tierra. También han resistido a los grupos armados, particularmente las FARC, en pugnas por el control territorial.

Los activistas indígenas aumentaron su poder utilizando instituciones exógenas y convirtiéndolas en instrumentos de autogobierno. Y, sin ser ajenos a las dificultades propias del quehacer político en un contexto de pobreza y violencia estructural, estos gobiernos comunitarios han desarrollado capacidades de gestión, impulsado planes de vida (o de desarrollo), y propugnado la resolución del conflicto (recordar por ejemplo, las acciones de la guardia indígena para proteger el municipio de los ataques de las FARC a partir de finales de los 90).

Los indígenas de Riosucio (Caldas) se organizaron en los años setenta para superar su marginación socioeconómica y recuperar su cultura. La recuperación de tierras en los ochentas facilitó la reconstitución de sus autoridades que pronto se convirtieron en una alternativa política y electoral a los partidos tradicionales que controlaban Riosucio. Después de la fundación del Consejo Regional Indígena de Caldas en 1985, se empezaron a fortalecer los cabildos.

Tan pronto lograron aumentar las oportunidades sociales y económicas para la gente en la comunidad, las autoridades indígenas obtuvieron una amplia legitimidad que también afectó la identidad indígena. Según datos del censo, en 1993 el 41% de las 43 mil personas de Riosucio se identificaban como indígenas, cifra que subió a 75% en el 2005. Si bien la incursión inicial de los líderes indígenas en la política local fue enfrentada con violencia, finalmente lograron elegir alcaldes indígenas a partir del 2004. Ahora hay cuatro cabildos indígenas mayores que comparten el poder local en el municipio y que se han convertido en una alternativa política.

Aunque sus autoridades no han sido ajenas al uso de estrategias contestarias, el cabildo indígena de Karmata Rúa —un significativo resguardo Embera Chamí del Suroeste antioqueño— ha cooperado con las autoridades municipales y regionales. Esto se debe en parte, a que las elites políticas departamentales fueron más proactivas en el desarrollo de políticas públicas étnicas para Antioquia. A partir de los ochenta, la gobernación comenzó a crear una serie de programas que culminaron en la creación de una Gerencia Indígena, con un Fondo especial para abordar los derechos indígenas y atender sus necesidades. La acción legislativa de la asamblea departamental también permitió el desarrollo legal de estos derechos.

Por su parte, las autoridades del resguardo de Karmata Rúa ayudaron a producir relaciones de colaboración interinstitucional entre el cabildo y el municipio en temas de producción, medio ambiente, saneamiento, participación política, y resolución de conflictos. En 1998, la asamblea general del resguardo aprobó el “Dachi Código Embera”, para abordar conflictos internos. Una vez aprobada el Consejo de Justicia y Conciliación de Karmata Rúa se hizo cargo de la administración de justicia en casos donde tenía jurisdicción. Finalmente, el consejo municipal de Jardín sancionó una política pública que reconoce los límites territoriales y la autonomía política de los indígenas.

Si bien estos tres casos no representan el universo de experiencias de gobiernos indígenas a nivel nacional, si reflejan el potencial de estas autoridades y las estrategias a las que han debido acudir para llenar vacíos políticos y legales en un contexto nacional de reforma incompleta y oposición a la organización de sus gobiernos. A pesar de las muchas dificultades a las que se enfrentan, y de las fallas propias que tengan, representan la posibilidad de mejorar la calidad de los gobiernos locales y la representación política de grupos marginados históricamente. Esto es necesario para construir una paz territorial.

Profesora Asociada de Ciencia Política, Colorado State University (Marcela.Velasco@colostate.edu)

El texto hace parte de una investigación más larga titulada “Competencia, cooperación y conflicto como estrategias políticas en municipios multiculturales en Colombia”

 

 

 

 

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