A Reinaldo Arenas y Fuentes (a los 25 años de su muerte)

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Novelista cubano (Aguas Claras, 1943 – Nueva York, 1990)

Criado en el seno de una familia campesina, su adolescencia estuvo marcada por su unión a la insurrección castrista desde 1958. Con el triunfo de la Revolución, tuvo oportunidad de participar en el programa de educación del nuevo gobierno, donde su formación autodidacta se vio enriquecida por la relación con los que fueron sus maestros, José Lezama Lima y Virgilio Piñera.

En 1962  apareció su primera y última novela editada en la isla, Celestino antes del alba, ya que el resto de su producción se publicó en el extranjero. Entrada la década de los años sesenta, fue víctima de las medidas del gobierno cubano contra los homosexuales y el acoso contra él aumentó. Fue detenido y encarcelado en la prisión de El Morro, donde entre 1974 y 1976 escribió su autobiografía: Antes que anochezca, cuya versión cinematográfica dirigida por Julián Schnabel, con la interpretación de Javier Barden, se estrenó en 2001.

Finalmente en 1980, por una amnistía gubernamental, abandona a Cuba en 1980 a través del éxodo del Mariel y se radica en Nueva York, desde donde despliega una intensa labor intelectual, hasta que, enfermo de sida, decidió quitarse la vida en 1990, dejando más de veinte libros, que incluyen diez novelas, algunos poemas, relatos breves y obras de teatro.

Un año antes de su muerte escribió este autoepitafio:

Mal poeta enamorado de la luna,

no tuvo más fortuna que el espanto;

y  fue suficiente pues como no era un santo

sabía que la vida es riesgo o abstinencia,

que toda gran ambición es gran demencia

y que el más sórdido horror tiene su encanto.

Vivió para vivir que es ver la muerte

como algo cotidiano a la que apostamos

un cuerpo espléndido o toda nuestra suerte.

Supo que lo mejor es aquello que dejamos

—precisamente porque nos marchamos—.

Todo lo cotidiano resulta aborrecible,

sólo hay un lugar para vivir, el imposible.

Conoció la prisión, el ostracismo,

el exilio, las múltiples ofensas

típicas de la vileza humana;

pero siempre lo escoltí cierto estoicismo

que le ayudó a caminar por cuerdas tensas

o a disfrutar del esplendor de la mañana.

Y cuando ya se bamboleaba surgía una ventana

por la cual se lanzaba al infinito.

No quiso ceremonia, discurso, duelo o grito,

ni un túmulo de arena donde reposase el esqueleto

(ni después de muerto quiso vivir quieto).

Ordenó que sus cenizas fueran lanzadas al mar

donde habrán de fluir constantemente.

No ha perdido la costumbre de soñar:

espera que en sus aguas se zambulla algún adolescente.

(Nueva York, 1989)

 

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