Efraín Jaramillo Jaramillo
“Los derechos humanos
y los derechos de la naturaleza
son dos nombres
de la misma dignidad”
Eduardo Galeano
“… si una comunidad tribal o atrasada
no disfrutaba de derechos humanos,
era obviamente porque como conjunto
no había alcanzado todavía esa fase de civilización,
la fase de soberanía popular y nacional,
sino que era oprimida
por déspotas extranjeros o nativos.”
Hannah Arendt
La desidia de la dirigencia colombiana por los derechos humanos y la exigua observancia que tiene sobre las normas que los protegen, no sorprende al país. Por supuesto que nunca antes se habían producido y denunciado tantas violaciones a los derechos humanos de campesinos, indígenas y afrocolombianos como en esta última década. Pero tampoco se había registrado tal nivel de impunidad, a pesar del crecimiento de la capacidad instrumental y técnica de la justicia para investigar y judicializar a los responsables. No nos estamos refiriendo solo a la impunidad que se presenta en los casos de violaciones de los derechos humanos perpetradas por cuadrillas paramilitares que regaron de sangre el campo colombiano para usurpar tierras a campesinos, negros e indígenas y apropiarse de baldíos de la Nación. Nos referimos también a los mentores del paramilitarismo que utilizando sus posiciones de poder desde la rama ejecutiva (alcaldes y gobernadores) y de la rama legislativa (senadores, representantes y diputados), se beneficiaron del saqueo de bienes públicos y despojo de tierras. Actos que tuvieron el apoyo de jueces y notarios que hicieron sus buenos oficios para legalizar esta usurpación de tierras.[1]
Nos estamos refiriendo también a los derechos de la naturaleza, que al decir de Galeano tienen la misma dignidad de los derechos humanos. Son los derechos de los otros seres vivos que comparten con nosotros el planeta y los derechos que tienen la tierra, los ríos, los bosques, independientemente del servicio que le presten al hombre. Esta visión de compartir un espacio con otros seres de la naturaleza emerge, según Marguerite Yourcenar, “del antiguo pensamiento animista”. Esta visión fue desarrollándose hasta convertirse en una forma muy consciente de la unidad de todos los seres de la naturaleza, y permanece aún en muchos pueblos del planeta, aún en religiones muy desarrolladas como las orientales, y por supuesto en muchos pueblos indígenas. “La Europa cristiana no la ha conocido, o muy brevemente, sólo en la égloga franciscana” (M.Y.). El jesuita Jorge Mario Bergoglio, hoy papa, toma el nombre de Francisco para enaltecer la vida de este hombre ejemplar que ya hace casi un milenio reivindicaba los derechos de la naturaleza. Puedo equivocarme, pero intuyo que la encíclica del actual Francisco, el de Buenos Aires, en defensa del planeta, ‘Laudato Si: Sobre el cuidado de nuestro hogar compartido’, tiene la impronta espiritual de la plegaria del otro Francisco, el de Asis, en defensa de todas las criaturas que habitan este hogar compartido, ‘Cántico de las criaturas’, también conocida como ‘Laudes creaturarum’ o ‘Cántico del hermano Sol’, redactada poco antes de su muerte.
Estos derechos de la naturaleza se encuentran gravemente amenazados por una política minera que está causando estragos en comunidades negras, indígenas y campesinas por los impactos ambientales, económicos y sociales que genera y que auguran ser más severos que los causados por la violencia paramilitar para usurpar tierras. La diferencia es que en esta ocasión se trata de desplazados ambientales, pues su tierras se asemejan a paisajes lunares, con aguas contaminadas, bosques saqueados, suelos devastados y vida silvestre arrasada.
Queremos finalmente referirnos a otro tema de derechos humanos, más difícil e incómodo de tratar y poco resaltado por las organizaciones de derechos humanos. Aunque es un tema opacado por las enormes violaciones de derechos humanos en las últimas dos décadas, estas violaciones han ocasionado graves daños a la población afectada. Estamos hablando de aquellos derechos individuales que son violados al interior de las comunidades rurales, sean estas campesinas, afrocolombianas o indígenas y que acusan también un alto nivel de impunidad, pues para una porción mayoritaria de estas comunidades, estas violaciones a los derechos de sus miembros no configuran una inquietud existencial, en buena parte porque en estas poblaciones perviven legados culturales autoritarios, heredados del colonialismo español, o para el caso indígena, provenientes de formas imperiosas de ejercer la autoridad, heredadas, copiadas o impuestas también por la dominación española, o por la iglesia que regentaba también estos sistemas de autoridad de la Corona.
Por supuesto que las dirigencias y representaciones políticas de estos pueblos ponen muy en alto los derechos humanos, principalmente aquellos que son violados por el Estado. Pero la vivacidad de estas denuncias se desvanece cuando se trata de mirar al interior de sus comunidades. Para la violación de derechos en las comunidades por élites gobernantes, dirigentes, o poderes económicos que se han constituido al interior de las comunidades, ni siquiera se habla de ‘violaciones de derechos humanos’, que por definición solo pueden ser atribuidas al Estado. Pero tampoco se catalogan como violaciones al Derecho Internacional Humanitario, el cual constituye un recurso de racionalidad para reglamentar la conducción de las hostilidades entre Estados o las acciones armadas de grupos irregulares.
El punto es que la violación de derechos de sectores vulnerables como las mujeres y la infancia, que ha crecido con el conflicto armado interno que vive el país, ha hecho metástasis en todos los rincones de Colombia, afectando a todos los sectores de la sociedad colombiana, en especial a los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos que no estaban preparados para afrontar este nuevo flagelo. Asombra sin embargo, que las dirigencias de las organizaciones, en vez de encarar el problema, despliegan sin reticencia alguna una retórica estridente para reclamar la autonomía de una justicia propia, basada en un derecho mayor. Pero una justicia propia que por su escaso desarrollo técnico y práctico tiene una eficacia limitada.
Para responder a una entrevista que me hizo una revista alemana, que pronto saldrá a la luz, hicimos una consulta en varias zonas indígenas del país, constatando que siguen excluidos del horizonte social el reclutamiento de menores (jóvenes de ambos sexos), una violación flagrante al DIH que con pocas excepciones no son denunciados o reclamados, pues no se consideran como actos dolosos. En el mismo plano continua el suicidio de niñas embera dovida en el bajo Atrato, que en vez de disminuir se ha extendido a otras zonas (se han presentado varios casos en el Alto Sinú). Estos suicidios tienden a aumentar en aquellas zonas donde el trabajo de niñas y jóvenes es extenuante. Y aunque la génesis de esta sobrecarga de trabajo a niñas de corta edad se encuentra en el agotamiento de recursos ambientales, como consecuencia de su sobreexplotación, las organizaciones no perciben estos hechos como una violación de derechos humanos. También continúan campantes los casos de ablación en varias comunidades indígenas del país, tampoco estos casos son observados como una violación de derechos humanos a las infantes.
En particular asombra también el uso de los recursos obtenidos del Estado o de la cooperación internacional para fines personales (promoción de dirigentes y compra de conciencias para la elección a cargos directivos de las organizaciones o compra de votos para cargos de elección popular). No obstante las organizaciones y algunos dirigentes, además de no hablar de esto públicamente, tampoco desean que se debatan de forma abierta estos asuntos, que exceptuando los que pertenecen al campo de la corrupción, son catalogados de hechos “culturales”. Con la calificación de derechos culturales, se camuflan muchos problemas de derechos humanos (el autoritarismo, el maltrato a personas vulnerables, el abandono de las mujeres y de los hijos…) que van siendo aceptados socialmente por la fuerza de las “costumbres de la historia” (Hannah Arendt).
Además, y para concluir estas notas, las dirigencias populistas que rechazan la modernidad y menosprecian los derechos humanos individuales en sus comunidades, no tienen tapujos para acceder a la modernidad por la vía del mercado, a partir de la incorporación de instrumentos técnicos en su vida cotidiana, lo que se evidencia en el alto grado de consumo de teléfonos celulares, cámaras fotográficas digitales y otro sinnúmero de aparatos de moda característicos de la era moderna. Y casi nadie está en contra de esto –y no somos quienes para decirles que no lo hagan- salvo aquellos que reflexionan acerca de lo que significa para la conservación de rasgos característicos de la etnicidad esta “recepción meramente instrumental y tecnicista” de la modernidad [2].
Pero sí es ético exigirles a estas dirigencias que de la misma forma que no renuncian a las comodidades derivadas de la tecnología occidental, hagan esfuerzos por amortiguar los efectos de liderazgos autoritarios, creando instituciones que representen de forma permanente los derechos individuales de los sectores más vulnerables de sus sociedades, derechos surgidos de la modernidad con la declaración de los derechos del hombre, una declaración que como dice Hannah Arendt, constituyó una ruptura trascendental en la historia de la humanidad, pues significaba “…nada más ni nada menos que a partir de entonces la fuente de la ley debería hallarse en el Hombre y no en los mandamientos de Dios o en las costumbres de la Historia. Independiente de los privilegios que la Historia había conferido a ciertos estratos de la sociedad o a ciertas naciones, la declaración señalaba la emancipación del hombre de toda tutela y anunciaba que había llegado a su mayoría de edad”.
Ríosucio, Chocó, Junio 19 de 2015
[1] Se poseen muchas evidencias de los vínculos entre actores armados y el ascenso político de sus mentores, o entre el despojo de tierras y apropiación de baldíos de la Nación y la convalidación de esas apropiaciones ilegales mediante normas propuestas por congresistas vinculados, incluso judicialmente, con el accionar paramilitar.
[2] H.C.F Mansilla: La indiferencia ante los derechos humanos y sus raíces históricas en el área andina de América Latina.