La tragedia humanitaria del Pacífico colombiano

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Resumen: Las violaciones a los derechos fundamentales de la población negra, indígena y campesina del Pacífico colombiano, conceptuadas por todas las fuerzas armadas, regulares e irregulares, como “daños colaterales” de todo enfrentamiento armado, tienen objetivos propios e independientes del conflicto armado interno colombiano.  El desarraigo territorial es un objetivo más, y no una consecuencia de la contienda. Esto se deduce de los maridajes entre acciones armadas, despojos de tierras comunitarias y legalizaciones amañadas de estas usurpaciones. La disgregación de sus territorios pone en peligro la pervivencia de estos pueblos. El Estado colombiano, después de importantes acciones afirmativas a favor de indígenas (constitución de resguardos) y afrocolombianos (reconocimiento de derechos y constitución de territorios colectivos), ha sido renuente a ejercer soberanía en la región, quedando la población  a merced de la dictadura de grupos armados ilegales, que han cometido atrocidades y violaciones al Derecho Internacional Humanitario, en muchos casos en connivencia con autoridades civiles y militares.

A partir de 1980 hace presencia en la región del Pacífico colombiano, una nueva clase empresarial para invertir recursos provenientes en gran parte del tráfico de drogas ilícitas. Gran parte de los territorios de indígenas y afrocolombianos que habían permanecido al margen de las dinámicas económicas, han venido siendo incluidos de forma acelerada en los portafolios de inversión de empresas y de agentes económicos nacionales, la mayoría de ellos vinculados a actividades extractivistas, agroindustriales, de producción de narcóticos o de grandes obras de infraestructura, que desestabilizaron las economías de los pueblos indígenas y afrocolombianos, no han generado desarrollo económico en la región, sino que han instaurado nuevas formas de pobreza (cultural, ambiental y espiritual), nuevas amenazas y nuevas vulnerabilidades para estos pueblos.

En 1995 comienzan a llegar de forma regular actores armados ilegales, interesados coincidentemente con estos empresarios, en modificar la estructura productiva de la región. Esta presencia, desmanteló las organizaciones sociales, asesinando a su liderazgo y derrumbando la poca y ya debilitada institucionalidad de la región. Las comunidades son utilizadas y movidas de acuerdo a la lógica política, militar o económica de estos actores. Esta situación se ha vuelto inaguantable para los habitantes, debido a la degradación del conflicto y a la alta cuota de sangre que vienen colocando los indígenas y los afrocolombianos por persistir en mantenerse al margen de un conflicto que cada vez les es más ajeno. El gobierno ha dicho que su política de derechos humanos es la misma política de “seguridad democrática”, no obstante que con este concepto de seguridad se involucre a la población civil en el conflicto armado. Programas como la red de informantes o de soldados campesinos son parte fundamental de esta política[1].

Este conflicto armado tiene graves manifestaciones y consecuencias para los indígenas, afrocolombianos y campesinos del Pacífico:

a)     Invasión de sus territorios por todos los grupos armados: guerrilla,  paramilitares, cuerpos armados del Estado, narcotraficantes y delincuencia organizada.

b)    Masacres, desapariciones forzadas y asesinato de líderes.

c)     Imposición del poder armado desconociendo a las autoridades propias y la autonomía de las comunidades. Esto va acompañado de acciones y presiones violentas de narcotraficantes para despejar áreas de interés agrícola (plantaciones de palma, banano o plátano) o ganadero.

d)    Reclutamiento forzado y utilización de la población nativa en múltiples labores,  haciéndolos susceptibles de castigos y retaliaciones por los grupos opuestos.

e)     Señalamientos de autoridades estatales a autoridades de las comunidades de ser auxiliadores de los grupos guerrilleros, o a la inversa, acusados de ser informantes de la armada nacional o de los grupos paramilitares.

f)     Extorsión económica y restricciones para la entrada y salida de alimentos, medicinas y artículos de primera necesidad.

g)    Combates entre los grupos en pugna por el control del territorio, la economía o la población.

h)    Desplazamiento forzado, o confinamiento en determinadas zonas. Restricción de movilidad en sus territorios o por fuera de ellos.

Estas manifestaciones del conflicto armado han conducido a un debilitamiento de la cohesión interna,  al abandono del ejercicio de la autoridad y justicias propias y por lo tanto a una crisis de gobernabilidad en casi todas las comunidades. En el pacífico son pocas las comunidades que están en condiciones organizativas y anímicas para mantenerse en una resistencia activa, como se presenta en la zona indígena nasa del Cauca andino, donde este pueblo se niega a abandonar sus territorios, exigiendo con movilizaciones masivas (“mingas de resistencia”) el respeto a sus vidas y territorios.

Más recientemente, a partir del año 2000, comenzó el Estado colombiano a hacer presencia en la región con las políticas de interdicción de cultivos de coca del Plan Colombia, desplazando estos cultivos desde el departamento del Putumayo hacia el Pacífico nariñense y desde allí hacia el norte del litoral, arrasando los cultivos de pancoger, que garantizaban la seguridad alimentaria de las comunidades indígenas y afrocolombianas de las cuencas de casi todos los ríos del Pacífico de los departamentos del Cauca y Valle del Cauca.

La creciente demanda de pasta básica de cocaína y látex de amapola, como materia prima para la producción de sustancias sicoactivas, generada por el aumento de la demanda en Estados Unidos por el uso de drogas ilícitas, la apertura de nuevos mercados en Europa (occidental y oriental) y la crisis económica del sector agropecuario, llevan a que se expandan los cultivos de coca, convirtiendo a Colombia para mediados de los años noventa en el principal productor de hoja de coca. Para finales de los noventa ya habían aumentado tanto las presiones del gobierno de los Estados Unidos para que Colombia interrumpiera la oferta de sustancias ilícitas, que el país se ve obligado a aceptar el Plan Colombia para la erradicación de cultivos ilícitos. Las aspersiones aéreas para destruir las plantaciones de coca, empleando cada vez más fuertes herbicidas químicos, no lograron los resultados esperados, y los cultivos continuaron desplazándose y creciendo por suelo amazónico a expensas de la frágil selva húmeda. Del Amazonas estos cultivos se trasladaron a las selvas del litoral Pacífico. No obstante el Departamento de Estado de los Estados Unidos, persiste en la tesis de que el narcotráfico existe porque hay cultivadores de coca.

Estas diversas presencias y operaciones de paramilitares, grupos guerrilleros y fuerzas armadas del Estado confluyen para agravar la situación económica y social de estos pueblos, configurando un estado de desarraigo que pone en peligro su pervivencia como pueblos.

A estas políticas de desterritorialización se contrapone el profundo arraigo territorial de los  pueblos indígenas y afrocolombianos que en los años 90 habían obtenido importantes reconocimientos constitucionales y legales que posibilitaron la constitución y consolidación de muchos territorios colectivos, dando inicio a una reorganización interna y a agendas políticas propias para construir nuevas formas de organización y solidaridad, encaminadas a escapar a la guerra y a revertir siglos de exclusión.

Aunque es obligación constitucional del Estado colombiano proteger los derechos de los grupos étnicos y apoyar estos esfuerzos organizativos de los pueblos, con más veras ahora que el panorama de los derechos humanos para negros e indígenas se ha deteriorado ostensiblemente, el Estado colombiano no ha mostrado voluntad para ejercer soberanía en el Pacífico. Por el contrario este drama que viven los pobladores indígenas, negros y campesinos, sucede bajo la mirada displicente del Estado y en algunos casos, con su complicidad, como en el caso de la masacre del Naya, donde el paramilitar Ever Veloza, alias “H.H.”, jefe del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC, dirigió la masacre de por lo menos 50 indígenas y campesinos en abril de 2001 (datos de la Fiscalía General de la Nación). “H.H.” en versión libre ante un juez de Justicia y Paz reconoció que para esta acción recibió el apoyo del Ejército Nacional.

 

Aspectos sociales, económicos y políticos de la problemática del Pacífico

que contribuyen al desarraigo y tragedia humanitaria de sus habitantes.

Desconocimiento de los actuales estándares internacionales para la protección de los pueblos étnico-territoriales (indígenas y afrocolombianos), que otorgan particular atención a los derechos individuales y colectivos en relación con la propiedad, el uso y el control que ejercen los pueblos indígenas en sus territorios, así como la relación con los recursos naturales.

Estos estándares ponen un claro énfasis en la necesidad de que estos pueblos cuenten con mecanismos apropiados de control sobre los factores y procesos que afectan sus vidas, territorios y recursos, pues es así que pueden mantener y reforzar sus instituciones, culturas y tradiciones, y promover un desarrollo propio, de acuerdo con sus aspiraciones y necesidades.

El gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), desconoció groseramente estos estándares internacionales, conduciendo a que los pueblos indígenas de Colombia, se retiraran de las mesas nacionales de concertación con el Estado, creadas por los decretos 1396 y 1397 de 1996.

El presidente Álvaro Uribe en sus 6 años de gobierno no solo ha impedido que se materialicen en Colombia estos estándares internacionales, sino que ha restringido los derechos de indígenas, afrocolombianos y campesinos, llevando a cabo desde la presidencia un ordenamiento económico y político del país y cambiando la estructura legal de Colombia con el fin de facilitar el acceso a los recursos de los territorios de propiedad colectiva de indígenas y afrocolombianos. Este ordenamiento se realiza en función de un orden global de desarrollo neoliberal, para el cual los territorios de propiedad colectiva y las economías comunitarias son un estorbo.

El hecho de que Colombia fuera uno de los pocos países que se abstuvieron de firmar la declaración universal de los derechos de los pueblos indígenas de las Naciones Unidas, confirma la animadversión del gobierno por los derechos colectivos de estos pueblos. Y evidentemente, el presidente Uribe viene cambiando sistemáticamente las reglas de juego: La Constitución de 1991 había abierto las puertas a los pueblos indígenas y afrocolombianos. Pero esa inclusión legal es circunstancial, pues en el campo económico, esa esfera de la vida social que es esencial y determinante para el bienestar y la superación de condiciones de oprobio y marginación, el Estado viene cerrando todos los espacios. De esta manera el Estado colombiano borra la pluralidad y la diversidad como fundamentos del régimen democrático que se pensaba construir con la expedición de la Constitución de 1991.

La exclusión política y social ejercida contra estos pueblos, el desconocimiento que se ha hecho de sus derechos, el desprecio por sus prácticas económicas, la discriminación racial, el descrédito y negación de sus identidades y tantos ataques y afrentas que han sufrido sus instituciones, culturas y cosmovisiones, han tenido generalmente como finalidad, desvirtuar el derecho a sus territorios. Con los reconocimientos constitucionales pudieron estos pueblos hacerse visibles en el panorama nacional y se comenzaron a honrar sus conocimientos, comportamientos y espiritualidad, pues cada vez eran más evidentes sus contribuciones en la preservación de espacios de alta diversidad biológica como el Pacífico. No obstante, estas lógicas culturales en el manejo de sus espacios de vida no han tenido el reconocimiento del gobierno, porque estos territorios tienen recursos que son estratégicos para un capital transnacional egoísta, cuya avidez crece con la posibilidad de la firma del Tratado de Libre Comercio, TLC con los Estados Unidos de América.

La disputa violenta por el control económico, político y territorial de la región. Muchas zonas del Pacífico son objeto de disputa entre sectores armados, pues tener el control de estos espacios y de su economía legal e ilegal es fundamental para mantenerse en la guerra.  En pocos años el Pacífico, de remanso de paz se tornó en una de las regiones más violentas del país, debido a la pugna por el control de rentas asociadas a los cultivos de uso ilícito o a la explotación de recursos naturales, por la posesión de tierras fértiles o el dominio de territorios geopolíticamente estratégicos. Por estas zonas se realizan las exportaciones ilícitas y el contrabando de armas. Esta pugna ha costado la vida a cientos de jóvenes en calidad de “raspachines” (recolectores de la hoja de coca), aserradores de madera, mineros o milicianos que trabajan para uno u otro grupo.

La fragmentación y desarraigo territorial de comunidades indígenas y negras. En la medida en que crecen los cultivos ilegales y se expanden las grandes plantaciones, la ganadería o las actividades extractivistas, la vida económica y social de las comunidades queda supeditada a la dinámica del flujo de recursos generados por estas actividades. En las comunidades afectadas por este tipo de economías, caen vertiginosamente los cultivos de pancoger y se incrementa la dependencia de alimentos importados. El abandono de la producción de alimentos es el primer paso para la desestructuración económica de las comunidades. Y el uso del suelo y de recursos del territorio con el fin de responder a demandas de mercados externos a la región, es la vía más expedita para el desarraigo territorial. En esto el Pacífico ofrece una amplia gama de ejemplos.

 

Una nueva diáspora negra. A la par que se extinguen por sobreexplotación los recursos del bosque, de los ríos y de los manglares, y se expande la violencia paramilitar para apropiarse de los recursos forestales y para utilización de los suelos en plantaciones de palma aceitera, banano y coca, comienza la migración hacia las ciudades.

Desestructuración de los gobiernos municipales. La evasión fiscal, el contrabando, la posesión ilegal de la tierra, el robo y apropiación privada de los bienes y recursos públicos, el caciquismo, las elecciones fraudulentas, la compra de votos, el secuestro y por último el narcotráfico, con todas sus secuelas de corrupción y violencia, han terminado por desestabilizar los gobiernos locales y desinstitucionalizar[2] la región.

Una problemática social que es tratada en términos de guerra. El Plan Colombia surgió en el marco de la política antidrogas del gobierno de Estados Unidos. Al convertirse el negocio de las drogas en principal fuente del empoderamiento económico y militar de las  FARC y de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia, A,U.C. y al entrar estas organizaciones (después del 11 de septiembre) a hacer parte de la lista de los grupos terroristas del Departamento de Defensa de los Estados Unidos, pasa la lucha antidrogas a ser definida como guerra antiterrorista. Al establecerse esta relación de causalidad entre terrorismo y droga, la problemática social de las regiones cultivadoras de coca entra a constituirse en un fenómeno que debe ser tratado en términos militares. Las propuestas de desarrollo económico concebidas para estas zonas deben pasar primero por una “solución militar” .

Con el crecimiento de los cultivos de uso ilícito, el Pacífico entró a ser parte de las llamadas Gray Zone, catalogadas como de fácil acceso para los actores armados. Los pobladores de estas zonas grises serían parte de la estrategia de financiación y/o potenciales auxiliadores de acciones terroristas. Se borra de un tajo la propuesta de “pensar pacíficamente el Pacífico” (lema del Proyecto Biopacífico[3]) que venía reafirmando las estrategias de convivencia y supervivencia de negros e indígenas que habitan las selvas neotropicales del Pacífico como la clave de cualquier esfuerzo a favor de su singular diversidad biológica y cultural. Es en este contexto de la guerra contra las drogas que se crean escenarios de alta confrontación militar, sin tener en cuenta a la población indígena, afrocolombiana y campesina.

La guerra como conductora de desarrollo regional es, como dice el investigador Ricardo Vargas, “una pésima consejera”. Esta guerra desvirtúa las formas de producción solidarias que han conservado las selvas del Pacífico durante siglos y viola derechos constitucionales y normativos de protección de territorios colectivos. El resultado final es que se imposibilita más cualquier acción tendiente a empoderar a las comunidades para el ejercicio de sus funciones y a generar procesos de desarrollo autónomo y autosostenible.

El impacto de las medidas de control de la intervención armada es muy fuerte para la región y sus pobladores: retención de combustibles, víveres, medicamentos; restricciones a la libre circulación por caminos y carreteras; obstáculos para ir a sus sementeras, para recolectar frutos o acceder a sitios de pesca y cacería; dificultades para adquirir y vender productos. Se generan crisis económicas locales: escalada de precios para artículos indispensables de afuera de la región y caída de precios para los producidos en la región. La economía de la región colapsa. Y ante la incapacidad de los gobiernos locales para sortear estas dificultades, se produce el abandono de la región. Como dice el refrán popular, “el remedio resulta siendo más caro que la enfermedad”.

Este modelo de intervención militar (no sólo de actores armados legales. También de paramilitares y grupos guerrilleros) y las consecuencias antes descritas se han repetido tantas veces, que nos lleva a concluir que detrás de estas acciones armadas se encuentra una política deliberada de desalojo de la  población, para “limpiar” determinadas áreas ambicionadas por poderosos intereses económicos, donde están comprometidos capitales internacionales y dineros generados por el tráfico de drogas. Y es que en el Bajo Atrato (departamento del Chocó) se iniciaron los grandes cultivos de palma aceitera, después de haber sido desalojadas violentamente las comunidades de la zona. En otras zonas, como en el Alto río San Jorge, el desalojo de la población indígena Embera Katío de su resguardo tuvo lugar para sembrar cultivos de uso ilícito. De forma general el objetivo del desalojo ha sido la explotación a gran escala de los recursos ambientales, especialmente madereros y mineros, para ampliar los latifundios ganaderos o las plantaciones de banano, plátano, palma aceitera y coca. Esta situación, descrita en el segundo informe de IWGIA sobre los derechos humanos de pueblos indígenas, configura un genocidio premeditado[4].

Crecimiento de las desigualdades económicas y sociales. El modelo económico neoliberal, iniciado en los años 90, no sólo no ha resuelto los problemas estructurales, sino que ha acentuado las desigualdades, extendido la pobreza y acelerado el deterioro del ambiente. A pesar de  las acciones afirmativas del Estado que llevaron a la titulación de más de 5 millones de hectáreas a la población negra, esta no ha logrado el disfrute de sus territorios colectivos y hoy sigue siendo el sector social más excluido de la Nación colombiana. Tampoco existen políticas económicas tendientes a cerrar la brecha entre las regiones, y el Pacífico, el territorio ancestral de los negros, continúa siendo la región más pobre, explotada y desconectada del país.

Exacerbación de las diferencias culturales y de la discriminación racial. Aunque la pluriculturalidad fue consagrada en la nueva Constitución Política de Colombia de 1991, el Estado no se ha identificado con ella. Las estadísticas y los hechos nos muestran que a pesar de que la Asamblea Nacional Constituyente fue convocada para dirimir los conflictos de los colombianos, fue a partir de allí que se agudizaron los conflictos socioculturales. La razón es que el Estado colombiano no pensó nunca en crear espacios para la interculturalidad, buscando así cerrar el abismo que separa a las diferentes culturas.

De la mano de la desigualdad económica crece y se aceleran entonces las diferencias culturales. La desigualdad y la diferencia se agravan aún más, cuando en la región se expande la economía basada en cultivos de uso ilícito. Aunque la esclavitud se abolió hace 150 años, con esta economía del narcotráfico se reviven pautas semejantes de explotación de la mano de obra y de violación de los derechos humanos.

En el Pacífico se hace más evidente lo que a juicio de Daniel Pécaut es la violencia en Colombia: una situación generalizada y difusa, donde los diferentes fenómenos y formas de expresión como se presenta (violencia política, violencia oficial, conflicto armado, asesinatos, desplazamientos, extorsiones, desapariciones, secuestros, violencia común, violencia racista) interactúan y se retroalimentan, creando un círculo vicioso ascendente y cumulativo.

Y es eso precisamente lo que está sucediendo en el Pacífico. Se da una situación generalizada de violencia, pero donde el narcotráfico y sus bandas delincuenciales ejercen un poder intimidatorio por medio del terror. Estos grupos se convierten en agentes reguladores que garantizan el orden y el cumplimiento de las normas que ellos mismos establecen. Ejercen su propia justicia y deciden sobre la vida de las personas.

El desplazamiento forzado en el Pacífico es uno de los más altos en el país.  Lo más lúgubre de la vida de los desplazados de los ríos cercanos a Buenaventura, es que llegan a refugiarse a este puerto (el más importante de Colombia, por donde se mueve el 80 % de las mercaderías que entran y salen del país y desde donde se mueven cuantiosos recursos financieros provenientes del narcotráfico). Estos desplazados son acogidos en los barrios más pobres, llamados de “bajamar”. Con el fin de acondicionar este puerto para responder a los retos del T.L.C., estos refugiados son de nuevo desplazados. Esta siniestra tarea la realizan grupos paramilitares, que en un lapso de 5 años han asesinado[5] y desparecido a más de 1.000 personas, más de la mitad de ellas jóvenes sin trabajo. Lo que ahora los habitantes de Buenaventura se preguntan es cuantos de estos jóvenes hacen parte de los “falsos positivos”: personas que fueron enganchadas bajo promesas de trabajo y que posteriormente aparecieron vilmente asesinadas por miembros de las fuerzas armadas del Estado y presentadas como “bajas guerrilleras”, para recibir recompensas (3 millones de pesos por persona, algo así como 1.500 US dólares). Y todo esto ocurre bajo la mirada indiferente de las altas esferas del gobierno.

Epílogo: Flota en el aire de América un halo de esperanza para los pueblos indígenas y negros, ahora que la Nación más poderosa de la tierra ha elegido un presidente mulato, cuya historia personal encarna la interculturalidad. Esto los inflama de entusiasmo. Y les trae también a la memoria, ahora que suenan las fanfarrias para la celebración del Bicentenario de la independencia de las Repúblicas bolivarianas, las ideas libertarias de sus fundadores, cuando decidieron hacer uso del “recurso supremo de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Y de nuevo quieren abrir el camino para llamar a la vida alternativas diferentes de institucionalidad, que sean diametralmente opuestas a concepciones centralistas y autoritarias del poder. Alternativas que le cierren definitivamente las puertas a la opresión, la humillación y la ofensa que han sufrido. Alternativas que reconozcan la extraordinaria riqueza de múltiples expresiones de cultura indígena y negra y de proposiciones espirituales e ideológicas que se han venido originando en nuestro país, a partir de un “mestizaje fecundo” que ha vivido el pueblo colombiano. En fin, alternativas que sean una barrera eficaz a la intolerancia.

Buenaventura, noviembre de 2008


[1] De esta forma la política de seguridad democrática traslada a la ciudadanía la obligación de garantizar la seguridad, y la utiliza como un instrumento para ganar la guerra. Los lineamientos de esta política plantean, por ejemplo, que la ciudadanía “será parte fundamental en el tema de la recolección de información para la inteligencia militar” .

 

[2] Esta desinstitucionalización radica en que el Estado, sus instituciones y sus recursos, han adquirido la condición de botín de guerra de los grupos armados y de sus afines mentores políticos.

[3] Esta experiencia de trabajo interdisciplinario y pluralista fue apoyada por el Fondo Mundial del Medio Ambiente y el gobierno de Suiza, el programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD y el ministerio del Medio Ambiente. Biopacífico representa 5 años de negociaciones, decisiones, proyectos y ensayos durante los cuales se concentraron esfuerzos de más de 400 personas, organizaciones indígenas y negras, fundaciones, universidades, ONG y entidades territoriales.

[4] Pacífico colombiano. El caso del Naya, Informe IWGIA 2, Bogotá 2008.

[5] La mayoría de las víctimas presentan señales de tortura, lo que evidencia que en estos actos delictivos existe también una buena dosis de racismo e intolerancia social.

 

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