Efraín Jaramillo Jaramillo
Colectivo de Trabajo Jenzera
El reino de la democracia,
al igual que…
“el reino de los cielos
no es para todos”
Jesús de Nazaret
(Mateo 13, 24…)
Es común equiparar democracia con igualdad. Por ello es usual también que muchos supongan que un país con desigualdades sociales no puede ser considerado un país democrático. ¿Puede entonces una democracia coexistir con la desigualdad? Y si es así, ¿qué significa entonces la democracia?
Es conocida la proposición de Winston Churchill de que “la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás”. Confieso que cuando escuche por primera vez esta frase no la entendí completamente, hasta que mi viejo maestro en estos temas la explicó de un modo sencillo: La democracia es una forma de gobierno y de organización política que es imperfecta, pues de por sí no garantiza que desaparezcan las desigualdades sociales y que sean reconocidos todos los derechos civiles y políticos. Pero lo que sí posibilita la democracia es que sea el pueblo el que escoja el camino para superar esas imperfecciones y conquistar los derechos civiles y políticos para toda la sociedad. La democracia es entonces una forma de gobierno donde el pueblo tiene la posibilidad de transformarse en sujeto político y decidir cómo gobernarse y constituir un modelo político que busque la igualdad y la libertad. Algo que ni la más ilustrada y altruista dictadura puede hacerlo, pues ¿cuándo se ha visto que un régimen dictatorial incite a los ciudadanos a involucrarse en política y ejercitar la vida democrática? Por eso y por más razones, es que la democracia es entre todos los sistemas políticos existentes la mejor forma de gobierno.
¿Representa entonces el ideal democrático un valor universal? O preguntado de otra manera, ¿Puede la democracia ser un modelo universal? La democracia tal como fue imaginada en la revolución francesa está unida al concepto de libertad. Sólo que, como lo dijo Rousseau “la libertad no es fruto que crece en todos los climas”; es decir, tanto la libertad como la democracia no estaría al alcance de todos los pueblos. En especial de aquellos pueblos donde una parte importante de su estructura político-ideológica se basa en legados culturales autoritarios trascendentes, que provienen de formas imperiosas de ejercer la autoridad, heredadas de sus ancestros, o impuestas por la dominación colonial, o por la iglesia que regentaba estos sistemas de autoridad. Es decir pueblos, para los cuales la lucha por las libertades les es ajena, o por lo menos, les resulta extravagante. Definitivamente, como reza el epígrafe que abre estas notas: El reino de la democracia, al igual que el reino de los cielos no es para todos.
Voy en seguida a entrar en materia, pues esta forma de presentar el problema, aunque es necesaria, se antoja abstracta y alejada de la problemática que viven hoy los indígenas del Cauca, que es el tema central de estas notas.
La opinión general que tengo sobre lo que acontece en el Cauca con la lucha indígena por la tierra, es que el planteamiento de la “Liberación de la Madre Tierra” como paradigma actualizado de la plataforma política del CRIC para garantizar la pervivencia del pueblo nasa, así como las ideas socialistas que se han aclimatado en la región, como resultado de múltiples presencias totalitarias guerrilleras y enormes ausencias de diálogos democráticos, han activado poderosos ‘dispositivos’ doctrinarios que blindan de cualquier duda sus creencias y principios. Esto merece una explicación: Al desdeñar cualquier cuestionamiento y sin exponerse a la opinión de los otros, estos principios y valores doctrinarios se vuelven inmunes a cualquier crítica y no sorprende que sean presentados como paradigmas revolucionarios innovadores, que son aclamados en orgías populistas, como hemos presenciado en manifestaciones públicas masivas en la plaza de Bolívar, en congresos y en otros escenarios menores.
Los que han acompañado procesos organizativos de los pueblos indígenas saben de que estoy hablando y saben también que estos planteamientos ideológicos, aunque nuevos, hacen parte en su concepción y desarrollo, de una vuelta al pasado, que bloquean el desarrollo político y comprometen el futuro de las nuevas generaciones.
Antes de continuar, debemos abordar otros puntos para terminar de contextualizar políticamente esta temática. Se preguntarán ustedes: ¿No es precisamente un sistema democrático el que debe respetar y observar las decisiones existenciales de los pueblos a seguir su propio camino sin coacciones ni restricciones y a mantener, si así lo desean esas costumbres del pasado? Dicho de otra manera y para llegar a la nuez del asunto que estamos tratando: ¿Es posible en un país multicultural la convivencia de diferentes derechos fundamentales, derivados de valores culturales que pueden estar en abierta contradicción? Un ejemplo puede ayudarnos a entender la razón de esta pregunta: Cuando se hizo pública la práctica de la ablación a niñas indígenas embera y muchas personas se pronunciaron en contra, varias organizaciones indígenas defendieron esta práctica, argumentando que se trataba de “una conducta correspondiente a una práctica ancestral de un pueblo indígena, dentro de una cosmovisión propia”. La Organización Nacional Indígena de Colombia entrevistada al respecto por Colprensa insistió en el derecho a la autonomía de los pueblos indígenas y reprochó “la doble moral de nuestros hermanos no indígenas, que da pie a que sectores oportunistas y retardatarios se prendan de este hecho para calificarnos de salvajes e incivilizados”. Después de muchos debates, las organizaciones aceptaron que esta práctica era violatoria de derechos individuales. Esta actitud crítica es la mejor manera de ingresar a la modernidad y consolidar la democracia. No obstante se sigue practicando. ¿Herencias culturales que se niegan a desaparecer? La pregunta es entonces si una sociedad puede convivir con una práctica que según UNICEF, se trata de “una violación absoluta a las niñas, que no puede ser tolerada por razones culturales… y es un atropello a la libertad y dignidad sexual de las mujeres…”
Otro aspecto más de la misma cuestión: los contradictores de la multiculturalidad afirman que la existencia de culturas diferentes en un mismo espacio nacional es fuente de conflictos. Por su parte los defensores de la multiculturalidad responden que los conflictos que tiene el país no han surgido por la existencia de culturas diferentes, sino que se han derivado de la implantación de un proyecto de Nación culturalmente homogénea que para fundarse necesita ‘disolver’ las diferencias a su interior. Aunque en la historia de la humanidad hay ejemplos de convivencia de culturas diferentes, son más los ejemplos en que se han presentado la fragmentación, la secesión y las luchas autonómicas, separatistas e independentistas en las sociedades. Esto se ha presentado en Estados, que en lugar de ‘acoger’ a culturas diferentes, han buscado destruirlas a fin de cumplir el ideal de un Estado total. Y decimos ‘total’, porque el totalitarismo no sólo se expresa en términos económicos, políticos o militares; puede ser también cultural. Algo que ya habíamos aprendido del antropólogo noruego Fredrik Barth, cuando afirma que “las fronteras no se trazan teniendo en cuenta las diferencias; (sino que) las diferencias se buscan, se encuentran o se inventan en función de unas fronteras que ya han sido trazadas…” ([1])
A estas alturas de la reflexión podemos volver entonces a preguntarnos si es posible la convivencia de diferentes derechos fundamentales inconciliables en un mismo espacio nacional.
Según Bassam Tibi –profesor de la universidad de Göttingen (Alemania)– para que pueda constituirse una Nación en un territorio multicultural, es necesario partir de la realidad, de que han sido trazadas unas fronteras que comprenden en su interior varias culturas con derechos que se contraponen. En un ‘Estado de derecho’ liberal, estas culturas requieren de un reconocimiento constitucional. El problema surge, cuando los defensores del ‘multiculturalismo’ exigen que las diferencias culturales se eleven a la categoría de derechos fundamentales (o naturales). Este planteamiento según el profesor Tibi no es aceptable, ni tiene fundamento político, pues implica que en la misma Nación existan diferentes derechos fundamentales que están en abierta contradicción. Para encontrar una solución a los planteamientos multiculturalistas y evitar la desmembración del país en varias naciones, Tibi introduce el concepto de Pluriculturalidad. La diferencia entre multiculturalismo y pluriculturalidad reside en que la pluriculturalidad reconoce la diversidad cultural, pero establece una condición para garantizar la armonía y la convivencia entre las diferentes culturas al interior de una Nación: Debe aceptarse un consenso de valores que delimite los derechos que emanan de una diversidad cultural que en principio no debe ser limitada.
Para el caso de nuestra Nación multicultural, los valores que tienen un consenso general para construir la pluriculturalidad, tienen que ver con: a) El respeto a la democracia, b) La independencia de los asuntos públicos en relación con los religiosos –secularidad– y c), el acatamiento de los derechos humanos individuales. El planteamiento pluricultural amarraría así la diversidad cultural a un orden de valores, promoviendo la convivencia, en contraposición de la ideología multiculturalista, que pone barreras y obstruye cualquier acercamiento intercultural.
Sólo aceptando este consenso de valores, puede construirse una nueva institucionalidad que permita que fluyan libremente la diversidad de planteamientos políticos de los diferentes sujetos sociales. Una nueva institucionalidad que tenga como fundamento –y que comprenda– esa diversidad de rostros que hay en esta Nación.
La puesta en práctica de las premisas multiculturalistas, traen como resultado sociedades paralelas y pueden conducir a la creación de diferentes naciones, lo que obstaculiza la constitución de una Nación democrática y pluriétnica, pues lleva a que todos los esfuerzos que se hacen por construirla se vayan consumiendo desde adentro.
Y este es el punto, el Estado y la sociedad colombianas, al desestimar la importancia de la diversidad cultural, ha conducido a que surja en las culturas sometidas la resistencia y un discurso contestatario que exacerba las humillaciones que han sufrido a lo largo de los siglos. Pero este modelo conceptual para la organización de la resistencia no toma en cuenta la realidad social de la región, sino los anhelos de los dirigentes políticos que han perfeccionado sus capacidades para apelar a emociones profundas y convocar a comunidades, que de alguna manera han sido predispuestas a la indignación.
Aunque los indígenas son gente bastante pragmática que presta poco interés a debates teóricos alrededor de los valores normativos de su historia y tradiciones, sí son diligentes para movilizarse por ideologías que exaltan aquellos rasgos de su identidad colectiva. Son ideologías que a pesar de su modesta calidad teórica, provocan impulsos incontenibles que llevan a cometer agravios a otros, considerados usurpadores de tierras que les pertenecen. Esto está sucediendo justamente con aquellos indígenas nasa que hoy arremeten contra propietarios ‘blancos’ de pequeñas parcelas del Cauca’ ([2]) que están expiando culpas por atropellos sufridos por los indígenas en el pasado. Sabemos lo difícil que es para muchos pueblos asimilar traumas del pasado. Pero el hecho es que estos traumas que se arrastran hasta el presente, están bloqueando diálogos políticos más acordes con la modernidad, sobre todo más a tono con el ambiente optimista que vive Colombia en estos momentos del posconflicto, que son circunstancias históricas especiales que deberían ser aprovechadas para encontrar caminos de entendimiento que posibiliten consolidar una democracia, que por definición debe ser intercultural, o no será.
No se puede desconocer la fuerza social que acompaña estas impetuosas luchas por la tierra, pero ¿no sería sensato reflexionar si el camino de la confrontación para alcanzar derechos no debería repensarse, utilizando las vías del diálogo? No sabemos si a los orientadores del paradigma de “Liberación de la Madre Tierra” les ha pasado por la cabeza pensar que cuando un discurso –cultural, religioso, nacionalista, anticapitalista, antiimperialista, feminista, clasista, guerrerista, o aún pacifista– busca de manera parcial y con métodos coercitivos –materiales o espirituales– subordinar la totalidad de la realidad social a su punto de vista, corre el riesgo de producir mentes fundamentalistas en sus seguidores. Las respuestas que generan en sus antagonistas suelen ser del mismo tenor fundamentalista. En este contexto, un planteamiento político como el de la “Liberación de la Madre Tierra”, puede terminar convirtiéndose en un constructo de baja factura ideológica. Y su aplicación arbitraria, empleando métodos abusivos a una población que no tiene que ver históricamente con el despojo de tierras a sus ancestros, termina siendo desleal con la construcción de una Nación pluriétnica en la cual van a vivir sus descendientes. Pero el peligro más real es que despierte en los agraviados también un malestar que puede ser utilizado por sectores retrógrados para convocar cruzadas contra los indígenas. No sería la primera vez que esto sucediera en el país.
Como afirmamos en un texto anterior: “Alguien podría explicarnos por qué para “armonizar” –término utilizado por los nasa– la relación con la tierra y para reconstruir sus sociedades, los indígenas tengan que transgredir normas y razonamientos políticos y violar derechos de otros, que también provocan ‘desarmonía’ en la sociedad y le agregan nuevos agravios a esta lucha por la tierra… Aquí hay mucha tela por cortar y, también, mucha demagogia populista desplegada que está alterando relaciones sociales construidas durante varias décadas con otros sectores de la población, en un mundo donde los indígenas ya no están solos y no pueden decidir unilateral- y autónomamente sobre los destinos de regiones que comparten con otros pobladores, negros, mestizos y blancos, sin tener en cuenta los intereses, y sobre todo, los derechos de esos otros pobladores. ([3])
Acierta Hannah Arendt cuando afirma que lo ‘político’ no se encuentra en la naturaleza del ser humano. Su ‘politicidad’ se origina en su relación con los demás, una relación que no está ni en los unos ni en los otros, sino ‘entre’ los unos y los otros. Cuando no se atiende esta máxima de la razón política y se elige la vía de los hechos para violar derechos que tienen estos propietarios a su tierra, entonces lo que puede suceder es que sea la guerra la que continúe la política. ¿Será esta la ‘palabra que se quiere caminar’, cuando una destacada dirigente indígena afirmó que están “…dispuestos a poner los muertos que haya que poner y hacer las alianzas que sean necesarias para liberar la madre tierra”? Definitivamente “…la miseria en política familiariza, a veces, a un hombre, con extraños compañeros de cama. ([4])
Hay un sólo punto donde todos estamos de acuerdo: sin política hay guerra, o para decirlo en los términos en que Hannah Arendt formuló este enunciado y que la historia reciente le ha dado la razón: allí donde no impera la política asistimos al reinado del terror. Reivindicar la discusión política libre, la llevó a examinar de forma crítica la democracia representativa y abogar por un sistema de consejos o formas de democracia directa, entendiendo la política como participación y como virtud cívica y acción que busca el bien común; y a defender un concepto de ‘pluralismo’ en el ámbito político, pues según ella, era gracias al pluralismo, que se generaría el potencial de una libertad e igualdad políticas entre las personas, lo que contribuiría a descolonizar la cultura y a reorganizar la sociedad y el Estado a partir del reconocimiento de la diversidad cultural de la Nación. Siendo comedidos con el pensamiento de Hannah Arendt es que vemos la urgencia de abordar la interculturalidad en la construcción de esa institucionalidad, incluyente en lo político, y democrática en lo económico, social y cultural.
En esta era de la ‘posverdad’ los políticos y los ideólogos dicen muchas cosas, prudentes y superficiales, ciertas y falsas, a saber: El discurso de los ideólogos de la “Liberación de la Madre Tierra” se presenta aleccionador por su valor crítico, pues enseña como la civilización occidental viene destruyendo la naturaleza de forma irracional e irreversible. Sin embargo llama también la atención la superficialidad de sus proposiciones para superar sistemas sociales tan complejos como el capitalista, actualmente responsables del cambio climático, del desaforado consumo de los bienes que producen los ecosistemas, de la contaminación de suelos y aguas y de la pérdida de biodiversidad, que vienen destruyendo el planeta y poniendo en riesgo la existencia de todas las formas de vida sobre la tierra.
No sabemos si se habrán dado cuenta estos ideólogos de la Liberación de la Madre Tierra, que impacienta la excentricidad de sus planteamientos, cuando asumen que las culturas indígenas son depositarias por naturaleza de un substrato inteligente y sagaz que perdura a través de los siglos. Lo que es un fundamento del Tul([5]) en la cultura nasa, es convertido en la crítica central al capitalismo y a la civilización occidental. Esto, junto a la jactancia en el manejo de sus verdades filosóficas, aleja a estos amigos de otros hermanos, también excluidos y por lo tanto también interesados en la construcción de procesos democráticos incluyentes. Al no tener en cuenta que el conocimiento humano nunca es absoluto, pues está sujeto a los permanentes cambios de la ciencia y la sociedad, se terminan desdibujando y simplificando los procesos históricos. La Universidad Indígena Intercultural del Cauca –UAIIN– debería entonces honrar su ‘apellido’ y defender la interculturalidad. Está por lo tanto, ante una tarea inmensa: la labor de difundir una actitud básicamente crítica, racional y moderna en la vida social y política, para no seguir ensalzando una visión especulativa que solo satisface necesidades emocionales de solidaridad que hemos tenido los colombianos con causas de justicia social e histórica. En este contexto me llega a la memoria aquella frase de Emil Cioran, de que “Uno debe ponerse del lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando están equivocados, sin perder de vista, no obstante, que están hechos del mismo barro que sus opresores”.
En este momento del posconflicto, reiteramos, donde todos los colombianos nos aprestamos para ‘arreglar la casa’ después de medio siglo de guerra, sería un error e irresponsabilidad de las organizaciones indígenas dejar en manos de los ‘Libertadores de la Madre Tierra’ la dirección política y la forma de orientar en sus regiones la lucha por la defensa de sus territorios, dejando a un segundo plano la construcción de una audaz política ambiental, concertada con otros sectores campesinos y afrocolombianos para preservar el medio ambiente, el suelo y el subsuelo de la agresiva política minera del gobierno; igualmente la construcción social de la paz con justicia y democracia, que es actualmente uno de los grandes retos que tenemos, pues sigue pendiente en la agenda de las luchas populares, la urgente tarea de conformar un movimiento social pluriétnico para afrontar la grave situación que vive Colombia, en el terreno de las injusticias sociales crecientes, la reparación a las víctimas de la violencia, la necesaria reforma agraria y la devolución de las tierras a los desplazados, pero también para contender la corrupción, sobre todo para frenar el extractivismo de recursos naturales bienes –de nuevo en alza–, promovido por el gobierno para favorecer unas pocas compañías mineras que vienen destruyendo selvas y ríos, en detrimento del patrimonio de todos los colombianos y de los derechos colectivos de negros e indígenas.
Este discurso libertador, más allá de esquemas floridos, no nos dice algo inteligente sobre el camino a emprender para construir con el resto de los colombianos, un modelo de desarrollo, donde la economía, el mercado y la ciencia, obedezcan a la visión, de que hacemos parte –e interactuamos– con el resto de seres vivos de la naturaleza, y que el empobrecimiento de la biodiversidad es el comienzo de nuestra propia destrucción.
Aunque no somos quienes para dar indicaciones, sí nos atrevemos, para concluir estas notas, hacer dos sugerencias dirigidas a las organizaciones indígenas y a sus líderes, a los partidos políticos cercanos a los pueblos indígenas y a los amigos y solidarios con sus luchas.
El primero, que es necesario retomar las mejores tradiciones que han tenido las luchas indígenas por la tierra en el Cauca con el surgimiento del Consejo Regional Indígena del Cauca –CRIC– que supieron apartarse oportunamente de otros experimentos políticos totalitarios, que intentaron cooptarlas. Por ello no dudo en enfatizar que se debe mantener ese valor de la crítica como actitud básica ante la vida política, reflexionando tanto como sea necesario, para no dejarse llevar por la fuerza de las convenciones, por más réditos materiales que puedan conseguirse plegándose al carro del vencedor momentáneo.
Una actitud crítica que había conducido a que se pensara en ‘juntar hombros’ –como se decía antes– con otros sectores oprimidos, recorriendo un buen trayecto en la construcción de la interculturalidad, que parece regresar de nuevo a su laberinto, después de muchos esfuerzos por levantarla y sin un rayo de luz en el horizonte que le ilumine el camino de regreso.
El segundo, es que se debe tener presente que la democracia en un Estado y una Nación unitaria, implica el respeto por los derechos de todos los que la integran y la aceptación de las diferencias culturales. Por supuesto siempre y cuando se acepten las reglas –el consenso de valores antes anotados– que delimitan esas diferencias. En Colombia no podemos seguir siendo “ciudadanos de baja intensidad” ([6]), con total indiferencia por la Nación. Si no entendemos esto, continuaremos viviendo bajo el dominio de la inconsciencia. Y ya se ha generado mucha locura, se ha producido mucho dolor, se han destruido muchas relaciones sociales, sobre todo han resultado muchos muertos, como para no intentar, alguna vez, un elemental entendimiento. Y esto no es una tarea fácil. Ya lo decía Mateo:
“El reino de los cielos hay que conquistarlo con buenas obras, …”. “Con la democracia ocurre algo parecido. No es un club exclusivo, pero la entrada no es gratis. A la democracia hay que conquistarla y defenderla de sus enemigos. Esa es la razón por la cual la lucha por la democracia no conocerá nunca un final.” (Fernando Mires).
Bogotá, julio 26 de 2013
[1] Fredrik Barth: “Los grupos étnicos y sus fronteras”. Fondo de Cultura Económica, 1969
[2] Para los que llegan un poco tarde al debate: se trata de pequeñas parcelas, algunas de ellas con menos de 1 hectárea, pertenecientes a 75 familias que han invertido allí sus ahorros y se dedican a actividades agroecológicas, recreativas o sencillamente porque son pensionados y buscan vivir en paz allí: http://viva.org.co/cajavirtual/svc0544/articulo10.html
[4] Shakespeare en ‘La Tempestad’. El destacado en negrilla es un agregado nuestro.
[5] Huerto nasa
[6] La expresión “Ciudadanía de baja intensidad” la acuñó Guillermo O’Donnel, para caracterizar el comportamiento social de aquellos ciudadanos que no creen en la ley ni en su obligación de cumplirla; recusan al gobierno pero lo esperan todo de él; no pagan impuestos pero exigen cuentas y bienes públicos; no estiman la tolerancia ni son respetuosos de la diferencia; no tienen el hábito de asociarse con los diferentes y juntarse para perseguir causas comunes; en síntesis no son ciudadanos activos, atentos a la cosa pública, ni son solidarios y participativos en la construcción de un Estado y sociedad democráticas.