Mundos en colisión, mundos encontrados [1]

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Santiago Mora[*]

A principios del siglo  XX, un solitario etnógrafo alemán recorría la selva amazónica. Su trabajo bien habría podido cambiar la forma en la cual descubrimos este mundo; lamentablemente, sólo una selecta audiencia tuvo acceso a sus escritos. A pesar de ello, no es exagerado afirmar que creaba un mundo hasta entonces insospechado, un mundo que aún hoy se puede descubrir.

Theodor Koch-Grünberg tenía una aguda capacidad de observación, una sorprendente habilidad para describir y registrar todo aquello que observaba; más que nada, estaba poseído por un ilimitado deseo de entender. Como buen etnógrafo, sabía que si bien él estudiaba las costumbres de los indígenas, estos últimos hacían lo propio con las suyas, pues para muchos de los nativos resulta indispensable entender las razones que llevan al etnógrafo a alejarse, sin ninguna compañía, de su mundo. Internarse en lo desconocido y dejar atrás todo lo que tiene sentido. ¿Qué lleva a este ser a entrar en un mundo que le es ajeno?

El mutuo interés por el otro que han sentido nativos y etnógrafos únicamente se puede transformar en conocimiento si entre ellos media una cierta dosis de confianza. Por esto es necesario humanizarse ante los ojos del otro, descubrir lo semejantes que somos pese a las diferencias que nos separan. Sólo así nativos y etnógrafos pueden entender al otro. Tal vez por ello Koch-Grünberg no tenía ningún reparo en hablar sobre su vida en Alemania; tal vez por ello los nativos le permitieron permanecer en la maloca y observar, mientras conversaban. Koch-Grünberg relata cómo en cierta ocasión, después de una conversación en la cual los indígenas le preguntaron sobre el mundo del cual provenía, él se atrevió a enseñarles una fotografía que llevaba consigo. En la fotografía, la esposa y los hijos del etnógrafo posan frente a su casa. No resultó para nadie sorprendente que el etnógrafo tuviera una familia, pues casi siempre se piensa que la normalidad la da la pertenencia a una familia. Lo que sí sorprendió es que en la fotografía se ve una sustancia blanca, inexplicable, que lo cubre casi todo: el techo de la casa, el suelo y hasta los árboles se encuentran recubiertos con este «material». El etnógrafo provenía, sin lugar a dudas, de un mundo blanco; a lo mejor para los nativos eso explicaba su palidez.

Es fácil imaginar los esfuerzos que realizó Koch-Grünberg para revelar la naturaleza de esta sustancia.  Insistió en el hecho, indudable, del efecto de la temperatura en las características de algunos líquidos. Posiblemente argumentó cómo el agua, al exponerse al calor de la candela, se transforma en vapor. Intentó crear en la mente de su audiencia una analogía que permitiera imaginar que si el calor se remplazara por un intenso frío, el agua, que en el primer caso se transformó en un gas, en el segundo se transformaría en una piedra. El etnógrafo trató de hacer lógico el origen de la nieve y el hielo para quienes nunca lo han visto, o siquiera imaginado.  Un objeto impensable se presentaba ante los ojos de los miembros de una comunidad que, con toda seguridad, miraban atónitos a este extraño personaje.

Por supuesto que los indígenas sabían que los cambios de temperatura tienen efectos sobre el mundo.  Ninguno de ellos desconocía esta realidad. Cuando un «friaje» —una masa fría de aire que se desplaza desde el sur, cubriendo la Amazonia— llega a sus tierras, el bosque y sus habitantes enmudecen. De la tupida selva no emerge ningún ruido; en las chagras no se escucha el cantar de las aves; en las quebradas no se oye el croar de las ranas; ya no suenan en los pastizales las sirenas que prenden las chicharras para festejar o ahuyentar el calor del mediodía. Durante el friaje todos los animales se han reunido con los miembros de las comunidades a las cuales pertenecen para hablar, para discutir, para discernir las razones y consecuencias de este inesperado evento. Es un tiempo para pensar, para debatir a la espera de mejores épocas. Los nativos permanecen también en el interior de la gran casa comunal, en la cual las hogueras arden sin tregua.

Esa misma noche, desde su hamaca, sumido en la oscuridad, Koch-Grünberg escuchó la conclusión a la que habían llegado algunos de los nativos después de examinar la fotografía y escuchar las explicaciones que él les había dado. Indudablemente, este europeo era un necio, un alucinado, un cretino. ¿Cómo puede el agua ser de piedra?

Los nativos y el etnógrafo se habían distanciado no porque se dudara de la humanidad de uno o de los otros. No eran diferentes, sólo lo eran sus mundos. Los alejaba un paisaje inexplicable. Vivían en espacios con reglas diferentes, universos distantes e irreconciliables. Las normas que organizaban el comportamiento de las cosas allá no tenían ningún sentido acá.

Más de cien años han transcurrido desde este incidente.  La selva se ha incorporado poco a poco al mundo del cual el etnógrafo emergió; cientos de productos y materias primas se extraen de ella. Muchos de los nativos desaparecieron, así como también una buena parte de la jungla. Unos pocos de ellos aún habitan en un mundo que no puede entender el extraño universo del etnógrafo. La voz del etnógrafo, y los conocimientos que adquirió en su largo deambular, se diluyen bajo el bullicio de las máquinas que hacen los pozos para extraer petróleo, que sondean aquí y allá los suelos en busca de metales o que crean avenidas que cortan un mundo cuyas reglas no entendemos.

A pesar de todo, las discrepancias de estos mundos han prevalecido, ya que se fundan en razones profundas, no sólo en las apariencias del paisaje. Vale la pena intentar entenderlas, a lo mejor allí podemos encontrar opciones para el presente.

El mundo del etnógrafo

El cosmos del etnógrafo se originó en la tradición judeocristiana.  Una tradición capaz de asimilar a todas las tribus de bárbaros que se opusieron a la expansión del imperio romano. Un imperio que asimiló, incluso, a todos aquellos que lo destruyeron. Con el tiempo, grupos como los visigodos, los vikingos, los eslavos o los mayard, que se enfrentaron a los romanos, terminaron siendo tan cristianos como ellos, o quizás más. Estas creencias les permitieron consolidar, en los tiempos de atomización, la centralización del poder en una institución: la Iglesia. Pero los romanos no sólo les legaron a estas gentes una fe: sus leyes, códigos, historias, viviendas, calles, palacios y mercados fueron una inagotable fuente de inspiración. Hoy, las ruinas de este imperio se encuentran por doquier.  Viejos coliseos, antiguos acueductos, abandonados lapidarios: el legado de los antiguos amos sigue potenciando las realizaciones de la Europa de hoy.

Las creencias religiosas impartidas en este universo no intentaban perfeccionar el mundo, buscaban mejorar el espíritu humano. La excelencia no podía ser más que moral y por ello, en una gran medida, personal.  Dios les proporcionó, según sus textos, el mundo material para que lo emplearan en este proceso, en esta búsqueda de la perfección espiritual. El mundo-recurso de los europeos era un espacio que simplemente se debía usar. Se llegó a pensar que era inmutable e infinito: un proveedor incansable de todo aquello que se necesitara.  Pensadores como Georges Cuvier, a principios del siglo xix, enfrentaron grandes problemas para demostrar que el mundo cambiaba. Era difícil aceptar, en aquella época, que una secuencia interminable de catástrofes había dado forma al actual paisaje; no obstante, una vez que este pensamiento se tomó seriamente cobró un nuevo sentido la relación entre el crecimiento de las poblaciones y los recursos a su disposición. Al aceptar la mutabilidad de la naturaleza y la existencia de una encarnizada competencia entre poblaciones e individuos, se abrió la puerta a la idea de la evolución.

El dinámico mundo, descubierto en el siglo XIX, se empezaba a entender cuando se lo examinaba con un método que fragmentaba y buscaba separar, creando categorías cada vez más excluyentes; con ellas, se explicaba en detalle un limitado número de fenómenos. Así, de la mano de las clasificaciones, se daban importantes pasos que permitían examinar los objetos —minerales, animales, vegetales— del mundo. El empleo de este método llevó a increíbles descubrimientos.

Simultáneamente, se consolidaba una visión, en el centro de la cual se encontraba el individuo. Los derechos, la libertad y el mismo concepto de autonomía se erguían como importantes virtudes que destruían las antiguas supersticiones y la irracionalidad que habían caracterizado los tiempos pasados. Este pensamiento no sólo separaba el entonces del ahora, sino que su uso creaba una notable diferencia entre nosotros y el otro; después de todo, se pensaba que estas antiguas formas de ver el mundo soportadas por la superstición subsistían en los pueblos no occidentales. Hoy ya no los llamamos salvajes o bárbaros, ahora les decimos premodernos; sin embargo, en la mente de muchos, estos «nativos» tienen algo en común con los del pasado: necesitan una ayuda para acoger nuestra religión y nuestra forma de pensar. Después de todo, muchos de ellos aún no entienden de dónde viene el etnógrafo que cataloga los objetos que emplean, ordena sus mitos en secuencias o crea diseños esquemáticos de su cosmos.

En este contexto, no resulta sorprendente que el pensamiento económico occidental se desarrollara basado en una concepción que ve un ejemplo en el comportamiento del individuo. Este individuo es un personaje que se ha definido de acuerdo con una premisa básica: se trata de un sujeto que se mueve guiado por su propio interés. Sin embargo, se espera que este comportamiento individualista genere un beneficio social.  Así se crea una sociedad ideal que ve con beneplácito la competencia, que aspira a una alta producción y a un gran intercambio y que asume la acumulación como una bendición. En esta sociedad no hay nada de qué preocuparse, puesto que la lucha mantendrá los precios bajos tanto en la producción de los objetos como cuando éstos son introducidos en los mercados. Por otra parte, los mismos mecanismos evitarán los abusos de los monopolios y permitirán que los intereses sean bajos. Es como si existieran unos vasos comunicantes que llevan a nivelar los flujos, sin que para ello medie algún esfuerzo. De este modo, la mano invisible, que a lo mejor soñó una noche Adam Smith, posibilitará un adecuado desarrollo. Pero no son éstas las únicas ventajas que ofrece el sistema, ya que también vela por la tranquilidad del individuo. Cuando las cosas no van bien, se puede pensar que es por culpa de la economía.

Así el mezquino individuo también tiene derecho a ser irresponsable. En realidad no hay responsables, no hay responsabilidad ni culpa. Las cosas pasan. Una increíble contradicción se encierra en el interior de la sociedad que creó la ciencia. Una forma simplista de liberar culpas y justificar las decisiones del individuo que sólo debe y puede pensar en sí mismo.

La sociedad del nativo

Los cosmos de los nativos, en particular de aquellos que habitan en la Amazonia, también fueron creados por dioses. Los mitos nos hablan de cómo ocurrió esto; simultáneamente nos hablan de todo aquello que ha pasado. Uno de los más destacados antropólogos del siglo que terminó —Claude Lévi-Strauss—, quien hizo trabajos etnográficos en la Amazonia, notó cómo los mitos no ofrecen una explicación parcial sino que presentan una totalidad. El mito constituye una explicación, que si bien no le da al hombre un poder técnico sobre la naturaleza, le ofrece la ilusión de entender todo. A diferencia de los europeos y sus descendientes, el procedimiento empleado para elaborar y manejar este conocimiento no se basa en reducir, dividir, fragmentar; por el contrario, allí la adición, la integración, es la norma con la cual se organiza el conocimiento.

Paradójicamente, desde mediados del siglo xx Occidente ha intentado producir un conocimiento cuya característica sea integrar; se busca entender complejos sistemas a partir de modelos que adicionan más y más variables. Basta ver los esfuerzos de los físicos que buscan una teoría que unifique las fuerzas conocidas, o los intentos de los ecólogos por comprender la biosfera. Los nativos, por su parte, han integrado todo aquello que se sabe en un relato que se repite y se adapta a las circunstancias presentes. A esta primera diferencia entre occidentales y las sociedades premodernas la siguen otras. En los mundos de los nativos los humanos también son, como lo son en la historia religiosa de los europeos, centrales. Después de todo, somos nosotros —los humanos— quienes necesitamos a Dios, no Él a nosotros. A pesar de esta congruencia, existen importantes matices entre las concepciones de los dioses y las tareas que ellos imponen a los humanos. Hay que tenerlas en cuenta.

Los dioses, al introducir a los humanos en las mitologías amazónicas, intentaron establecer un orden.  Querían dar una dirección al mundo. Los mitos relatan múltiples intentos por imprimir esta dirección.  En la tradición europea, Dios creó a los humanos a su semejanza; ellos deben alcanzar, al menos, una pequeña parte de la perfección que Él encarna. De cierta manera aquí, como en sus economías, hay una fuerte dosis de individualismo. Por el contrario, en el mundo de estos «otros» la intención de los dioses fue organizar, a partir de aquello que es humano: la sociedad.  Una visión comunal. El objeto de los humanos es socializar el mundo.

A nadie le puede sorprender que durante el friaje los animales se reúnan en sus comunidades para discutir, en un evento social, sus problemas. Después de todo, ellos tienen su propia sociedad. Para el chamán, la semejanza entre el comportamiento de las comunidades de los animales y los humanos es natural. No duda en afirmar que nosotros vemos a los animales como animales y ellos a nosotros en la misma forma. Sin embargo, cuando él se transporta al mundo de los animales los ve como humanos. Viaja allí para reunirse con los representantes de estas comunidades, para negociar los intereses de su propia comunidad, o simplemente para suavizar los conflictos que surgen entre los grupos. Se puede afirmar por ello que hay una igualdad entre las sociedades de los humanos y las de los animales; se presume que las dos enfrentan problemas semejantes. En la historia (el mito), esta esencia social es fundamental y trasciende la sustancia. Por ejemplo, en el Vaupés un mito barasana explica cómo una pequeña ave, de piernas cortas y frágiles, con un cuerpo ovalado, que prefiere cazar insectos en la noche, en un tiempo mítico cayó en medio del silencio y la oscuridad primigenia. Asustada, preguntó: «¿Quién soy yo?». En la oscuridad se escuchó una voz que contestó: «Eres un hombre». El pájaro inquirió nuevamente: «¿Quién eres tú?». La voz replicó: «Una mujer». Así aparecieron los primeros humanos. Allí, en la selva, no existe ninguna contradicción entre la forma y la esencia: un pequeño pájaro es el primer hombre, porque lo que lo hace hombre no es su sustancia, es su esencia.

Una importante consecuencia que se deriva de este pensamiento es que si existen muchas sociedades semejantes en su funcionamiento a la de los humanos, éstas adquieren un valor semejante a la nuestra; es decir, la sociedad de los humanos es la principal para los humanos, pero no lo es para todas las otras. Un pensamiento que se aleja del hombre occidental, que domina la naturaleza dada su superioridad. Aquí, en estos otros mundos, es necesario negociar debido a la «igualdad». En estas sociedades, desde la Amazonia hasta el Ártico, no es raro que el cazador, por ejemplo, realice un pequeño ritual para liberar el espíritu de la presa recién sacrificada.  El cazador pide perdón por el sacrificio que ha hecho.  Después de todo, está tomando la vida de uno de los miembros de una de estas sociedades de los animales.  Sería muy difícil evitar que la gente se riera del carnicero que implora perdón de rodillas a los cuerpos de los animales que cuelgan de un gancho en su negocio.

El chamán se transforma en jaguar para recorrer la selva
en la oscuridad de la noche, buscando los marcadores del cambio;
indudablemente es un jaguar, pero solo puede ser un jaguar
porque es un chamán

Otro notable contraste entre las concepciones de estas sociedades y «Occidente» es la idea de transformación. En el mundo de los nativos, el caos que antecedió a la sociedad poco a poco fue cobrando significado, ajustándose, cambiando para organizarse.  Las relaciones sociales, tanto entre humanos como entre los miembros de otras especies, permitieron crear un orden que, como las mismas relaciones sociales, es cambiante. De modo que estos universos se edifican sobre la premisa de la mutación, de un proceso que no tiene fin. Allí no se puede pensar el mundo sin incluir una fuerte dinámica. Todo se encuentra en proceso de transformación; una gran parte del oficio del chamán consiste en estar atento a los cambios que se dan, interpretarlos, desarrollar la agudeza necesaria para identificarlos. Una visión que choca con aquella que se produjera en Europa desde sus inicios y que tanto trabajo le costó derribar a la ciencia.

A pesar de todo, en Occidente nos gusta pensar en lo constante, nos gusta ignorar el cambio, estamos más cómodos con la inmutabilidad. Es cierto que dejamos cambiar las pequeñas cosas, como la moda —que parece repetirse en ciclos —, o los pequeños detalles de las máquinas que tenemos que remplazar cada tanto porque son obsoletas —algunas tienen colores obsoletos—, a pesar de que su función y su diseño no cambien. Allí no hay resistencia. Cuando se habla de cambio climático, por ejemplo, la resistencia puede ser brutal. Se requirieron muchos esfuerzos para que una parte del público empezara a tomar seriamente esta idea, pese a que desde la ventana de las casas de los políticos y los legos se veían los efectos de la modificación del clima.

La posibilidad del agotamiento de un determinado recurso es algo que muchos no pueden aceptar.  Si llegan a hacerlo, siempre existe la tranquilizadora certeza de que todo seguirá igual, pues alguien, en algún lugar, está preparando una tecnología que nos dejará seguir actuando del mismo modo. Así podemos vivir en medio de una certeza mística. Entre tanto, el chamán se transforma en jaguar para recorrer la selva en la oscuridad de la noche, buscando los marcadores del cambio; indudablemente es un jaguar, pero sólo puede ser un jaguar porque es un chamán. Es un mundo sujeto a un continuo proceso, en constante mutabilidad, como lo es el mismo chamán.

Pese a estas diferencias, posiblemente la más significativa sea aquella que define lo que se puede ver. La mirada del nativo ve un mundo integrado; la mirada del occidental, una parcialidad. Actúan de acuerdo con estas visiones. Cuando la enfermedad llega a la vida de un occidental, el médico general determina la localización del mal; si el tratamiento prescrito no funciona, se acude al especialista, un experto que sabe sólo de una fracción del cuerpo y que no tiene problema en prescribir un medicamento bueno para aliviar el mal del órgano en cuestión, pese a que sea pésimo para los demás órganos del cuerpo. Es cierto: los medicamentos redujeron el colesterol en el paciente, pero lástima que le ocasionaron un cáncer en el hígado que resultó fatal. O bien, si es difícil encontrar el punto de origen del mal siempre se puede recurrir a la cuarentena, ya que se piensa que el aislamiento, la separación del grupo, protege a todos. Incluso a los enfermos. Esto es lo que hacemos en muchos casos en los cuales el diagnóstico es psiquiátrico: aislar. Cuando la enfermedad aqueja al nativo no se piensa que se trata de un mal individual, a todas luces la comunidad está enferma, como lo revelan los síntomas que aparecen en uno de sus miembros. El trabajo del chamán consiste entonces en buscar las razones, en tanto alivia los síntomas. No se puede concebir al paciente en forma aislada, no se lo puede separar de la sociedad; por el contrario, hay que llevarlo a su interior, hay que protegerlo. No es raro que la enfermedad la cree una transgresión de las normas sociales, un delito que incumple el pacto sellado entre las sociedades que habitan el bosque. El excesivo consumo o la caza de los miembros de otras comunidades ha generado una retaliación, ahora es necesario ser cuidadosos, intentar restablecer el balance.

Encuentros

Hace cien años la comunidad de nativos encontró al etnógrafo: un solitario alemán que deambulaba por el bosque, separado de su sociedad. En ese entonces los mundos, tanto del etnógrafo como de los nativos, se hallaban en el límite del abismo. Ninguno de ellos lo sabía. Pronto, algunos eventos globales reorganizarían la totalidad del planeta. Los ejércitos recorrerían Europa sembrándola de muerte. Los aviones dejarían caer sus bombas aquí y allá.

A miles de kilómetros, en la selva, reclutarían a los indígenas para extraer las materias primas, como el caucho, que se requerían para nutrir las máquinas de muerte que los conocimientos adquiridos por medio de la ciencia habían creado. Una espina se clavaba en el centro de la selva, y de ella crecerían los horrores de las caucherías, surgirían las primeras carreteras y se posibilitaría la extracción de otros recursos que también contribuirían a ganar o perder futuras guerras. Los vínculos de estos mundos se habían profundizado, ineludibles sus relaciones, inevitable la crisis que las engloba.

Ahora, con el tiempo, nos encontramos de nuevo en la encrucijada. Obviamente, la visión de los nativos no puede funcionar en el Occidente actual, ya que ésta fue creada por un mundo y para un mundo que veía en el equilibrio y el cambio dinámico una bondad que les permitió vivir en un cosmos que controló los excesos. Nadie tuvo tanto poder, nadie acumuló más de la cuenta, nadie sacó demasiado provecho. Todos, y nunca fueron muchos, han sido la sociedad que el chamán intentaba mantener saludable. Es cierto, Occidente ha cambiado; no hace mucho tiempo otro etnógrafo, Gerardo Reichel-Dolmatoff, notó las increíbles coincidencias entre la cosmovisión de una sociedad amazónica y la teoría general de sistemas.  Coincidencias que emergen de la necesidad de ver una totalidad, de una respuesta que busca entender un conjunto. A pesar de ello, el mundo de los nativos es impensable en un paisaje que se define por los excesos: exceso de pobreza, exceso de abundancia, exceso de soledad. Excesos que se nutren indefinidamente de las carencias. Un mundo que no se puede pensar con los millones de millones de habitantes que luchan por unos recursos cada vez más escasos. Un mundo que nació con la promesa de un crecimiento sin límites y que ahora descubre que el mayor límite que pudo encontrar fue la propia ilusión de ser ilimitado.

Es posible pensar, después de todo, que exista una alternativa. El solitario etnógrafo y la comunidad nativa han sido, simplemente, el resultado de una mentalidad. Cada conjunto alimentó sus pensamientos con actos que cambiaron sus realidades.  Nuevas interpretaciones surgidas y soportadas por aquellas cosas que se habían asumido les imprimieron la dirección a estos mundos. A lo mejor podemos crear una nueva mentalidad que asuma de un modo responsable la forma en que consumimos, la manera en la cual pensamos del otro. Una mentalidad que respete al otro —naturaleza o humano—, que lo vea como un socio con el cual se está dispuesto a negociar en aras de un beneficio común. Hasta ahora, con tanta ganancia en este mundo, lo único que hemos logrado es perder.

 


[*] Santiago Mora es profesor del Departamento de Antropología de la Universidad de St. Thomas, en New Brunswick (Canadá). Realizó estudios de licenciatura en la Universidad de los Andes en Bogotá, de maestría en la University of Gainesville (Florida) y obtuvo un doctorado de la Universidad de Calgary (Canadá). Sus trabajos de investigación se centran en temas tales como el manejo de los recursos, los sistemas adaptativos y las tempranas sociedades de cazadores y recolectores de las tierras bajas suramericanas.

[1] Publicado por la Revista Número 70, Bogotá  diciembre 2011. Fotografías de Lilith

 

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