El movimiento indígena y su relación con la política

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Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

Una rápida revisión de la problemática indígena en Colombia revela lo poco que ha mejorado la situación de estos pueblos en materia social y económica en los últimos años. Se puede decir que se ha estancado el proceso de desarrollo de las dos décadas anteriores al gobierno del presidente Uribe. Más aún, en algunas regiones ha empeorado la situación, debido al rigor de nuevos brotes de violencia, pero también por las lesivas políticas públicas y el reordenamiento económico, jurídico y político que se hace del país desde la presidencia de la república, para atraer capital externo al país.

A  pesar de masivas movilizaciones indígenas para buscar la atención del gobierno a sus problemas, este ha ignorado sus llamados. Los indígenas no tienen entonces motivos para estar conformes con el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, como tampoco lo tienen los pueblos afrocolombianos y campesinos. No obstante la desmovilización paramilitar y el retroceso de los grupos insurgentes, los avances de la Seguridad Democrática no han llegado a sus regiones. No se les ha devuelto los territorios usurpados, y repuntan con perversidad los asesinatos de indígenas y afrocolombianos en varias regiones, sobre todo en aquellas que son estratégicas para el desarrollo de proyectos agroindustriales, vinculados a la demanda de biocombustibles o a la producción de drogas ilícitas. Tampoco asoman en el Estado indicios de querer encontrar una solución a la problemática del agro colombiano, empezando por democratizar la propiedad rural para enmendar una de las infamias del país que ha bloqueado el desarrollo de su sociedad y su economía y aumentado la fogosidad del conflicto al mantener al margen de la tierra a cientos de miles de familias campesinas. Crece la oposición al gobierno y aumenta la inconformidad con el gobierno cada vez más autoritario del presidente Uribe. Peor todavía, con una menguante tasa de crecimiento de la economía, que además ha favorecido a pocos, sube el desempleo y crece la inequidad. Con el agravamiento del conflicto armado en algunas regiones indígenas y afrocolombianas, nace de nuevo la incertidumbre y se desarrolla en estos pueblos la percepción de que el país en que viven continúa siendo inviable para ellos.

No se divisa en el futuro cercano el tan anunciado y portentoso despegue de la economía y los avances de la costosa ‘Seguridad Democrática’ no han activado la ‘confianza inversionista’ para alentar la inversión productiva. Los beneficios de la inversión externa son engullidos por la incontenible y voraz corrupción (sobornos).

Ahora que se avecina la contienda electoral, son muchos los que esperamos que aflore un movimiento social popular que ponga una talanquera a estos desafueros del gobierno, iniciando por transformar la forma de hacer política y reforzando aquellas tendencias democratizadoras que quieren construir un país más incluyente en lo político, económico, social, étnico y cultural.

A los partidos políticos que se han distanciado del autoritarismo, clientelismo y buscan para el país una nueva institucionalidad donde quepamos todos y a cuya construcción seamos convocados todos y podamos participar todos en igualdad de condiciones, queremos plantearles unas ideas de la problemática del movimiento social, recogiendo algunas experiencias del movimiento indígena. Esto con el afán de contribuir a que pongan al día sus agendas ideológicas y políticas en materia de grupos étnico-territoriales, aquellos que tanto necesitan de sus territorios, de sus organizaciones y de un desarrollo autónomo para su sobrevivencia física y cultural. Para elaborar este texto nos hemos basado en algunas ideas formuladas en anteriores escritos.

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A pesar del estancamiento que viven los grupos étnico-territoriales en materia social y económica y a pesar de la discriminación del estado, sí han ocurrido cambios que los favorecen y que no los comprendemos a cabalidad, o no entendemos totalmente sus alcances, por estar siempre en las barricadas o estar corriendo o escondiéndonos. Los que tenemos una biografía de izquierda y mantenemos la inveterada costumbre de trajinar con conceptos ortodoxos, cerrados, a veces petrificados, tendemos a buscar la naturaleza de los cambios sociales sólo en el campo de la economía (producción y distribución de bienes). Como en este campo no se han dado transformaciones, y menos rupturas, pensamos que todo permanece igual. Algunos profetas del desastre dicen que estamos más mal que antes y que vamos camino al despeñadero. Los ilusos pregonan con cualquier crisis de la economía, el colapso del sistema capitalista.

Pero las rupturas en la economía no se han dado y el derrumbe del sistema capitalista es más un asunto de fe. Ni el capitalismo está herido de muerte, ni va a dejar de funcionar por el hecho de que nos quejemos de su injusticia social. El supuesto colapso de este sistema por crisis internas, pertenece al  reino de los deseos, pues lo que estamos acostumbrados a ver es que la forma real de existencia de este sistema, particularmente en Latinoamérica, es la crisis. Galopa en la crisis, se alimenta de la crisis y hasta se fortalece con las crisis. Funciona a veces de forma apocalíptica pero funciona. Y seguramente seguirá funcionando y destruyendo economías, sistemas de vida y culturas a su alrededor sin mayor oposición, hasta tanto los sectores subalternos no construyan reales alternativas de poder, para recuperar una institucionalidad, vilipendiada por muchas décadas de corrupción, violencia y desgobierno.

Pese a eso, reiteramos, sí se han dado cambios. Sólo que estos no los vamos a encontrar en la base material de la sociedad, sino en el ámbito de la cultura, entendida aquí -en su acepción antropológica- como el conjunto de procesos simbólicos a través de los cuales se comprende, reproduce y transforma la estructura social. Incluye, por lo tanto, todos los procesos de producción de sentido y significación, y las formas que tiene un grupo humano de vivir, pensar y percibir su vida cotidiana.

 

Para el marxismo la estructura económica o base material de la sociedad, determina la estructura social y el desarrollo y cambio social. La cultura sería algo accidental, aleatorio, que no juega un papel dinámico y esencial en la reproducción social. Esta cambia, solo cuando cambia la estructura económica. Hoy día, sin embargo, varios hechos históricos recientes nos enseñan, que las personas, las comunidades y los pueblos, se movilizan no tanto por lo que es la realidad en sí, sino por la representación que tienen de ella. Y estas representaciones obedecen a modelos culturales y formas particulares de percibir los hechos y entornos sociales. Pero si la izquierda no ha descubierto el potencial movilizador de la cultura, la derecha sí ha vislumbrado la importancia de ella para los pueblos. El “Centro de Pensamiento Primero Colombia”, un Think Tank del uribismo, viene  sistemáticamente sumergiendo la mente de muchos colombianos en unas ideas doctrinarias para la ‘refundación de la Patria’. Hasta el punto que muchos se preguntan si los altos índices de favorabilidad que goza el presidente Uribe, no son el resultado de esa delirante idea introyectada en la mente de muchos colombianos sobre la inteligencia, valor y poder exagerados que se le atribuyen al presidente Uribe, dones característicos de una especie de padre que tanto había sido esperado para que derrotara a los malos hijos de la Patria. Una percepción y relación que tienen los colombianos con su presidente, que de forma lúcida fue denominada  “embrujo autoritario”.

 

La importancia de la identidad cultural para la movilización de sus pueblos, ya la habían comprendido desde hace siglos los pueblos indígenas, que no obstante ser los más excluidos, vienen construyendo también un discurso en base a las percepciones que tienen de lo que es, ante todo de lo que entienden que debería ser la política y la forma de ejercerla, para cambiar el sistema de dominación oligárquico que gobierna casi que ininterrumpidamente a Colombia desde la Conquista. Se trata de un discurso que cuestiona no solo la legitimidad de la oligarquía, el bipartidismo y el clientelismo, sino el autoritarismo de Estado que vivimos actualmente. Es también un discurso que perdió la confianza en los partidos de la izquierda tradicional, debido a su manifiesta falta de sentido para interpretar expresiones sociales modernas como la problemática étnica y la interculturalidad, para mencionar sólo aquellas a las cuales nos referimos en este texto.

 

Algo importante en este discurso es que considera al Estado como un espacio de construcción institucional. Una construcción a la cual todos estamos convocados, pues de nuestra participación depende también que todos nos veamos comprendidos en ese Estado y aceptemos ser representados por él. Busca entonces construir un Estado representativo, donde tengan expresión pública todas las formas de organización social existentes[1].

 

Este enfoque constructivista no levanta un muro infranqueable entre Estado y Sociedad, pues dependiendo del tipo de Estado que construyamos va a depender la sociedad que tendremos en el futuro. Y afirma también que para construir ese Estado y propiciar el cambio social, necesitamos unas reglas de juego que sean respetadas por todos. Este discurso se aleja por lo tanto de aquella visión que le asigna a un solo discurso el papel de ser el único dueño y señor de las ideas esenciales de un proyecto revolucionario, discurso al cual se deben subordinar las ideas del resto de sujetos del movimiento popular. Por supuesto que se opone también a toda suerte de dogmatismos, vanguardismos, sectarismos, fundamentalismos, sean estos armados o desarmados. Sobre esto volveremos más adelante.

 

Consecuentemente con esta visión plantea la necesidad de que el movimiento social se apersone de los aspectos políticos de sus reivindicaciones para evitar su estrangulamiento y distorsión por parte de programas globalizantes, repetitivos y uniformes. De aquí se deriva su exigencia de dejar libre espacio a la diversidad de planteamientos de los sujetos sociales, asunto aún más importante, tratándose de sociedades multiculturales como las nuestras. La nueva institucionalidad que propone, debe tener muchos rostros, parecerse a nosotros y por lo tanto, tener como fundamento la diversidad cultural.

 

A modo de síntesis de esta primera parte, consideramos que aunque no se han producido rupturas en el sistema social, sí presentimos -nos lo dice el corazón- que se están dando cambios en la esfera de la cultura que auguran nuevas épocas. Y es que los períodos históricos se identifican no sólo por cambios económicos o transformaciones de las relaciones sociales. Se caracterizan fundamentalmente por rupturas en las percepciones colectivas. Si en los discursos de la derecha o de la izquierda no encontramos referencias a la cultura como elemento constitutivo de la reproducción social, se debe a que persiste en estas doctrinas una idea de lo cultural subordinado a lo económico y a lo político. Durante el desarrollo del socialismo real en Europa oriental, la cultura fue colonizada por la política, convirtiéndola en un adorno, mientras que en el mundo capitalista la cultura fue colonizada por la economía, transformándola en una mercancía. Es por eso que afirmamos que este discurso que se está construyendo apunta también a descolonizar la cultura y a reorganizar  la sociedad y el Estado a partir del reconocimiento de la pluriculturalidad de la Nación, mostrando la urgencia de abordar la interculturalidad en la construcción de una nueva institucionalidad, democrática e incluyente en lo político, económico, social y cultural.

 

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El desconocimiento de la cultura por doctrinas autoritarias y/o fundamentalistas, lleva a intransigencias e intolerancias ideológicas que no sólo han obstaculizado los acercamientos entre  pueblos, sino que han estancado las ideas y exacerbado las diferencias culturales que han llevado no pocas veces a Progroms de grupos étnicos. Condujo en los países del ‘real’ socialismo al surgimiento de nuevos nacionalismos que vienen despedazando Estados, en un proceso, en ocasiones sangriento, que aún no termina. En otros países que viven bajo la égida capitalista, el desconocimiento de identidades culturales ha conllevado también a que irrumpan movimientos contestatarios que enarbolan sus rasgos culturales con fundamentalismo. Los casos más conocidos son varios países pertenecientes al Islam. Pero también podemos apreciarlo en algunos movimientos indígenas contestatarios de América. Y es que el fundamentalismo es un producto del desconocimiento de algo (una doctrina, un pensamiento, un movimiento) o de alguien (un grupo humano), pero también es un camino que a menudo se adopta para defenderse de algo o de alguien. Por lo regular, cuando un discurso, ya sea cultural o religioso, ecologista, feminista, capitalista, clasista, antiimperialista, guerrerista, o aún pacifista, busca con intransigencia y métodos coercitivos (materiales o espirituales) subordinar la totalidad de la realidad social a su punto de vista, corre el riesgo de engendrar mentes fundamentalistas en sus adeptos. Las respuestas que generan en sus antagonistas suelen ser del mismo tenor fundamentalista.

 

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Tanto indígenas como negros, en los momentos fundacionales de sus movimientos, se hicieron la pregunta acerca de las identidades culturales de sus pueblos, hurgaron en su historia en búsqueda de aquellos rasgos culturales que les daban identidad como pueblos,  pues intuían que allí se encontraba la potencia para juntarse, crecer y lanzarse a cambiar el mundo adverso que les habían impuesto. Estaban en lo cierto, pues la cultura es también una visión del mundo, una forma de expresar y definir lo que los pueblos sienten, desean y aspiran ser, que son los motivos que los movilizan.

 

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El hecho de que estemos viviendo el surgimiento de un discurso alternativo, no significa que haya total claridad sobre él y menos, que todo lo nuevo que haya en él, signifique, en sí, un avance. Más aún, es difícil hablar de un solo discurso. Sólo con cierto grado de abstracción, podemos agrupar todos los discursos bajo el término de alternativo, por cuanto responden a la búsqueda de alternativas para protestar, ya sea por la desatención del Estado, ya sea por los atropellos de políticas públicas que atentan contra los derechos de las comunidades, contra la violación a los derechos humanos o contra el recorte de libertades individuales, etc. Pero también hay discursos que, además de reclamar derechos propios en materia de reivindicaciones territoriales, de salud y educación, buscan también una defensa o un reconocimiento de derechos culturales. Este es el caso de los pueblos indígenas y afrocolombianos. Para el caso de los pueblos afrocolombianos, sus discursos buscaban fortalecer sus identidades culturales para darle fundamento a una lucha contra la discriminación racial. Hoy, el movimiento social de estos pueblos, por lo menos sus organizaciones más avanzadas, buscan además organizar las comunidades para defender sus territorios y preparar la resistencia para no ser desarraigados. Los indígenas iniciaron sus luchas por recuperar la tierra y es al fragor de esta lucha que surge el movimiento indígena. En los albores de estas luchas, tanto el movimiento indígena como el afrocolombiano no plantearon una ruptura con el Estado y menos concebir cambiar el orden social existente. Buscaban más un reconocimiento de sus derechos, que les permitiera seguir creciendo y consolidando sus movimientos. Lo que no sucedió con el movimiento campesino, cuya dirección política buscó convertir al movimiento en una organización revolucionaria, liquidando no sólo al movimiento, sino también a las luchas más importantes que se han dado por la tierra en Colombia.

 

De otro lado observamos también, como algunos intelectuales, académicos, profesionales de la política y dirigentes de movimientos sociales que han desertado de ideologías totalitarias, han concentrado sus arrestos en elaborar nuevos discursos políticos e ideológicos, buscando con ello contrarrestar las ‘camisas de fuerza’ de estas ideologías. Es un paso adelante para salir del oscurantismo. Estos amigos, así liberados de amarras sectarias, comienzan a descubrir también la importancia de los nuevos movimientos sociales, desatendidos e ignorados por los partidos de izquierda.  Pero se van al otro extremo y descubren  en cualquier fenómeno social, en cualquier levantamiento o motín, en cualquier asonada, los gérmenes de un movimiento social. En una serie de casos se trata de abusos teóricos y hasta inmorales, pues no sólo asignan a algunos sujetos sociales roles políticos, que nunca se han planteado, sino que pasan por alto sus reales necesidades.  Así, por ejemplo, los llamados “informales” son transformados en la quinta columna de la lucha contra la burocracia estatal y las iniciativas cívicas espontaneas, que llevan a un paro para reivindicar mejores servicios públicos, son convertidos en “movimientos cívicos” que luchan contra el despotismo estatal. Paros cívicos en varios municipios de una región son las manifestaciones de una “insurgencia de las provincias”. No quiero seguir con ejemplos para no entrar en broncas con los que trabajan en los campos de la paz o de los derechos humanos, movimientos y redes que bullen por esta época aciaga por la que atravesamos.

 

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De otra parte algunos de estos ‘nuevos’ discursos logran con relativo éxito imbricarse en movimientos sociales de génesis cultural, étnica o agraria. Con alto grado de generalización, podemos identificar dos tendencias. Una que parte de un reconocimiento de la importancia de los movimientos sociales en las luchas populares actuales, aunque ponen mucho énfasis en una de sus características, la de ser pasajeros, transitorios, con dificultades de transformarse en sujetos sociales. Y ya que la única forma de existencia de sujetos sociales es la política, hay que introducir desde afuera la ideología para encauzarlo por el “camino correcto” y conjurar un extravío o evitar su cooptación por la derecha. De allí que haya que preservar a toda costa la organización política, aun en desmedro del movimiento social. Semejante a la respuesta que dio un pensador a la crítica de que sus teorías eran contrarias a los hechos: “tanto peor para los hechos”, respondió.

 

La otra tendencia es aquella que cansada de los abusos ideológicos y las manipulaciones de las organizaciones de izquierda, afirma que el movimiento social lo es todo y que la política distorsiona el accionar propio del movimiento. Esta tendencia (acusada por la anterior de anarquista) opta por separar al movimiento de las organizaciones de izquierda, debido a la incapacidad de estas para entender fenómenos de movilización tan especiales como los étnicos. Una incapacidad que se revela en la instrumentalización que hacen de estos movimientos. Distanciarse de la acción política de las organizaciones de izquierda se consideró necesario para que el movimiento pudiera ‘madurar’ y desarrollarse con cierto margen de autonomía.

 

Esta tendencia había cobrado fuerza dentro de algunos movimientos sociales, especialmente el indígena, en la década del 80 del siglo pasado, aportando un ‘estilo de trabajo’ que contribuyó al desarrollo y a la consolidación de las más importantes organizaciones indígenas. No obstante, esta tendencia ‘autonomista’ llevada al extremo por algunas organizaciones indígenas, es para los pueblos indígenas tanto o más peligrosa que la primera, porque asume una posición neutra ante el Estado y, como ya nos lo ha mostrado la experiencia, termina de la mano de los partidos tradicionales o en la cama con el gobierno, pues han renunciado al derecho a hacer política y a ser gobierno en sus territorios.

 

El movimiento campesino de los años setenta, uno de los más importantes y significativos del siglo pasado ofrece buenos ejemplos de estas dos tendencias que aquí solo enunciamos sin profundizar en ellas.

 

Como conclusión podríamos decir, que no podemos culpar al marxismo por las consecuencias que originan las prácticas glotonas de organizaciones de izquierda. Sería semejante a “culpar a la termodinámica de que estalle la caldera de un tren a vapor y mate a los pasajeros”[2]. A nuestro parecer, de lo que se trata es de continuar en la contienda, abierto a nuevos caminos e ideas, sin acoger recetas a diestra y siniestra y rechazando presiones e imposiciones, pero sin renunciar a hacer política, pues no se puede arrojar al niño con el agua sucia de la bañera.

 

Un buen ejemplo de un movimiento social exitoso que no se dejó quebrar el espinazo por el establecimiento, ni pudo ser cooptado o desviado, fue el que se inició con las huelgas obreras en los astilleros de Danzig, que condujo a la formación del movimiento “Solidaridad”, un movimiento que desafiando el totalitarismo del partido comunista, inició el proceso de democratización que terminó con el dominio soviético sobre Polonia.

 

Otro ejemplo es el de1 movimiento indígena actual, que surge en el Cauca ‘al calor de las luchas’ campesinas por la tierra. Este movimiento abolió el terraje y recuperó todas las tierras de los resguardos, se amplió a otras zonas del país y terminó siendo uno de los movimientos sociales más exitosos de Colombia y quizás de América.

 

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Lo que hemos querido indicar en los párrafos anteriores es que si bien es cierto, que para el surgimiento de un movimiento social, se requiere previamente de la movilización de la gente en procura de conquistas sociales y económicas, no toda manifestación o movilización social conduce a la formación de un movimiento social. Pero tampoco es suficiente un discurso, por muy coherente que sea, para generar un movimiento social. Un ejemplo de ello lo tenemos en los bien elaborados discursos de los numerosos intelectuales que ha tenido el pueblo afrocolombiano. Recién ahora como producto de sus luchas por la defensa de sus territorios, se está constituyendo un movimiento afrocolombiano.

 

Parece, pues, que lo que entendemos por movimiento social es un espacio organizativo intermedio entre la sociedad que se moviliza y el Estado. Y esa movilización en la búsqueda de conquistas sociales se transforma en movimiento, en la medida en que asegura una estructura organizativa que le garantice cohesión y posibilite que su gestión tenga repercusión en la esfera de la política. Pues si no tiene repercusión en la política y obliga al Estado a acceder a sus demandas, puede moverse en la sociedad todo lo que se quiera, sin fortuna de que se convierta en movimiento social y menos de que perdure.

 

Pero aun así, el movimiento social es muy frágil y puede ser cooptado por el Estado o ser desvertebrado. Miremos dos ejemplos del movimiento ecologista. En Alemania, este movimiento logró nuclear varias iniciativas, entre ellas a grupos alternativos, pacifistas, feministas, de izquierda, etc. Igualmente desarrolló unas formas propias de organización del trabajo que hacían las veces de estructura interna, a la vez que impedían que fuera absorbido por el Estado. Esa trayectoria del movimiento ecologista alemán termino siendo un sólido partido, el “partido verde”, con gran influencia en la política de este país. En Japón, por el contrario, donde el discurso ecologista impregnado de panteísmo fue muy fuerte,  se esperaba que iba a surgir el movimiento ecologista por excelencia. Allí, sin embargo, el capitalismo japonés recogió el trabajo de los grupos ecologistas y lo integró en su proyecto industrialista. Así, el factor ecológico se convirtió en un factor más del desarrollo del capitalismo japonés y no en un factor de su negación. Es oportuno mencionar, sin querer hacer una apología del capitalismo japonés, el éxito de esta cooptación, pues en este país se consume por habitante menos energía que la que consume un inglés, teniendo el japonés un nivel de vida más alto. Y la ciudad de Tokyo es una de las urbes más limpias del planeta.

 

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Para que las movilizaciones indígenas por la tierra condujeran a la formación de un movimiento indígena, fue decisiva la existencia de los cabildos, los cuales le dieron esa mínima estructura que le permitió mantenerse en el tiempo sin ser destruido a pesar de la fuerte represión que recibió. Para que su práctica y su gestión hubieran sido exitosas, evitando la cooptación por parte del Estado, fue importante la forma en que el movimiento indígena se apropió de ‘nuevos estilos de trabajo’ en el manejo de sus luchas y reivindicaciones. Se trataba de luchas de bajo perfil para no ‘cazar peleas’ improductivas, o afiliarse a contiendas que no eran las suyas, o de las que no pudieran salir airosos, de acuerdo con la correlación de fuerzas del momento. Se trataba de un estilo de trabajo y principios organizativos que buscaban, a partir de una creciente participación y capacitación de sus bases y mejoramiento de las condiciones de vida de sus comunidades, ir ampliando su capacidad de lucha. Algo también importante para el movimiento indígena, que fortaleció sus luchas en un comienzo, fue el reencuentro con experiencias y tradiciones de luchas pasadas. Para los indígenas en el Cauca y el Tolima, esta última etapa de movilización se nutrió de la recuperación simbólica de las luchas de Manuel Quintín Lame, luchas, que aunque habían sido liquidadas físicamente, habían permanecido en la tradición, en la memoria colectiva de las comunidades.

En esto se diferencia el movimiento indígena del Cauca de otros movimientos sociales en Colombia. Desde un comienzo los indígenas optaron por movilizarse no tanto en contra del Estado, como lo exigía la dirigencia política del movimiento campesino (ANUC), para la cual el Estado era el demonio y origen de todos los males. La dirigencia del movimiento indígena optó por separarse del movimiento campesino y movilizarse no tanto en contra de algo sino a favor de algo, a favor de sus reivindicaciones, fundamentalmente las que tenían que ver con la tierra, la base fundamental de su existencia. Los indígenas con gran pragmatismo intuían, que recuperar las tierras de los resguardos les abría el camino para escapar a la oprobiosa situación social que vivían sus comunidades. Y en realidad de verdad, hoy casi cuatro décadas después de que un puñado de terrajeros empobrecidos iniciara la lucha por apropiarse de sus tierras, vemos que estas comunidades no sólo mejoraron sus condiciones económicas, sino que con ello potenciaron su capacidad de lucha, lo que se evidencia en sus marchas.

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En esta parte queremos ahondar más en el movimiento social y su vinculación con la política, que es el tema central de este texto.

Colombia ha vivido en su historia reciente una serie de conflictos sociales que han estallado en movilizaciones, protestas y paros cívicos. La mayoría se han disuelto en cuestión de días o semanas. La interpretación que estos fenómenos han merecido, como lo mencionamos antes, es que la movilización requiere de un discurso organizativo que le asegure permanencia en el tiempo y llegue a incidir en la política si aspira a convertirse en movimiento social. Una evaluación crítica de los movimientos sociales que han logrado cierta estabilidad y permanencia en el tiempo nos permite detectar que así como han tenido avances, también han tenido retrocesos. Y esto ha tenido que ver no solo con las formas en que el Estado los ha tratado (conciliación o represión). También ha tenido que ver con la construcción misma del discurso. Y en esto, como también lo enunciamos antes, se han cometido abusos. Y esto es a nuestro juicio una de las razones que explican porque cada vez se presentan menos paros cívicos, que es la forma usual como los sectores populares manifiestan su descontento.

 

En los paros cívicos se trata de diferentes sectores sociales e iniciativas, que en un momento determinado confluyen para demandar al Estado la solución de algunos de sus problemas. Se trata por lo regular de una especie de “unidad confederativa” de diferentes sectores que convergen en determinadas reivindicaciones y aspiraciones sociales. Estos paros no obedecen a determinadas líneas políticas, aunque allí confluyan organizaciones políticas, ni son paros sindicales, aunque participen obreros. Tampoco son paros agrarios, aunque participan campesinos, ni son indígenas, ecológicos, feministas, religiosos o informales, aunque allí estén presentes cristianos de base, indígenas, mujeres, ambientalistas, desempleados, etc.

 

A primera vista estos paros no tienen un orden. Pareciera más una especie de rebeldía caótica de los sectores populares, demandando determinados bienes o servicios del Estado. Es por eso que surgen propuestas de todos los rincones y esquinas para ordenar el supuesto caos o anarquía. El discurso con más experiencia en este tipo de fenómenos de rebeldía social es el de izquierda. Ella es la que busca sofocar la anarquía, ordenar el caos y encauzar por buena senda (camino correcto) al paro. Lo usual es que le dé prioridad a una de las partes (la más avanzada) para que ordene (jalone) el proceso, lo que conduce al retiro de otros sectores. Este ha sido el camino más expedito para agotar las posibilidades de conformación de un movimiento. En algunos casos el Estado no ha tenido necesidad de intervenir, aunque no le hayan faltado ganas de liquidarlo, por aquello que a la “culebra hay que matarla chiquita”.

 

Lo que buscamos ahora en Colombia, es primero que todo, aprender de los errores del pasado y segundo poder encontrar un  equilibrio entre las partes que conforman el movimiento social, dándole a cada cual su justo valor y reconocimiento de sus fortalezas y aportes. Pues sólo por esa vía podemos reactivar las experiencias, tradiciones y luchas concretas de múltiples sujetos sociales, para ponerlas al servicio de un movimiento social pluricultural que recupere el Estado para la mayoría de los colombianos. Estos no son sólo postulados políticos, sino también éticos. El educador Moacir Gadotti, miembro del P.T. del Brasil, resumía este razonamiento, partiendo de una frase de Nietzsche de que“La democracia era un asunto de los débiles”, idea que había recogido el Nacional Socialismo para apuntalar su proyecto de dominación. “Empero Nietzsche tenía razón, nos dice Gadotti, pues los débiles necesitan practicar la democracia si algún día quieren ser fuertes”.

 

Lo que hemos querido significar con estos párrafos, reiteramos,  es que en la constitución de cualquier movimiento social, y más tratándose de movimientos alternativos, debemos honrar como si fueran nuestras, las reivindicaciones de todas las partes, y admitir que todos tenemos algo que decir y que aportar en su desarrollo y construcción.  Esto no quiere decir, que en determinado momento alguna o varias partes, no puedan desarrollar la capacidad de interpretar situaciones y coyunturas y por lo tanto aglutinar a todas las demás y orientarlas, pues esto también hace parte de las reglas de juego de la democracia. Pero de lo que estamos seguros es que no existen leyes históricas, que determinen cual es esa de las partes que debe orientar al movimiento social, como ha sido la clase obrera en la teoría marxista, o el imanato en el Islam chiíta.

 

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Para el movimiento indígena, como para cualquier otro movimiento social, asumir sus reivindicaciones, significa principalmente, poder trasladar todo lo que se manifiesta en el ámbito socio-económico a espacios de la decisión política. Y esto no implica ni que desaparezca el movimiento indígena, ni que en todo momento y lugar lo socio-económico sólo pueda ser trasladado a la esfera de la decisión política por los indígenas. Esto lo podemos ilustrar a la luz de lo que se presento durante el proceso constituyente de 1991 con dos grupos étnicos, el indígena y el afrocolombiano. Se sabe que el movimiento indígena jugó un papel muy importante como organización social. Fue también el único movimiento social representado en la Constituyente. Y un movimiento, que a pesar de tener tres representantes de vertientes diferentes, convergieron en lo que respecta a las reivindicaciones indígenas, salvo unas pocas, que provenían de la esfera ideológica (por ejemplo la forma de organizar los territorios indígenas y de relacionarse con el Estado). Lo mismo no podemos decirlo de los representantes sindicales, primero porque llegaron por medio de listas políticas, y segundo, porque lo ideológico impidió el acercamiento y concertación de sus propuestas. El caso de los afrocolombianos, con una población 10 veces mayor que la indígena, fue también distinto, pues no tuvieron voz como movimiento afrocolombiano, por similares razones. Francisco Maturana (el técnico de la selección Colombia) que llegó por la lista del desmovilizado grupo guerrillero M-19, no representaba lo afrocolombiano. Afortunadamente renunció. Si las propuestas étnicas de los afrocolombianos no hubieran sido apoyadas por la representación indígena, lo negro hubiera quizás quedado en la invisibilidad, cerrando así el espacio para que las comunidades negras fueran reconocidas como sujetos políticos.

 

En los movimientos sociales se reconoce, entonces, un momento de madurez que le da carta de ciudadanía para su entrada a la esfera de la política. Pero aun, teniendo esta madurez, consideramos que hay más requisitos, y uno de los más importantes es la voluntad y decisión del movimiento de dar este paso. Si no hay decisión, por más que se diga que hay madurez, el movimiento social no se va a transformar en movimiento político. Pero también, sin madurez, todo intento de trasladar las reivindicaciones socio-económicas y culturales a la esfera de la decisión política, termina siendo una farsa, susceptible de manipulación. Pero hay otro requisito igualmente importante para que el movimiento social llegue al espacio de la política.

 

Para la entrada del movimiento social a la esfera política se requiere, además de la madurez y de la decisión política, de la existencia, como hemos dicho a lo largo de este escrito, de un discurso. Muchos han argumentado que este discurso debe ser traído desde afuera al movimiento. Es el caso de los partidos de corte leninista que plantean que la conciencia revolucionaria debe ser llevada desde afuera a la clase, pues ésta conciencia solo puede ser desarrollada por personas muy especializadas que tienen la capacidad, por medio del conocimiento, de apropiarse de las herramientas teóricas y conceptuales para entender una cosa tan compleja como el marxismo.

 

El movimiento social tiene un discurso primario que remite a sus reivindicaciones sociales y económicas. La experiencia que hemos vivido con la ANUC y otros movimientos sociales, antes y ahora, es que los intentos por insertar el discurso político desde afuera, ha conducido a la antropofagia política, a la desmembración, y por último a la desaparición del movimiento como tal.

 

Pero sin discurso político, también sabemos que los movimientos sociales, ante todo aquellos que tienen la madurez para su entrada a la política, encuentran límites.

 

Como lo dijimos también al comienzo, en Colombia hay la tendencia a construir discursos políticos sobre imaginarios sujetos sociales. Y realmente, para no ser idealistas, solo es el sujeto social constituido el que genera el discurso político y no a la inversa, pues cuando un sujeto social no logra constituirse como tal, todo discurso termina siendo música celestial, una abstracción sobre una supuesta realidad. Pero también existen los casos en que se conforman sujetos sociales, sin asegurar del todo la constitución de discursos políticos. Estos son los movimientos que se crean a partir de proyectos de desarrollo alternativo, que buscan urgentes cambios económicos que necesitan las comunidades. Estos loables movimientos, al no desarrollar un discurso político que los oriente, ante todo que los blinde, son presa fácil del clientelismo, oportunismo y canibalismo de algunas organizaciones políticas de izquierda, armadas o desarmadas. Este es el alto costo que pagan aquellos proyectos que son renuentes a desarrollar un discurso político, ante todo a generar  propuestas de desarrollo político y social, a partir de las condiciones de producción y reproducción de las comunidades, teniendo en cuenta que estas condiciones son parte constitutiva de la reproducción del agro en su totalidad.

 

Para nuestro caso colombiano, aspiramos a que podamos constituir –una vez más- un movimiento social, multipartidista y pluricultural, en el cual confluyan diferentes sectores y expresiones partidistas. Un movimiento que ayude a superar la desconfianza y la apatía por la política que ha generado el autoritarismo del gobierno del presidente Uribe. Un movimiento que rescate la voz  de las comunidades. Un espacio organizativo que les dé seguridad y fortaleza para quitarse las imposiciones y recuperar las iniciativas. En fin, un movimiento social que valore el esfuerzo propio y la solidaridad, como caminos para sacudirse la resignación, parsimonia, desazón y desconfianza en sí mismos, estados anímicos estos que han disminuido y paralizado a muchos pueblos.

 

Un obstáculo para que se constituya semejante movimiento social ideal es el temor que tienen los sujetos políticos constituidos a perder la identidad y el determinismo de lo propio y singular de su historia, un temor que obnubila la conciencia e impide entender la condición de existencia de otros sujetos políticos, entendimiento sin el cual es ilusorio poder unirse para compartir proyectos comunes.  Un amigo muy preocupado por la organización de los débiles, lo expresaba así:

Se debe “perder el miedo a enfrentar la tarea de construir una estabilidad en la inestabilidad, que implica el ejercicio mimético de los seres humanos de “danzar entre la similitud y la diferencia” (Michael Taussig).

Preocupación que también tenían los zapatistas, cuando en la sexta declaración de la selva  lacandona manifestaban que:

“…es posible que perdamos todo lo que tenemos, si nos quedamos como estamos y no hacemos nada más para avanzar. O sea que llegó la hora de arriesgarse otra vez y dar un paso peligroso pero vale la pena. Porque tal vez unidos con otros sectores sociales que tienen las mismas carencias que nosotros, será posible conseguir lo que necesitamos y merecemos”

 

 

Bogotá, enero 29 de 2010

 


[1] Según Touraine el estado de democracia en una sociedad se puede evaluar “por la amplitud de alternativas que ella organiza… (y) por la diversidad de soluciones que propone”.

 

[2] Cita libre de una alocución atribuida a Marx.

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