Enero 22, 2010
by Marcela Velasco
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La energía y la cultura

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de trabajo Jenzera

En una charla sobre pueblos indígenas amazónicos, el teólogo Paulo Suess, experto en misionología, señalaba que no valía la pena devanarse los sesos tratando de  encontrar una definición de cultura, que complaciera a todo el mundo. Que él prefería poner  un ejemplo para tratar de comprender ese tan “manoseado” concepto  de cultura. En esa ocasión no tome notas y es posible que la memoria y el tiempo hayan distorsionado el ejemplo que puso, pero que si recuerdo haber deslumbrado a todos. Según Suess la cultura se asemejaba a la energía eléctrica, que no vemos, pero si percibimos en la luz que produce un bombillo o en el movimiento de una máquina. Cuando le conté a Kimy esta semejanza que Suess establecía entre energía y cultura, me contestó que “así era”, pues la represa de urra para producir energía eléctrica le iba a quitar la energía (= cultura) al pueblo embera katio del Alto Sinú. Aunque en ese momento no entendí a que se refería, lo entendería años después de su desaparición por orden del “Mono Mancuso”: Si a un pueblo indígena le quitan la potestad de decidir sobre su territorio y entra en un proceso de aculturación forzada, desarraigo y pérdida de identidad,  le están quitando la energía, impidiéndole ver con claridad su futuro.  

 

Especulando por cuenta propia con este ejemplo de Suess, llegamos con Kimy a la conclusión de que esta energía (= cultura) es en cada pueblo indígena diferente y especial. Y no puede ser sustituida por otra, sin correr el riesgo de ocasionar un accidente.  

 

Los intentos desde afuera de suministrarle energía a un pueblo indígena que se halla inmerso en procesos de pérdida de identidad, han ocasionado muchos desastres, similar a cuando  un radio de 110 voltios es conectado a una toma de 220 voltios. Sencillamente se funde.  El cristianismo, el marxismo, el liberalismo, el capitalismo, el ecologismo, el fascismo…. tienen sus específicos voltajes, que al no pasar por un transformador, suelen quemar las propias redes eléctricas de los pueblos. ¡Tantos ejemplos hemos visto!

 

Hoy los pueblos indígenas y negros del Pacífico colombiano viven condiciones y circunstancias adversas. La primera de ellas es el conflicto armado en sus regiones. La segunda, estrechamente ligada a la anterior: el uso alienante y depredador que se viene haciendo de sus territorios, para plantaciones de palma aceitera, banano y coca, que junto a la ganadería y la explotación forestal y minera, vienen creando crisis identitarias y desarraigo en las poblaciones negras, indígenas y campesinas. Todo esto convoca a estas poblaciones a redefinir o actualizar sus agendas políticas, para invertir los términos de subordinación y marginación que vienen soportando.

 

La agenda indígena requiere entonces una actualización, una puesta al día, teniendo en cuenta la coyuntura actual. Hemos sostenido con el movimiento indígena caucano, que esta actualización de la agenda no puede ser concebida al margen del resto de los oprimidos del pueblo colombiano. De allí es que surge la pregunta del cómo, o de cuál es el camino para establecer una red de relaciones sociales y políticas que difuminen fronteras culturales para reconocerse -principalmente- en los otros por sus demandas y apremios.

 

Es en este sentido que el término quechua de “Minga”[1] para denominar estas movilizaciones populares que nacieron de las entrañas de las luchas indígenas caucanas por la tierra, es una elección acertada y relevante, pues además de expresar unión apunta a la superación de políticas fundadas en identidades étnicas, que por definición contrastan con las de otros sujetos sociales.

 

No obstante, y volviendo a nuestro ejemplo, debemos mirar las conexiones eléctricas que los participantes, auspiciadores, orientadores está tendiendo por cuenta propia, sin reparar en el voltaje. No vaya a ser que ocasionen, como tantas veces en la historia, un corto circuito. Y eso no es culpa de la física, como tampoco es culpa de la termodinámica que se revienten las calderas de un tren y mate a sus pasajeros, para recordar el ejemplo que ponía Marx, en contextos muy parecidos.

 

 

 

Ricaurte, Nariño, octubre 12 de 2009

 


[1] “Trabajo colectivo en búsqueda del bien común”. Este término gusta más en su escritura original quechua: MINKA. No solo por lo sonoro, sino para que no se confunda con otras organizaciones y ONG que adoptan a menudo este término.

Enero 22, 2010
by Marcela Velasco
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Los indígenas colombianos y la crisis de civilización

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

 Ahora que el mundo entero converge en Copenhague para hablar sobre el futuro del planeta y llegar a acuerdos que pongan fin al calentamiento global, es oportuno preguntarnos si aquella esperanza de que “otro mundo es posible” tiene cabida en nuestro ambientalmente desvencijado país.

Abordar la problemática ambiental con sensatez y responsabilidad implica, primero que todo, no menospreciar el tema, y menos alardear con aquello de que Colombia es líder en materia ambiental, pues sólo emite 0.3 de las emisiones globales de dióxido de carbono, ocultando que este país ha destruido más de 2 millones de hectáreas de selvas vírgenes del Amazonas y del Pacífico, producto de la colonización de estas regiones por miles de familias campesinas desplazadas por una inflexible y desigual estructura de tenencia de la tierra y por la ampliación de ganaderías y cultivos ilícitos del narcoparamilitarismo en tierras de alta productividad agrícola. Este barniz de ecologismo que se quiere dar el gobierno colombiano en Copenhague contrasta con las políticas de plantación de palma aceitera que promueve en el Pacífico. Algo similar al “ECO” pintado con verde para maquillar la imagen de ECOPETROL, insinuando con ello que la explotación de ese “excremento del diablo” (Moisés Naím) no afecta el ambiente. La hipocresía llega a su culmen, cuando el presidente Uribe manifiesta públicamente que en la cumbre de Copenhague apoyará la firma de un compromiso para adoptar políticas públicas e incentivos, que incluyese financiamiento para promover la reducción de las emisiones por deforestación. Pero al mismo tiempo obstaculiza, junto con Estados Unidos, la negociación en torno al proyecto REDD (Programa de Reducción de Emisiones de Carbono causadas por la Deforestación y la Degradación de los Bosques), acuerdo que de ser aprobado permitiría mantener en pie los bosques tropicales y frenar la deforestación que en todo el mundo es responsable del 17% de la emisión de los gases de efecto invernadero.

Abordar con seriedad la problemática ambiental implica también que el jefe del gobierno colombiano y sus ministros se despojen de soberbias y petulancias. Actitudes que le restan importancia a las críticas a su modelo de desarrollo económico y políticas agrícolas sin consideración ambiental, desdeñando especialmente las sensatas apreciaciones de los pueblos indígenas y afrocolombianos, a los cuales el gobierno no les reconoce un tratamiento diferenciado en razón de sus culturas y sus formas diversas de convivir con la naturaleza. Esto es aún más reprochable por cuanto han sido precisamente los planteamientos ambientalistas de los  movimientos indígenas en América (Ecuador, Bolivia, Chiapas, Amazonia peruana, Cauca) y en otros continentes, los que vienen coadyuvando a la toma de conciencia a nivel global sobre los graves perjuicios de la explotación ilimitada de los recursos naturales y ambientales del planeta. Son precisamente los pueblos más excluidos, los que vienen desarrollando y decantando conceptos que reclaman la importancia de una visión holística del mundo y una relación fraterna con la naturaleza, como alternativa para sostener la biodiversidad de la vida y evitar que lo verde desaparezca de nuestro planeta. Y le vienen poniendo tanta ciencia y entregando tantos esfuerzos a este empeño, pues saben que están en juego sus vidas. Los pueblos indígenas al criticar este desaforado derroche de recursos para satisfacer necesidades baladíes de las cada vez más glotonas sociedades de consumo, están enunciando con sus discursos críticos y movilizaciones, los intereses de los más pobres y excluidos del mundo. Ellos señalan con certeza, que lo que vive el planeta no son recurrentes crisis económicas, financieras o energéticas. Se trata de una crisis de la civilización. Estamos en deuda con ellos.  

La irrupción de los indígenas en la escena del ambientalismo mundial ha sido robustecida por los cada vez más crecientes y activos movimientos ambientalistas a nivel planetario. Los indígenas u´wa, los indígenas aguaruna y otros grupos del Amazonas que sufren toda suerte de afrentas de los Estados por oponerse a la explotación de hidrocarburos en sus territorios, han colocado en el mapa de los derechos humanos a nivel mundial, los derechos de la naturaleza, exigiendo con los movimientos ambientalistas, que los daños irreversibles a la naturaleza sean también calificados y juzgados como “crímenes de lesa humanidad”.

La Constitución Política de Colombia de 1991 abrió sus puertas a los pueblos indígenas y afrocolombianos. Empero esta apertura constitucional no se materializo en políticas públicas que revirtieran la exclusión económica y política de varios siglos de marginación.  Pasadas casi dos décadas de esta, otrora la más progresista Constitución de América en materia de derechos para grupos étnicos, los indígenas y afrocolombianos no tienen mayores motivos para pensar que en la actual y ya segunda administración del presidente Uribe, vayan a haber transformaciones políticas a favor de sus pueblos. Es más, los logros obtenidos (territorios colectivos para comunidades negras) pueden ser fácilmente revertidos. Si no se han cambiado completamente las leyes que protegen a estos pueblos y a los territorios que habitan ancestralmente, se debe a que el presidente Uribe todavía  no ha logrado subordinar a todo el aparato del Estado, y hay jueces y magistrados de la República que ejercen con pulcritud sus funciones y defienden la ley, aún poniendo en riesgo sus vidas. Según Jorge Garay, la Corte Suprema de Justicia es en el momento el único obstáculo que tiene la narcoparapolítica para tomarse definitivamente el Estado y menguar más el poco estado de derecho que nos queda.

Es el movimiento indígena, apoyado por esta rama del poder público, el que viene  impugnando las vetustas y anquilosadas estructuras de poder en el país, propugnando por cambios  institucionales y políticos que franqueen la exclusión económica y social de ellos y de la mayoría de los colombianos. Una apuesta de gran calado, pues implica la construcción de una democracia, que en un país multicultural como es Colombia, no puede ser sino intercultural. Es sin embargo una apuesta que para realizarse necesita superar el escollo principal que se llama  Álvaro Uribe Vélez. Y ojalá no tengamos que esperar cuatro años más para poder continuar desarrollando esta tarea inconclusa de construir un país más democrático y una sociedad intercultural. Lo merecemos los colombianos que hemos soportado durante tantos años esta descomunal violencia por parte de un Estado y grupos armados cada vez más  ilegítimos.

Llanos Orientales, diciembre 16 de 2009