Desestructuración de las culturas indígenas y nueva colonialidad en el posconflicto

| 0 comments

 

 

 

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

 

“No hay que tener miedo de opinar

sobre un tema de forma distinta

a como lo habíamos hecho en el pasado,

porque no existe una ley que nos impida

ser más inteligentes que ayer”

Konrad Adenauer

 

Con la Constitución Política de Colombia de 1991 no sólo se elevaron los derechos indígenas al orden constitucional,también se reconoció lo que de hecho es Colombia: una Nación multiétnica y pluricultural. Hasta entonces los pueblos indígenas podían esperar poco del Estado y las leyes que los protegían, solo podían materializarse si estos pueblos tenían el suficiente músculo organizativo para hacerlas valer. Con la nueva Constitución entraron a ser considerados como parte orgánica de la Nación colombiana, sus territorios fueron reconocidos por el Estado como Entidades Territoriales de la Nación y obtuvieron por circunscripción especial dos escaños en el Senado y uno a la Cámara de Representantes. Esta apertura constitucional les abría también las puertas para entrar a hacer parte de la organización del Estado. El cambio fue notable: estas identidades culturales, antes diversidades negadas y despreciadas por reivindicar gobiernos autónomos, órdenes económicos colectivos y desavenir con la economía de mercado neoliberal, se volvieron sujetos de protección constitucional. Líderes indígenas —bailando en un solo pié!— consideraron que se había acabado con la secular exclusión política de sus pueblos, una injusticia histórica que también padecían los pueblos afrocolombianos, que igualmente fueron recompensados en la nueva Constitución con la titulación de aquellos territorios que ancestralmente venían ocupando —fundamentalmente en la región Pacífico— y un escaño en la Cámara de Representantes.

Desarrollos políticos posteriores dieron al traste con el entusiasmo que despertó en estos pueblos, la apertura constitucional del 91. Los más perjudicados fueron los afrocolombianos. Aún estaba fresca la firma de los títulos de propiedad sobre sus territorios y las comunidades negras no habían terminado de posesionarse y conformar sus órganos de gobierno (Consejos Comunitarios),cuando empezaron a ser desplazados violentamente de sus territorios[1], arrebatándoles su disfrute y la posibilidad de reconstruir sus vidas en estas selvas de gran riqueza ambiental a las cuales habían atado sus vidas, después de huir de la esclavitud. Comenzó una nueva diáspora negra, tan dramática como la que vivieron en el siglo XVI, cuando fueron arrancados de su nativa África para trabajar las minas de oro del Nuevo Mundo. Este modelo paramilitar de ocupación de territorios estaba orientado por actividades extractivistas (oro y madera), cultivos de plantación (palma aceitera, banano y coca) y producción de narcóticos, que modificaron la estructura productiva de la región, desestabilizando las economías de los pueblos indígenas y afrocolombianos. En ningún caso generaron desarrollo económico, como quisieron dar a entender aquellos “empresarios” interesados coincidentemente en este modelo económico paramilitar. Por el contrario instauraron nuevas formas de pobreza (cultural, ambiental y política), nuevas amenazas y nuevas vulnerabilidades para todos los pobladores del Pacífico. Lo que más nos interesa destacar aquí, es que la implantación de este modelo económico estuvo acompañado de una inusitada violencia que desmanteló las organizaciones sociales, asesinando a su liderazgo y derrumbando la poca y ya debilitada institucionalidad de la región. Las comunidades fueron movidas y utilizadas de acuerdo a la lógica política, militar o económica de estos actores, lo que produjo un proceso de disolución de unas ‘prácticas’ interculturales, ensayadas por los afrocolombianos durante varios siglos de interacción con ambientes y pueblos indígenas embera y wounaan, tule y awá, de los cuales habían aprendido las artes para manejar la selva y el río y con quienes compartían territorios y bienes ambientales.

Estas prácticas interculturales habían conducido a que se construyera un tejido social interétnico que apuntaba a generar procesos de organización autónomos en las regiones, para defender los recursos ambientales (madera, oro, bosques). Ese fue el motor para el surgimiento de las organizaciones indígenas regionales (OREWA, CAMAWA, CAMIZBA) y las organizaciones afrocolombianas (ACIA, OCABA, ASCOBA), procesos organizativos en los cuales misioneros claretianos estuvieron involucrados. Estos procesos se acercan nuevamente cuando los indígenas plantean para la Asamblea Nacional Constituyente el concepto de ‘grupos étnicos’ como estrategia para articular en términos ‘étnicos’ todas las luchas por la defensa de los territorios.

Las movilizaciones en contra de la celebración del quinto centenario del “Descubrimiento de América” fueron factores que contribuyeron a forjar más una identidad interétnica. Más aún, la “Campaña de Autodescubrimiento de nuestra América”, levantada conjuntamente por indígenas y afrocolombianos, fue planteada con una perspectiva étnica, que invitaba a todos los colombianos a tomarse en serio el discurso multiétnico y pluricultural de la nueva Constitución nacional, pues era una ‘ampliación de humanidad’ que nos había enriquecido a todos los colombianos. Cuando los que solidariamente acompañamos esta campaña planteamos que este discurso interétnico se elevara a la categoría de auténtica filosofía crítica, nos tildaron en un diario capitalino de “distinguidos moradores de un parque jurásico”. Una burla que mostraba que el establecimiento desconfiaba de la ‘etnización’ del pueblo negro y miraba con recelo una politización de las etnias. Y quizá es en esa dirección hacia donde apunta el razonamiento del Banco Mundial, cuando en su página Web afirma, que “la etnicidad puede ser una herramienta poderosa para la creación de capital humano y social, pero, si se politiza, la etnicidad puede destruir capital… (pues) La diversidad étnica es disfuncional cuando se genera un conflicto”.

No obstante el tiempo terminó dándoles la razón a estos planteamientos étnicos y muchas cosas cambiaron desde entonces. Ya no se acepta por ejemplo la validez de una sola vía en el desarrollo de las ciencias sociales y de las ciencias políticas y ha sido cuestionada la idea de modelos universales de desarrollo económico y social. Y a la par que se reconoce la legitimidad y la importancia de la multiculturalidad, marcha la idea de que en nuestra sociedad, los sistemas sociales tienden, más que a obedecer leyes, a crear nuevas leyes.[2] El valor de los conocimientos de indígenas y afrocolombianos ha sido no solamente honrado, sino que de sus enseñanzas se ha beneficiado toda la sociedad. Los estudios que se vienen haciendo sobre esa lógica ‘detrás de la vida’ y el comportamiento y espiritualidad de estos pueblos, muestran otros sistemas de organización, producción, distribución, reproducción, otras formas de aplicar el conocimiento y maneras diferentes de entender el desarrollo de las sociedades. Una cosa importante en este cambio de percepción de la sociedad colombiana hacia los grupos étnicos, no es únicamente que se reconozca que estos pueblos ostentan con legitimidad cosmovisiones, tradiciones y modos de vida diferentes, sino que se califiquen estas diferencias como de gran valor para toda la sociedad.

No obstante, estos procesos interétnicos, que aquí hemos descrito de forma irresponsablemente superficial, han sido cruzados por una paradoja muy seria, que es la de confundir procesos autogestionarios con capacidades autónomas de las organizaciones para resistir el descomunal ataque de intereses económicos —violentos por demás— a sus territorios y bienes. Peor aún, a la par que el Estado viene cohonestando con estos intereses económicos, quedan al garete la defensa de derechos constitucionales que protegen a los “grupos étnicos”. Esta paradoja se ha venido experimentando de forma diferente en cada situación. En el Cauca, donde hay una dirigencia experimentada en largos años de lucha para recuperar las tierras de los resguardos, se confrontó al Estado, obligándolo a negociar. No obstante en la mayoría de situaciones fue el Estado el que impuso las condiciones que debían aceptar, si los indígenas querían acceder a recursos.

Las transferencias del Estado a las Entidades Territoriales Indígenas que se obtuvieron en la nueva constitución, marcaron la primera pauta —después vendrían más— para la relación con el Estado, creando una “cultura” y un imaginario de que todas las acciones políticas consistirían en organizarse más y mejor para exigirle al Estado más recursos. Esta lógica, que antaño todos consideramos como acciones exitosas de los indígenas, fortaleció más al Estado centralista y desvió totalmente las luchas por la democratización de la sociedad y el Estado colombianos y por la participación indígena en la construcción de un Estado multiétnico y pluricultural. Esto ha fortalecido el proceso de dispersión del movimiento indígena y desnudó a su dirigencia, que cada más pendiente de recursos -ahora los del posconflicto-, se ha despreocupado de la participación de sus pueblos en la construcción de la democracia. Basta mirar la paradoja de lo que sucedió con los ya famosos “Planes de Salvaguarda” que a pesar de haber engullido cuantiosos recursos, no tuvieron resultados visibles para los pueblos indígenas, para ver que aquí la historia va por buen camino de repetirse.

Para concluir. Podemos decir que nunca antes en la historia de los afrocolombianos y los indígenas se ha tornado tan urgente y necesario el desarrollo de relaciones interétnicas, pues lo que tienen que atender ahora es la necesidad de participar en la construcción de un proyecto democrático para un país multiétnico y pluricultural, pues es en este nuevo país que se pueden crear las condiciones para blindar sus territorios de nuevas relaciones económicas creadoras de más desigualdad, que van a ser instauradas por medio de la implementación de políticas públicas para el desarrollo de los territorios, como por ejemplo las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (ZIDRES), proyectos mineros y otros proyectos de plantación, aceptados en los acuerdos. Proyectos que no van a atender la necesidad de una sana y suficiente alimentación para los colombianos, sino para atender mercados de los países centrales del capitalismo, incluidas China. Una nueva colonialidad que va a continuar con la desnacionalización del país que ya se encuentra en marcha.

La Selva, Caloto, 25 de abril


[1] Sucedió en el Bajo Atrato: en 1996 entregaron el primer título colectivo de tierras a las organizaciones negras de la zona e inmediatamente después fueron obligados a desplazarse. Lo mismo le ocurrió a las comunidades negras del río Baudó 10 años después, quienes recibieron su título el 23 de mayo de 2007 y fueron desplazadas el 4 de junio.

[2] Un grupo de activistas de derechos humanos que acompañó a los afrocolombianos del Bajo Naya en la consecución de su territorio colectivo, plantearon que las leyes colombianas no contemplaban “territorialidades interétnicas” y por lo tanto era ilusorio propugnar por un territorio interétnico. Estos activistas de Justicia y Paz no entendieron que se había creado una nueva realidad y que esto exigía plantear nuevos paradigmas. La actitud poco creativa de estos activistas terminó de ‘enredar la pita’. No entendieron que los importantes reconocimientos constitucionales y legales que posibilitaron la constitución y consolidación de muchos territorios colectivos, obedecieron a encuentros interculturales fraguados durante las sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente, dando inicio a una reorganización interna y a agendas políticas propias para construir nuevas formas de organización y solidaridad, encaminadas a escapar a la guerra y a revertir siglos de exclusión.


Leave a Reply