Tarrarrurra

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Por: Marianne Ponsford

El espectador, septiembre 16 de 2012

Hacia el final del libro Memoria por correspondencia, de la pintora Emma Reyes, ella cuenta esto: Al espantoso internado en el que Emma está confinada, hacia mediados de los años 20 en Bogotá, llega una niña. La llaman la Nueva. Tiene unos rizos exuberantes, bellísimos, y no habla con nadie.

Emma está hipnotizada con la Nueva. Un día, por casualidad, Emma y la Nueva quedan encerradas en un cuartito, y la Nueva le cuenta un secreto: ella llegó allí con su hermanito. Es muy pequeño, dice, y nadie lo puede ver. Emma insiste en que lo quiere conocer, y finalmente, la Nueva accede, se alza su blusita raída y saca una diminuta bolsa de tela que lleva escondida, la abre con cuidado y extrae un muñequito blanco, gastado de tanto ser manipulado, al que apenas le quedan un par de puntitos negros por ojos. Es mi hermanito, dice, y es tan pequeño que puede salir del internado sin que nadie lo vea, ir al mundo exterior y traernos noticias. La Nueva le explica que su hermanito se llama Tarrarrurra y que está muy débil. Para que salga al mundo debe alimentarse, y allí apenas si les dan comida. Emma y la Nueva hacen un pacto: seis amigas compartirán el secreto de la existencia de Tarrarrurra, y a cambio de las noticias, le cederán cada día un puñadito de comida: un trozo de plátano, media papa, un pedacito del cubo de carne de la sopa.

El engranaje se pone en marcha. Cada noche, las niñas donan a la Nueva su ración de comida y a cambio, cada mañana, durante el descanso del trabajo de bordado por encargo al que se dedican las internas, la Nueva les contará las hipnóticas historias que Tarrarrurra trae del mundo exterior. La Nueva las narra con una gracia inigualable. Las niñas la oyen embelesadas.

Esta es tan solo una de las maravillosas escenas de un libro excepcional. Son 23 cartas que la pintora Emma Reyes escribió a finales de los años 60 a su amigo Germán Arciniegas. El lenguaje es de una pureza asombrosa: una escritura sin adjetivos, cristalina, llena de la urgencia de quien sí tiene qué decir. En ellas, la pintora cuenta su dolorosa infancia, la infancia pobrísima y desgarradora de quien no tuvo nada. Y las narra con la levedad de quien no guarda rencores, valiéndose de una memoria casi insólita aunada a una dulce modestia literaria.

Y al lector le queda en el alma todo lo que la pintora no narró: la mezquina historia universal de la Iglesia y la impiadosa historia de las clases altas locales: en suma, la historia del sostenido egoísmo de los que sí tenemos con qué vivir.

La gran literatura cuenta historias para decir lo que no dice. Y lo que no dice es la Historia (en mayúscula) que debe narrarse a sí mismo el lector. La Historia en este libro es la de un país triste, en el que el pobre no es pobre sino miserable.

Al discurso político, en cambio, no le caben historias. Si se incluyen, caen en una categoría de inmediato desechable: la anécdota sentimental. Pero no se puede entender un conflicto sin historias. La vida es eso: las historias de la gente. Las historias que no queremos oír.

Tarrarrurra es una de las más poderosas metáforas que yo he leído sobre el sentido de lo humano: La de la imaginación como arma para enfrentar la adversidad. Tarrarrurra no es otra cosa que la antítesis de la guerra. Quizás no es demasiado iluso pensar que a la mesa de negociación le quepa el tiempo y la voluntad para escuchar alguna historia. La imaginación debe ser una categoría política. No existe otra manera de humanizar al adversario, de que recobren la dignidad los olvidados.

 

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